domingo, diciembre 31, 2006

Historia del traidor de Nunca Jamás. Fragmento.

Premio Latinoamericano de Narrativa EDUCA 1984, publicado por EDUCA, Costa Rica, en 1985, y por Cénomane, Le Mans, 1989, en traducción de Thierry Davo.




Había una vez un policía feo con cara de policía que apareció volando volando entre los postes y los parquímetros del bosque y aterrizó al lado de una tienda con viejita en el mostrador y caramelos de miel en tarros de vidrio; un policía feo con cara de policía que le preguntó a donde creés que vas, es con vos el asunto, caperucito rojo de cas¬taños cabellos y ojitos de colibrí asustado —¿has visto los colibríes, primor?—; un policía feo con cara de policía que después de volar volar volar por toda la ciudad tenía que verlo a él y a nadie más y decirle te me haces sospechoso, a ver qué traes en tu cestita de mimbre, cartapacio de cuero maletita café, y la abuelita tan lejos pero tan tan lejos que como la extrañaba para decirle cualquier cosa que fuera del corazón, pero el lobo feroz llegó —otro lobo feroz, invisible a los ojos y con nombre de cosa fea—, el leñador no apareció y la abuelita se murió, urió, rió, ió, ó, na nada se señor po policía, y él de verdad que no sabia de esas cosas. Y como por cambiar de tema le dijo: Qué ojos más grandes tenés, lobo. Lo más grande son las orejas, bobito: sirven para comerte mejor. Y el lobo siguió diciendo: Me caés bien, pero me parecés sospechoso, a lo mejor por eso me caés bien. Enseñame lo qué traés en tu maleti¬ta café, cartapacio de cuero, cestita de mimbre con cositas para la abuelita clandestina. Y Javier ya no supo qué ni cómo pasó y ya no importa, porque si importara se acabaría el cuento y sólo le quedaría la vida real, que es menos real que los cuentos y duele y a veces no deja dormir, de verdad, no deja. Te vamos a pegar si no cola¬borás, ya sabés que los animales grandes del bosque somos como si fuéramos los papis de los animalitos inconscientes como vos, le dijo entonces el lobo, no te pongas pálido porque me da tristeza triste y pobrecito yo, que sólo cumplo con mi deber de lobo; mejor dame el cartapacio y si estás armado cuidadito, mis amiguitos tan lindos te están apun¬tando a la cabeza y no les gusta los movimientos bruscos, se ponen nerviosos y cuidado, que yo tampoco soy man¬co, no es por nada que me dicen Tim MacCoy, Hopalong Cassidy, pasame la maletita por favor, no hagás que sufra de impa¬ciencia y de desesperación. Y cuando uno dice la primera palabra ya no se puede pensar en callarse las que siguen, aunque no se sepa de lo que se habla o no se crea en lo que le han dicho a uno hasta ese mismísimo día o no se viva tan en paz como se ha vivido o no sea o. No importa, de verdad que no importa. Y no te mo¬vás por favor que va a salir movida la foto, y cuidadi¬to que yo soy un lobo muy listo y sé dónde llevan la pistola los animalitos irres¬ponsables como vos: ni siquiera alcanzarías a llevarte la mano allí por donde haces pipí, arribita de la bragueta, donde guardan la pistola los animalitos que llevan pistola, y a veces hasta los que no llevan, porque una pistola es más que un arma, es un estado del alma, es el miedo que te corroe, corazón de conejo, corazón que palpita de miedo y terror. Y Javier no tenía intenciones de llevarse la mano a ninguna parte, porque el bosque lo había rodeado y estaba perdido en medio de ninguna parte, con los animalotes sonriéndole como de hambre. Qué orejas más grandes, señor policía vestido de civil, dijo para aliviar la tensión. Ésas no fueron las primeras palabras que dijo, pero sí las segundas, y des¬pués vinieron todas las demás, las terceras y las cuartas, como en cadenita cadenita, hasta que pasó lo que todos ya saben, da¬mas y caballeros, y que aquí se cuenta: una catarata de ora¬ciones en las que no faltó, en algún momento de soledad, el padrenuestro y los tres avemarías que el cura le ponía de penitencia a Javier cuando era niño, porque te portaste mal, hijo mío, y Dios quiere que sus ovejas irresponsables paguen sus culpas aunque sea con palabras, que son menos peores que el infierno y sus eternidades, tú tú, niño pequeñito y asustado producto de la creación. Y Javier no podía arriesgarse a que. ¿A que qué? Y allí se cortaba el pensamiento, porque el infierno sería poco, creía, aunque lo vio solamente de lejitos cuando se murieron todos. Todos muertos, te dijeron, los que no hablan se quedan todos muertos, como congelados, como las estatuas de marfil uno-dos-ytrés, así, se que¬dan congelados porque el que se mueva pierde. Uno-dos-ytrés, así. Y yo la verdad no nací para morirme. Todos nacimos para morirnos, corazón, pero a vos te va a doler más: te podes morir tantas veces, de tantas formas y tan a lo tonto que ya me empezás a dar lástima, porque yo sólo quiero que me digas dos o tres cositas, bobito, sólo dos o tres chiquitas, no seás bobito, a nadie le duele decir tres o cuatro cositas, o siete. Es que yo no sé. Entonces vas a tener lo que siem¬pre quisiste, amorcito tan lindo, o sea un entierro de lujo con escolta militar y disparos de fusilería directo a la nariz, que son los honores que se le dan a los animalitos como vos. Y por unos carteles que qué le importaban, de puro estúpi¬do, de puro animal —animalito, animalito—, de puro puro se le ocurrió hacerlos, y sólo porque su hermano se lo pidió, y siem¬pre su hermano, cómo no a su hermano, su hermano que se murió / porque él lo cantó / aó aó. Pero eso lo supo después, porque su hermano antes—o sea mucho antes, en los años sesenta de ese bosque sin fechas— lo llevaba a las manifestaciones y después iba él solo, animalito sin noción del peligro y de la mortalidad; también veía pasar, después—o sea mucho después, casi ahorita—, las manifestaciones del así llamado Bloque Popular Revolucionario, del Frente de Acción Popular Unificada, de las Ligas Populares, y vio también el último desfile bufo de los estudiantes universitarios que acabó en balacera, no como en los sesenta que los cuilios sólo tiraban gases lacrimógenos que después le dejaban los ojos resplandecientes de llorar, y él podía pensar —sólo pensar— en partirle la jeta a ladrillazos a los guardias y policías, rico sentía de sólo pensarlo. Vos traés algo, ¿verdad?, le dijo el policía feo con cara de policía, por eso es que no me que¬rés dar la maletita café, dámela por piedad, así está mejor. Ajajay, estos carteles los hiciste vos solito y sin ayuda de nadie, no me digás que no es cierto y me de¬cepcionés: vos sos el subversivo, ¿me oíste?, el que manda a todos los subversivos, y aunque parezcás un animalito inofensivo sos el que planea todas las cosas feas que pasan en el bosque, como bombas y lobos feroces ametrallados y manifestaciones con gritos de patria o muerte, como si los animalitos supieran de patria, cuantimenos de muerte, que son cosa de gente seria. Y vos creíste, Javier, que una guerra, tu batallita particular con los animales grandotes podía ser a tu imagen y semejanza tan pequeñita; que nada podía sobrevivir si vos no seguías vivo, pero fijate que no te culpo: los traidores a veces se van al cie¬lo y juegan con los angelitos y le besan los pies a Dios Nues¬tro Señor, qué lindo. Porque nadie en general —ni en capitán ni en soldado ni en nada— sale vivo, es verdad, de las manos rasposas de los guardias, y por esa maletita subver¬siva Javier iba a pagar el purgatorio en la tierra, y ni siquiera merecido se lo tenía. Y un colaborador chiquitito chiquitito se convirtió en los cuarteles de la Guardia en un dirigente grandotote grando¬tote y con voz de estruendo y condenación. Firmanos por favor este papelito, aquí donde está la rayita que sirve para firmar (“Yo, Javier Saladrigas...”), y después grabanos esto que estás leyendo con tus propios ojitos de colibrí asustado para que salgás en la tele, y después vas a hablar con unos seño¬res muy simpáticos que te van a hacer preguntitas. Y en¬tonces vino el único momento de rebeldía, tontito rebel¬de, tontito Javier: ¿Y si no quiero?, dijiste. Y una patadita en medio de sus pati¬tas rebeldes y una carcajadota del animal grandote lo conven¬ció de que él era el que iba a hacer el papel de muerto y ellos el de los eternos vi¬vos en su película particular. Y el dirigente grandotote grandotote —pero no tanto como los animalotes que lo tenían preso— se convirtió en estrella de cine en la televisión, aunque les falto el maquillaje para que se viera hecho una chulada, qué lástima porque se le veían un par de barritos en la frente y lunares y todas las imperfecciones de un cutis descuidado, descuidadito que sos. Y después, un día antes de que pasaran por la tele el videotape —o sea el día anterior a que los diarios publicaran sus fotos a muchas columnas y pasara a la fama, clap clap— vinieron todas las malcriadezas que de niño no se atrevía a hacer: no señalés con el dedo que es de mala educación, te decía tu mamá, pero vos señalaste; no te gustó, pero señalaste casas y señalaste a tus amiguitos, aunque a Carlos no, ¿te acordás?, porque era el único que ya estaba muerto desde antes, desde el mismo día en que nació, porque todos nacen para morirse, es cierto, y él más que nadie. Y el policía feo con cara de policía agarró la maleta, vio lo que había adentro y la volvió a cerrar, y a varios metros apa¬recieron policías apuntándote, un montón, millones, aunque no pasaran de tres. Agárrenme a éste. Clic. Clic. (Las esposas.) Zámpenlo en el carro. Y adiós.

sábado, diciembre 09, 2006

El momento de morir y otros momentos

Fragmentos de Cualquier forma de morir. Publicado por F&G Editores, Guatemala, 2006.




Los suicidas, cuando se dan un tiro, no siempre se disparan a la sien o en la boca. Ese año hubo dos que se dispararon en la boca. Uno fue mi comandante, aunque se reportó como asesinato. El otro fue el Coronel. El primero era zurdo natural. El segundo era zurdo porque no le quedaba de otra. No sé si tuviera algo que ver lo zurdo con la forma de morirse, pero ese tipo de detalles no se olvida.
Los demás se pusieron originales, a lo mejor porque era año electoral y querían quedar bien con el candidato, que también terminó con un tiro.
El primero de la serie, unos meses antes de mi comandante, fue un empresario de transporte. El tipo estaba para un anuncio de pasta de dientes: bien plantado, buena sonrisa, buena casa, esposa con mucho dinero, hijos modelo, todo el numerito. Se disparó en el corazón con un revólver.
Dos veces.
En ese entonces no sabía lo que sé ahora, pero tampoco era tonto. Con una pistola automática de gatillo sensible a lo mejor puedan irse dos tiros con un solo jalón. A lo mejor. Con un revólver se necesita fuerza para cada disparo, y los muertos se ponen débiles después del primero. Hace falta voluntad para pegarse el primer tiro, y un milagro para el segundo. Hasta ahora no he encontrado un cadáver con tanta voluntad. [...]
Hubo otro que tampoco se disparó en la sien ni en la boca, pero sólo lo consideraron suicida durante un par de días. Lo encontraron con un tiro en la nuca. [...]
Otro comandante se dio un tiro en el cuello frente a la escuela de su hijita, a la hora de la salida. Más desagradable que la clase de matemáticas. Hubo docenas de testigos que declararon lo que había ocurrido. No dejaba de ser raro, porque en esos casos nadie ve nada, así le caiga el muerto encima, y es la primera persona de la que se sabe que se mata disparándose en el cuello.




La gente se pasa toda la vida teniéndole miedo a la muerte, y a la hora de las horas se da cuenta de que no era para tanto. O ni siquiera se da cuenta y hasta se la pasa bien en lo que se va al carajo. Claro que uno no es un experto mientras no le toque por lo menos una vez, y con una es suficiente.
Todos se asombran cuando se enteran en los documentales de la segunda guerra mundial sobre los montones de judíos que se metían tranquilamente en la cámara de gas. Muchos hasta se sonreían y parecía que los estuvieran llevando a una fiesta. Y a lo mejor era una fiesta, pero a ellos les tocaba hacer de jamón de los sandwiches. Quizá hasta les habían dicho lo que les iba a pasar, pero se metían en la cámara de gas sin hacer drama. Y no porque quisieran que los asfixiaran y los convirtieran en lamparitas, sino porque uno sabe que se va a morir en algún momento, pero no cree que el momento sea ése.
Por ejemplo la abuela. Sabía que se estaba muriendo y se quejaba de que había desperdiciado la vida criando a un montón de hijos y nietos que la habían abandonado o que no servían para nada. Siempre se había quejado de lo mismo, y ni siquiera el primo se salvaba, pero en la época en que se estaba muriendo lo decía en serio.
Un día dijo “Voy a estornudar” y en vez de eso dio un suspiro y se quedó muerta. Seguro sintió los síntomas de la muerte, pero creyó que eran otra cosa y listo, adiós quejas, adiós abuela. [...]
Mamá no se suicidó. Nada más no creyó que se fuera a morir si el autobús le pasaba por encima, porque la muerte siempre está en el futuro, y el futuro nunca llega. Por eso se cuidaba tanto y tenía tanto miedo, para que el futuro no le llegara. Lo que le llegó fue el presente a ochenta kilómetros por hora, y el futuro se le quedó en el pasado, que es a lo que vamos todos.




–¿Has salido alguna vez a la calle sintiéndote contento porque todo lo que te pasa es bueno? Te atienden bien en el supermercado, te abren la puerta cuando entras al banco, no hay una pinche cola larga para llegar a la caja, y cuando llegas la cajera te sonríe y te dice buenos días. Llegas a tu casa y tu mujer te quiere y tus hijos no te chingan. Pones la televisión y están pasando una película que querías ver. Te acuestas y no tienes broncas para dormirte. ¿Te ha pasado?
–No tengo mujer.
–Digamos que te ha pasado. Ése va a ser un día que vas a recordar toda la vida. O a lo mejor no, porque uno es tonto y sólo se acuerda de lo malo. Pero todo el mundo tiene días así –había terminado de limpiar y armar la pistola–, y es por tener un día de ésos que todo el mundo hace cosas que no le gustan o que le aburren, se mete en líos, mata a otra gente o se enamora de la mujer equivocada. Sólo por la esperanza de que el día siguiente sea igual de bueno. Nunca hay dos días como ése, pero quién quita. Lo que tienes que preguntarte es cuánta gente necesita morirse para que tengas un día así.
–Que yo sepa, ninguna.
–Entonces no sabes ni madre. Nosotros somos los que nos morimos para que la gente tenga días así. El Ronco se murió para que alguien tuviera un día así. Se murió para que un pobre pendejo crea que lo mejor del mundo es que su pinche vieja lo quiera tantito. Tú eres de la misma raza, pero no estás obligado a entender. Tu papel es otro.
–¿Cuál es mi papel?
Puso el cargador y cortó cartucho. Lo siguiente era pegarse un tiro, y no quería que se muriera todavía. A lo mejor en su cerebro estaba algo que yo andaba buscando, y dentro de unos segundos ya no iba a tener cerebro. No me dio tiempo ni de respirar.
–Ser testigo –dijo, y se mató.

viernes, noviembre 24, 2006

La mujer esqueleto

Poema escrito en 1990, publicado alguna vez en alguna parte. Pertenece al poemario inédito Cosa personal. (Los poemas sí se han publicado en su mayoría, en revistas y lugares así.)





I
La mujer esqueleto se desnuda
con ansia vegetal

La mujer esqueleto

La mujer esqueleto dice gracias
por no llorar

Siembra esqueletos

La mujer esqueleto masca dientes
y goma de mascar

Sombra de un esqueleto

La mujer esqueleto se nos muere:
vocación de esqueleto


II
Boca sin boca:
esqueleto
Pasión de caderas
y hielo


III
El perro que te ladra buenas noches
tu perro personal

El sillón que se sienta a tus espaldas
tu sillón personal

El baño que te lame los sudores
tu baño personal

Tu furor tu leucemia tus vaginas
tu cara personal

Las sábanas que huelen siempre a siempre
tu cama personal

Los dolores de espalda los dolores mensuales
tu status personal

Tus libros tu diarrea tus impuestos
tu cuándo personal

Tu zapato tu dios tus vegetales
tu nada personal

Tu fémur esquelético tu sífilis
Tu náusea personal

Tu noche tus gruñidos tu carro tus pendientes
tu náusea personal

tu náusea personal

Tu máquina de mierdas y de lágrimas
tu idiotez personal

Tu hermana la que canta tu tío el que te viola
tu niñez personal

Tu cosa personal tus pocas ganas
tu cosa poca cosa personal

tu cosa personal


IV
Bagazo
anónimo sin dueño
sombra de un caballo triste
sueño de un mal espectro

Eclipse del cuerpo


V
La mujer esqueleto amor a solas
sombras y hueso
La mujer esqueleto casa aparte
el rubor a destiempo
La mujer esqueleto mala cosa
mala sangre y aliento
La mujer esqueleto que se moja y descose
y baila ante un espejo
La mujer de su casa y de sus dientes
La mujer de las piernas sin sustento
La mujer que se sangra y no se muere
los ojos de relleno
La mujer que se cansa a medio día
La mujer de las tripas y los gestos
La mujer sin embargo La mujer apellido
La mujer de su padre y de su dedo
La mujer poca vaca
La mujer sin su peso
La mujer de la bota y del canario
La del muslo desierto
La mujer que lloró toda una noche
La que se fue muy lejos
La que viene y se viene y se palpita y sangra
La que se peina el pelo
La mujer desvelada la mujer trapo en uso
la mujer que va al cielo
La que se antoja a ratos La que se entrega nunca
La que saca a pasear a su hijo muerto

Quién mujer cuando entonces
Quién campana o complejo
Cuándo bata y sostén
o niña o descontento

Largo su largo brazo
su brazo de esqueleto

domingo, noviembre 19, 2006

De vez en cuando la muerte

Fragmento. Publicada por la Dirección de Publicaciones e Impresos, San Salvador, 2002.




Un día apareció en una delegación una muchachita asustada. No tendría más de catorce años. Era flaca, pequeña y tenía la ropa desgarrada.
–Acabo de matar a mis tíos –le dijo al policía de la entrada–. Vengo para que me metan presa.
Cualquiera, en las mismas circunstancias, se hubiera revolcado de la risa, pero el policía la tomó en serio y la llevó con el agente del ministerio público: la muchacha estaba cubierta de sangre desde los pies, que llevaba descalzos, hasta el cabello, largo y lleno de nudos.
El agente del ministerio público la pasó con un médico antes de interrogarla. Después de los exámenes la bañaron y la revisaron minuciosamente. Había poco de su cuerpo que no tuviera cicatrices. Era un catálogo de golpes y heridas de todos los tamaños y colores.
No tenía uñas, ni en las manos ni en los pies. Se las habían arrancado y en su lugar había costras, la mitad infectadas. Las palmas de las manos estaban desgarradas, como si le hubieran arrancado tiras de piel. El pecho, el estómago, las nalgas, la espalda, estaban repletos de cicatrices de quemaduras y de heridas de todos los tamaños y formas. Le habían grabado a cuchillo un nombre debajo del ombligo: Graciela.
–¿Así te llamas? –le preguntó el médico.
–No –contestó–. Así me decían.
No hubo modo de sacarle su verdadero nombre.
Tampoco hubo modo, al principio, de sacarle mucho más, excepto que había matado a sus tíos porque no la dejaban salir a la calle desde hacía un año. Que la golpearan y todo eso estaba bien, pero ella quería ir al cine. Según el médico las cicatrices eran recientes, cinco o seis meses las más antiguas.
Graciela llevó a los policías a la casa donde supuestamente había matado a sus tíos. Era nueva y bien cuidada, con un jardín lleno de rosales. El interior estaba decorado con pompa y mal gusto: alfombras blancas de varios centímetros de espesor, muebles Luis XV, rebordes dorados, papel tapiz aterciopelado y muñequitos de porcelana por todas partes. El día anterior de seguro todo había estado arreglado y limpio. Lo que encontraron ese día fue mucho más que desorden y polvo: regados por la alfombra, sobre un piano Steinway, embarrados en las paredes, sobre las porcelanas, dentro de los trastos de cocina, debajo de las camas, en todas partes, había trozos de carne, vísceras y huesos que después se descubrió pertenecían a dos seres humanos y a un perro pequeño.
–Yo los maté –decía la niña con candidez–. Anoche los maté.
Encontraron las armas utilizadas para matar y descuartizar a sus tíos y al perro: un par de cuchillos de cocina, un hacha para picar carne, tres destornilladores, una cuchara afilada. Los legistas opinaron que la muerte se había producido mientras dormían, y que buena parte del descuartizamiento había ocurrido en la cama, pero no se atrevieron a especular sobre cómo pudo Graciela despedazarlos tan a conciencia en las diez o doce horas que dijo haber usado. Determinaron, y de eso no le quedó duda a nadie, que la niña no podía ser la asesina, a pesar de que todo estaba repleto de sus huellas. No tenía la fuerza suficiente para hacer toda esa carnicería. Ella insistía en que los había matado; un par de días después por fin explicó paso a paso cómo los había destazado, y el relato coincidió con la reconstrucción del forense.
También contó cómo le habían producido las cicatrices. Dijo que sus padres la habían enviado con sus tíos un par de años antes para que estudiara la secundaria, desde un pueblo de la Huasteca. Pero nunca la mandaron a la escuela: la usaron para que ayudara a la sirvienta con los quehaceres y mandados. Lo verdaderamente malo empezó cuando la sirvienta resultó embarazada, fue despedida y Graciela se quedó sola con ellos.
Al principio le daban un par de bofetadas si rompía una taza o si no limpiaba bien los anaqueles repletos de muñequitos; después empezaron a usar un fuete y al final ya no hacía falta ningún pretexto para que la desnudaran y, sobre la mesa del comedor, la quemaran con cera de velas o con cigarros, la marcaran con un abrecartas o le arrancaran las uñas. La tía, según Graciela, disfrutaba viéndola sangrar; el tío solamente cumplía los caprichos de su esposa.
Buscaron a los padres de la niña, pero no dieron señales de vida; simplemente no existía el pueblo de donde decía provenir. Se buscó al verdadero asesino que, según la policía, no podía ser Graciela, pero no apareció. Los amigos y vecinos dijeron que los asesinados no tenían hijos, que vivían solos con su perro, que eran gente de bien –él era dueño de una ferretería, ella era ama de casa– y que no tenían idea de quién diablos fuera Graciela. En la casa no apareció una sola referencia a ella, ni un papel, ni una foto, ni una carta. Nada. Ni ropa, ni el colchón donde dijo que dormía, debajo de la escalera.
El juez mandó a la niña a un hospital psiquiátrico; le encontraron todo un catálogo de desajustes. Como a los seis meses escapó y no se volvió a saber de ella.
Con ese caso me había estrenado como reportero de nota roja unos veinte años atrás. Por ese entonces todavía creía que podía llegarse al fondo de las cosas. Mi jefe seguramente quiso darme una lección y lo logró: todo en ese caso era imposible, como si lo hubiera escrito un mal guionista.
Entrevisté dos veces a Graciela, una en los separos (donde no podían consignarla por ser menor de edad) y otra en el psiquiátrico. Era una niña tierna y tímida, que lo único que quería era que alguien la invitara al cine y le comprara palomitas de maíz. Sin embargo, aun ahora estoy seguro de que era una criminal tan terrible como inocente.
Nunca he olvidado el cuadro que todos los periodistas vimos, y que nadie mencionó en sus notas, en la casa donde se habían producido los asesinatos. Era la prueba de que Graciela era la culpable, si es que podía ser culpable de algo: en el suelo, tan llena de sangre como todo lo demás, sentada ante la televisión apagada, estaba una muñeca. Frente a ella había un platito lleno de dientes y muelas que, de lejos, parecían palomitas de maíz. Sobre la pantalla de la televisión colgaban unos objetos sanguinolentos por los que no me atreví a preguntar.
Después de ese caso viví durante semanas con la sensación de que todo era absurdo, de que las cosas jamás serían lo que aparentaban ser. Tenía miedo de las personas que me sonreían y, sobre todo, de los niños.
A veces, en mis frecuentes insomnios, me ponía a pensar en lo que yo era y en lo que debía ser. Un periodista, en ambos casos. Alguien que sale a la calle, mira lo que pasa allí y luego se lo cuenta a quien quiera saberlo.
Ésa era la palabra clave: saber. Cuando era adolescente quise saber todo sobre el caso de Mauro C. El diario decía esto y lo otro, y debía ser verdad; alguien se había tomado el trabajo de ir e investigarlo para que yo lo supiera. Pero no sabía: únicamente leía lo que otro creía saber, lo que le habían contado a otra persona o lo que esa persona había visto. Sólo viendo las cosas por uno mismo se puede saber.
No creo que lo pensara con esas palabras, pero en el fondo era lo que estaba latente cuando decidí ser periodista: quería saber, estar allí, donde ocurrían las cosas, y asegurarme de que lo que se escribía en los diarios –al menos lo que escribía yo– fuera tan cierto como la pared con la que uno se rompe la nariz. Mi primer caso importante, el de la niña, me enseñó que todo es relativo: era imposible que ella hubiera matado a sus tíos, pero no podía ser de otro modo. Y era inocente aunque fuera culpable. En mi nota sólo dije lo que dijo la policía. Con un poco de color, de acuerdo, o lo que a los editores les gusta llamar color. Pero no pude escribir la verdad. Yo mismo no creía en la verdad. Nadie creía en la verdad. Nadie podía creer en la verdad. Y, a final de cuentas, ¿quién quería creer en la verdad?
Yo.
Lo de Mauro C. y todo lo demás me habían dado la oportunidad de buscar un poco de verdad en alguna parte. ¿Por qué no? Quizá publicaba lo que la policía quería, pero no recibía un centavo aparte de mi sueldo. Todavía había algo por allí que no se me había roto y todavía tenía derecho de buscar un pedazo de verdad, daba igual si se trataba del asesino de las mujeres que se suponía que Mauro C. había matado o el texto íntegro de los acuerdos secretos de Yalta. Una verdad es una verdad. Lo de Mauro C. no iba a cambiar el mundo, pero había que empezar por algún lado.

martes, noviembre 07, 2006

Cualquier forma de morir.
Capítulo 1

Publicado por F&G Editores, Guatemala, noviembre de 2006.




–Pero la luna no grita –dijo el Ciego.
Serían las tres de la mañana y la música sonaba a orquesta de locos en el bloque de los Celis. Era la segunda fiesta de marzo, y apenas estábamos a mediados del mes. En febrero habían sido tres, y en enero ninguna, porque los habían encarcelado el día treinta. Cada una era más ruidosa que la anterior, y ponía cada vez más nerviosos a los presos y a los guardias.
–¿Qué sabes de la luna, Ciego pendejo? –dijo el Cura desde su litera.
Todo estaba oscuro. Se estaban gastando la electricidad del reclusorio. Había luna llena, pero no llegaba a alumbrar la celda. Apenas alcanzaba a ver al Cura frotándose la cabeza, justo en la coronilla. El cuero cabelludo le brillaba aunque hubiera poca luz, y en el resto de la cabeza le crecía un pelo ralo y desordenado. Parecía fraile de película hasta en el modo de reírse.
–No sabré nada, pero no está gritando.
–Y con ese relajo nadie va a oír –dijo el Cura.
–Uno oye.
Los invitados de los Celis sí gritaban. Las carcajadas más fuertes eran de las mujeres. Muchas carcajadas. Muchas mujeres. También habría guardias, presos importantes, a lo mejor hasta el director del reclusorio.
–¿Y el sol?
–El sol es como yo –dijo el Ciego.
–¿Pendejo?
–Ciego.
Las carcajadas no podían ser de mujeres, porque a las fiestas de los Celis iba de todo, pero no tan de todo. Eran los maricas de la sección norte. Había presos que tenían mujeres durante el día, y con un poco de dinero durante la noche. Los Celis tenían su terreno de caza en la sección norte, y si los invitados y los guardias querían hacer algo más que emborracharse y meterse cosas por la nariz, tenían que hacerle con los maricas de la sección norte.
Decían que ésa era maña de Santiago Celis, el mayor, que Francisco tenía todo en su sitio. La fama era que los Celis sólo hacían negocio con los que le entraban a todo y al parejo, y que podían ponerse violentos si los despreciaban.
–¿Y tú? –me preguntó el Cura.
–Aquí.
–¿No te invitaron a la fiesta?
Se tiró una carcajada boba. También me reí. Un trago no me hubiera caído mal. Se me ocurrió que podía ir al bloque de los Celis por lo menos para tomarme un trago. Pero no me habían invitado, el trago no es lo que más me emociona y tenía cuentas pendientes con ellos.
–Hoy hay luna –dijo el Ciego.
–Deja en paz a la pinche luna –dijo el Cura–. No hablas de otra cosa.
–No se puede hablar de otra cosa cuando hay luna.
–De tu hermana.
Ahora el Cura estaba mirando el techo, con las manos en el estómago y las piernas dobladas. A veces me despertaba en las madrugadas y lo veía así, con los ojos abiertos. Nunca dormía. Si el Ciego se movía, el Cura le clavaba una mirada asesina. Si me movía yo, se sonreía. Le caía bien y me caía bien. Cuando llegué no traté de hacerme el duro ni el inteligente. Él era el más antiguo, él mandaba. Mandar lo obliga a uno a tomar decisiones, y yo no estaba para tomar decisiones, sino para esperar que todo volviera a ser lo que era y pudiera irme de allí.
El Cura era feliz encarcelado. Decía que no entendía cómo la gente soportaba vivir afuera. Parecía que siempre había estado entre esas paredes, pero había llegado unos días antes que yo. Yo llevaba cuatro meses y ya quería irme. Al Ciego lo habían llevado a la celda dos meses después que a mí, la semana en que encarcelaron a los Celis, y era el que peor se lo tomaba.
–A mi hermana le gustaba la luna –dijo el Ciego después de un rato–. Cuando había luna llena nos subíamos a la azotea y veíamos el cielo.
–De las lunas la de octubre es más hermosa –dijo el Cura sin cantar.
Se oyeron unos gritos en el bloque de los Celis. Un par de locas peleándose, seguro. Más carcajadas. Alguien se puso a llorar y a dar alaridos.
–Es cierto. La de octubre es la mejor.
–¿Por qué la mataste? –le preguntó el Cura como cada vez que quería enojarlo.
La música se acabó de golpe y los gritos se hicieron más fuertes. También se oyeron voces roncas y vidrios que se quebraban. Nunca se habían divertido tanto. En la siguiente a lo mejor hasta hubiera muertos.
–Ese día no había luna –contestó el Ciego.
–Si vas a enojar quítate los lentes –le dije al Ciego–. La otra vez te pasaste dos semanas sin lentes.
–No conoció a mi hermana.
–Era puta –dijo el Cura.
–Todas son putas –dijo el Ciego.
Los gritos también se callaron. El silencio era peor que el ruido. Me zumbaban los oídos.
–Ya era hora –dijo el Ciego–. No dejan dormir.
–Tu hermana era puta –dijo el Cura–. Tú eres puta.
Salí de la celda. Sabía lo que seguía y preferí ahorrármelo. No había nadie en el pasillo. Hasta el guardia de turno andaría en la fiesta. Al día siguiente los guardias iban a estar de mal humor y se iban a poner más pendejos que de costumbre.
Encendí un cigarro. Me quedaban tres, pero podían durarme una semana. Oí cómo se rompía un plato dentro de la celda. El Cura le pegó al Ciego, pensé. Después siguió un grito, como si a alguien le hubieran arrancado una pierna. Después nada.
–Ya duérmanse –gritó alguien al fondo.
Desde las ventanas del pasillo se veía el bloque de los Celis. Todo estaba encendido. Me pregunté si habría comandantes de narcóticos. El mío, por ejemplo. En cuatro meses no había sabido de él, y hubiera sido una buena oportunidad para preguntarle cómo iba mi asunto.
El que llegaba una vez a la semana era el abogado. Ponía cara seria, me veía a los ojos y me decía “Esto va muy bien” o “Van a terminar pidiéndote perdón”. Después se iba.
No quería que me pidieran perdón. Quería que me sacaran. Hacía falta que alguien cargara la culpa, y me tocó. Hasta allí todo bien. No me iban a dar de baja, mi sueldo seguiría corriendo y me tocaba una compensación por cada mes en el reclusorio. Se iba a arreglar antes del juicio, me dijeron. Después un ascenso a teniente o algo así. Todo hubiera estado bien de no ser por el Cura y el Ciego con sus pleitos. Bien podían haberme tocado unos compañeros mudos. O muertos.
–Mi hermana era puta, pero sólo yo lo digo –gritó el Ciego detrás de mí.
Me volví. Los ojos se le veían más pequeños detrás de los lentes. Decía que antes de llegar a los cuarenta ya no iba a ver nada. Tenía veintiséis
o veintisiete. Le daba terror que le dijeran que tenía que operarse y lo enojaba que hablaran de su hermana, para bien o para mal.
–¿Qué pasó?
–Maté al Cura –me enseñó un cuchillo lleno de sangre.
–¿De dónde sacaste el cuchillo?
–Lo cambié por mis otros zapatos.
–Pendejo –le dije, y entré corriendo.
Lo último que necesitaba era un acuchillado en la celda. Estaba acusado de matar a la mujer a cuchilladas y eso no me iba a ayudar. Yo no la había matado, pero allí estaba la confesión, con firma y todo. Hay gente que se toma en serio las confesiones firmadas.
En la celda me tropecé con un pedazo de vidrio y me golpeé la rodilla contra la estufa. Pendejo, pensé. Pinche pendejo.
El Cura estaba tirado junto al catre. El zumbido de los oídos no me dejaba oír, pero vi que se movía. Respiraba como motor descompuesto. Al menos estaba vivo.
Me arrodillé. Un pedazo de algo roto se me clavó en la misma rodilla que acababa de golpearme. Con gusto lo hubiera pateado. Tarde o temprano el Ciego tenía que cansarse de lo mal que lo trataba. Si hubieran estado casados, hubiera conseguido el divorcio por crueldad innecesaria.
Tenía una mancha en el estómago. Le aparté la chamarra y la camisa. Olía a mierda. Seguro tenía perforado el intestino. La muerte será lo que quieran, pero siempre hay mierda de por medio.
Dio un brinco cuando lo toqué. Parecía que lloraba y que se convulsionaba, pero el zumbido en los oídos no me dejaba distinguir.
–Pendejo Cura –le dije.
Sin apartarme, metí la mano debajo de mi colchón y saqué la lámpara. Tenía bajas las pilas. Alcanzaron para darme cuenta de que se estaba riendo. Le di una cachetada.
–Lo enojé –dijo–. Por fin lo enojé.
Oí murmullos en el pasillo. Todas las luces se encendieron y varios presos protestaron.
–Mierda –grité, y le di otra cachetada.
En la puerta estaba un guardia borracho
apuntándome con una pistola. Junto a él estaba el Ciego con el cuchillo en la mano y me señalaba.
–Él fue –dijo–. Yo lo vi.
Me paré. El Cura seguía riéndose. O quizá sólo tenía una manera cómica de morirse. El Ciego se apartó de la puerta y aparecieron otros dos guardias. No estaban borrachos, sino asustados. No me gustan los guardias asustados. No me gusta la gente asustada cuando tiene armas y yo no.
–Este cabrón está vivo –les dije–. Llévenselo a la enfermería.
–Sal despacito –dijo el guardia borracho–.
Pon las manos en la nuca y sal despacito.
Hice caso.
–Contra la pared –dijo otro.
Obedecí.
–El Cura está vivo –les dije–. Él les va a contar qué pasó.
–Fue él –dijo el Ciego, y me dobló de una patada la misma rodilla que me había golpeado–. Yo lo vi. Se puso como loco. Si no le quito el cuchillo, se sigue conmigo.
La cara se me estrelló contra la pared y alguien me pateó la cabeza.
Cuando desperté era de día. Estaba solo, en una celda pequeña, fría y sucia. Había una jarra de plástico cerca de la puerta. El agua sabía a cloro puro. La escupí. La rodilla me dolía, pero no era para tanto. No era peor que la sed ni peor que no saber qué había pasado. Sabía lo que iba a pasar: el Ciego tenía un problema conmigo.
La puerta se abrió y entró el carcelero, un tipo con cara de violador de niños. Usaba la camisa de reglamento, pero los pantalones eran de mezclilla y llevaba sandalias en lugar de botas. Detrás venía un viejo con una gabardina corta.
–Párate –me dijo el guardia.
El olor de su boca era peor que su mirada, y su mirada bastaba para ponerse a gritar. Me paré rápido para que no tuviera que hablarme otra vez.
Antes de llegar al estacionamiento tuve arcadas. El viejo de la gabardina esperó a que se me pasaran y me tomó del brazo. No me gustó su mano. No creo que le gustara a él. Era una mano fea.
–Camina despacio –me dijo y me llevó a un Mustang verde, igual de viejo–. Respira hondo y después entra.
Las arcadas se detuvieron y entré en el carro, en el asiento de atrás. El viejo se sentó a mi lado.
–Vamos –le dijo al chofer.

lunes, noviembre 06, 2006

Las puertas

Del libro Terceras personas. UAM, colección Molinos de Viento, México, 1996, y Cénomane, Le Mans, 2005, en traducción de Thierry Davo.





¿Dónde están realmente los ciegos?
¿Dónde estamos nosotros, su terrible pesadilla?

J. M. Basil

La ciudad está como antes de que pasen los camiones de la basura, en la madrugada, cuando aún se duerme. Sin embargo anochece.

La ciega.

Aquí tampoco hay nadie... (Suenan seis campa­nadas.) Ya son las seis y no he comido nada. ¿Viejo? ¿Estás por allí, viejo? Anda, contesta. ¡Viejo! ¡Déjate de cosas o me voy a enojar! ¡Tú no te fuiste porque no tienes dónde ir! (Sale.) (Suenan seis campanadas.) (Entra.) Aquí tampoco hay nadie y no he comido. Ay, mis pies... (Se quita los zapatos y farfulla cualquier cosa.) Si no fuera por el hambre. (Se amasa los pies.) Mejor sigo buscando; debe haber alguien en algún lado. (Se pone los zapatos.) ¡Ey, ustedes, los de por aquí! ¡Salgan y ya déjense de bromas! ¡Viejo! ¿Viejo? Si supiera cómo se hace para mirar... ¡Una limosna por el amor de Dios! ¡Una limosna...! ¿Por qué se habrán ido? A nadie le importa si ya comí. Ese maldito viejo también se fue. Una limosnita por la salvación de su alma. Una limosni­ta para esta pobre ciega.
(Forcejea con dos puertas.)
Alguien que se apiade de esta pobre ciega.
¡Condenadas puertas, ninguna se abre!
¡Ábrete, puta! ¡Ábrete! ¡Puta! ¡Puta!
Nunca había dicho así... El viejo se va a enojar...
Putas... ¡Ey, putas! ¡Puertas putas! ¿Ya me oíste, viejo? ¡Dije puertas putas! ¡Viejo! ¡Una limosna por el amor de Dios!
Me dejó sola.
¡Me dejó sola...!
(Música de circo.)
¡Pasen y vean, señoras y señores, el espectáculo más grande del mundo! ¡Aquí los payasos haciendo sus gracias! ¡Allá los elefantes caminando en dos patas! ¡De aquel lado los acróbatas acompañados por las lindas señoritas! ¡Pasen y vean a los mabala... malala... balama... blamala...!
(Se corta la música.)
Nunca he estado en un circo.
Para qué, si no puedo ver todas las cosas que hay. El viejo dice que las mujeres del circo tienen el pelo amarillo... Debe ser así como rasposo... ¿Viejo? ¿Ya llegas­te
(Tantea una cerradura.)
Dicen que en el circo hay pulgas que bailan.
Una limosnita...
Para qué quieren que bailen, digo yo.
Una limosnita por el amor de Dios... Una limosni­ta... ¡Una limosnita! ¡Se abrió!
(Entra.)
¿Señora? ¿Está la señora de la casa? ¿No me darían una limosnita de comida? ¿Señor? ¿Y esto? Qué raro... Tiene forma de... (Lo tira, asqueada.) Tengo ham­bre. (Suenan seis campanadas.) Son las seis y no he comido. Siempre como a las tres. ¿Dónde estará la comi­da en esta cochina casa? (Enciende la radio casi por error. Suena una pieza instrumental.) ¡Hay música! ¡Eso quiere decir que no todos se fueron! (Tararea y sigue el ritmo; busca.) ¡Aquí sí debe haber comida! (Se acaba la música. La radio queda en silencio.) ¿Y ahora? A lo mejor se desconectó la radio... Sí, se desconectó... ¡Uf! ¡Esto apesta! (Trata de tragar. Escupe. Contiene las arcadas.) Debería darle vergüenza, señora; dejar que la comida se descomponga y huela tan feo. no ponga esa cara, ¿me oyó? Ji, ji. Es una vergüenza, no tiene otro nombre. (Risitas. Oye algo.) ¿Señora? ¿Es usted? Si hay alguien, que conteste. ¿Viejo? (Sale de la casa, tropezán­dose.)
Una limosnita por el amor de Dios. Una limosnita por la salvación de su alma.
Ya perdí la cuenta de cuándo se fue la gente. La gente no se va así porque así. Debe pasar algo grave, como un terremoto. Dejaron hasta los coches. (En la ventanilla de un coche:) ¿Señor? ¿Hay algún señor aquí? (Se dobla de hambre.) ¡Ay...! (Suenan seis campanadas.) Ya son las seis y no he comido.
(Saca su campanita de ciega.) Lo peor es que aquí nadie me va a ayudar a cruzar la calle. Pero si los carros están muertos... (Camina entre los coches, tocando la campanita.) No se muevan, malditos... No se muevan... No se muevan... ¿Y si cambia el semáforo? (Regresa corriendo.) Los semáforos deben ser horribles. Del otro lado está mi casa, pero no tengo nada para comer. ¿Y si viene alguien y me ayuda a cruzar? (Esconde la campa­nita.)
Lo peor es que nadie me da limosna. Pero tampo­co hay qué comprar.
Cuando era pequeña el viejo me decía que yo tenía cara bonita, como de artista. Después ya nunca me dijo. Si le hubiera abierto la puerta él estaría conmigo.
(Suena un teléfono.)
¡Hay gente! ¡Sí queda gente!
¡Abra, señor, por favor! ¡Le digo que abra! ¡Contes­te el teléfono, que le están hablando! ¡Abra! ¡Ábrame, por el amor de Dios! (Deja de sonar el teléfono.) ¡Ábrame! ¡Señor, por Dios...! ¡Señor...!
Tengo hambre. (Suenan seis campanadas.) Ya son las seis y no he comido nada. (Se sienta.) No debí pelear­me con el viejo, pero él me obligó. Las cosas son como son, y ni modo que le abriera la puerta. Y menos borra­cho.
Cuando era niña me decía que tenía piernas de bailarina. El sí sabe cómo son las piernas de las bailari­nas. (Vals. Sigue el ritmo con la cabeza. Con las manos. Con el cuerpo.) El me enseñó a bailar sin moverme de mi lugar. Aflójate y siente la música, me decía... (Baila.) Las luces... Los ojos que me miran... Los ojos viéndome a mí... a mí... a mí... (Cesa la música. Baila y tararea. Choca contra una puerta.) Está cerrada. (Camina.)
Deben ser bonitas las piernas de las bailarinas. (Tropieza sin caer. Sale. Se apaga la luz. Suena su cam­panita de ciega.)
Una limosnita por el amor de Dios... Una limosnita por la salvación de su alma... Una caridad para esta pobre ciega...
Hola, viejo... Una limosnita por la caridad... Sabía que te iba a encontrar, como cuando jugábamos a las escondidas... Una caridad... No te oigo... Una caridad... Habla más fuerte... (Suenan seis campanadas.) Son las seis y no he comido, viejo... Sí, ya te perdoné... ¿Eh? ¿Vie­jo? Habla más fuerte, que no te oigo... Más fuerte, te digo... ¿Dónde se fueron todos? Ah... Te estuve buscan­do... No; todas las puertas están cerradas, menos una... Una limosnita por la salvación de su alma...
(Se enciende la luz. La ciega camina, desfallecida.)
Dime otra vez como me decías antes... Anda... Cuéntame de las muchachas de pelo amarillo... Estás muy frío, viejo; mejor no me toques... ¿Dónde se fueron todos, entonces? Anda, dime como me decías antes... ¡Ah...! (Se oye un teléfono.) ¿Oyes? Nos están hablando... Estás muy frío, no... ¡¡Estás muy frío!! (Va cayendo al suelo, sentada. Llora.) Estás muy frío... Estás muy frío... Estás muy frío... Frío...
Una limosnita por el amor de Dios. Una limosnita para esta pobre ciega. Una limosnita por la salvación de su alma.
(Sigue sonando el teléfono. Fade‑in: ruido de automóviles y conversaciones de calle. Música de circo.)

martes, junio 20, 2006

El viejo no durmió esa noche

Del libro Terceras personas.





El viejo no durmió esa noche. Yo tampoco. Creo que no dormí, no sé, a lo mejor estaba delirando y en medio de los monstruos oía al viejo decir estupideces. El viejo sólo hablaba estupideces. Talvez ahora le esté diciendo estupideces a los gusanos y ellos se ríen cada vez que lo muerden.
Pero no eran monstruos, eran los colores oscuros llenos de formas muy así, como cuando uno tiene fiebre. Una vez vi al diablo. También era un color, pero más fuerte, por eso supe que era el diablo.
Creo que esa noche el viejo lloró. También puede ser que se estuviera riendo. A veces le pasaba. También cuando se reía se le salían las lágrimas. No me atreví a abrir los ojos porque me hubiera pedido dinero y si no se lo daba me hubiera amenazado con matarse. Como la vez que se puso la navaja en el pescuezo y me dijo que si no le daba dinero se lo cortaba. Córteselo pues, le dije, y él se rio y echó unas lágrimas como de plomo.
No sé a qué horas abrí los ojos, pero el viejo ya estaba dormido. Cuando soñaba con él era gris, lleno de puntitos raros.
Tenía la boca abierta. No aguantaba verle los dientes, no se los lavaba. Los tenía verdes, como los ojos, bien parejitos, bien recortaditos, parecían de plástico. Me daba asco pensar que tenía dientes de plástico.
Me paré despacito para que no me oyera y él se enderezó y levantó la cabeza. Se rió de medio lado, como siempre que me pedía dinero. Un hilito de saliva le cayó en la camisa. Me dijo buenos días y después se puso a temblar. Lávese los dientes, viejo cochino, le dije, pero sólo pujó.
Me dijo que si no sentía frío, que él se estaba congelando y no había podido dormir, que yo me veía tan a gusto que no me quiso despertar. ¿Y para qué me iba a despertar?, le pregunté, y me dijo que para platicar un rato.
El viejo se rascó las verijas y me dijo que ojalá que no lloviera. El viejo era tonto. No sabe que en invierno nunca llueve. No sabía, quiero decir.
Me dijo que si quería iba a comprar leche y pan para desayunar. Le dije que no, para ver qué contestaba. Entonces deme unos doscientos pesos para curármela, me dijo.
Agarré la navaja y se la enseñé. No le gustó que se la enseñara porque se hizo para atrás. Ya sabía lo que seguía, viejo ladino. No se le olvidaba la vez que le dije que me daba asco verle los dientes y le puse la navaja en la boca, detrás de los dientes. Se los voy a arrancar a navajazos, viejo puerco, le dije, a ver si así se los lava. Ni así. Parecía perro asustado. Siempre parecía perro asustado.
Doscientos présteme, me dijo, sólo ciento cincuenta. Me dio risa. Se los di, pero le dije que si se emborrachaba se quedaba afuera o en cualquier parte, que al cuarto no entraba borracho. Cada vez que se emborrachaba regresaba oliendo a mierda y no se acordaba de nada. Esa vez quiso que le diera cien pesos más y se puso necio. Entonces fue que me enojé con él. Le dije que era un viejo maricón y él me escupió y yo me enojé más.
No sé cómo aguanté tanto tiempo al viejo. Se parecía a mi abuelo, un poco más alto y más viejo. Así era mi abuelo y después se murió. Cuando lo sueño mi abuelo es amarillo.
Una vez el viejo se tomó la botella de loción que me regaló Rocío. Le dejó los labios bien resecos. Rocío también se murió, pero por puta.
Mi abuelo tomaba alcohol de farmacia con jugo de naranja. Una vez me dio un poco y mi mamá lo regañó porque vio que yo estaba llorando y me compró un helado. De fresa, me acuerdo. De leche con fresa.
El viejo llegó cuando Rocío acababa de morirse. Me hizo compañía. Viejo, vaya y cómpreme cigarros, le decía, y él iba. Siempre se quedaba con el cambio y por eso le daba el dinero justo. Una vez le di uno de a mil y lo dejé afuera toda la noche porque regresó borracho. Cuando se emborrachaba mucho lo dejaba afuera y al otro día me pedía perdón.
Varias veces me robó dinero. Lo escondiera donde lo escondiera él siempre lo encontraba. Por eso me lo ponía en la parte de adelante del calzoncillo. El viejo podía ser cualquier cosa, pero no maricón. Yo lo quería. Ahora ya le perdoné que me haya escupido.




Los colores dicen más que las caras. Uno sabe lo que está soñando porque los colores no mienten. Aquí todas las caras son iguales, sin chiste. Afuera uno escoge si está enojado o contento o con cara de estúpido como el viejo. Aquí no. Ninguna cara dice nada. Como la cara de mi mamá, ni cuando el abuelo le pegaba, o mi papá. Mi mamá tiene cara de palo.
A lo mejor yo también tengo cara de palo. Prefiero no ver el espejo porque los colores del espejo son muy sin gracia. El muchachito que se sentaba frente a mí en el comedor era el único que no tenía cara de palo, aunque no se riera nunca. Hablaba bien, casi como mujer. No era maricón, porque una vez lo soñé verde. Los maricones son azules y con brillos. Además las caras de los maricones tampoco dicen nada cuando vienen aquí. Una vez Ciro le pegó al muchachito, hasta lo mandó a la enfermería. Nadie le volvió a pegar, quizás por lástima.




A mí todavía me quedan catorce o quince años. Para entonces ya no voy a saber cómo es la vida allá afuera. Sólo dan una hora para salir al patio. Después hay que estar todo el día en el pasillo. Conmigo nadie se mete. Una vez uno me preguntó y le dije por qué estaba aquí y nadie me molestó nunca. Yo no maté al viejo, pero cuando les cuento me dejan en paz.
Tenía unos ojos bonitos, verdes y llenos de arrugas. Era lo único bonito que tenía el viejo.
Ni que se hubiera caído el mundo.
Unos siete años con buena conducta. Seis o siete. Quizás ocho. No sé. Lo peor es que aquí el tiempo no pasa. No pasa, en serio, no pasa. Ni aunque uno corra o platique hasta que le duela la cabeza. No pasa. Cuando es de día todas las horas son iguales, también cuando es de noche. Sólo cuando está oscureciendo o cuando va a amanecer son diferentes. Por eso me despierto temprano.
Los colores no son aburridos, por eso me gusta dormir. Pero no siempre puedo soñar.
De veras, ni que se hubiera caído el mundo. Ni que el viejo le hiciera falta a nadie. Pinche viejo. Le hubiera sacado las tripas. Yo lo recogí, yo lo cuidé la vez que se enfermó, yo le di para que se emborrachara. Se parecía a mi abuelo.
Le hubiera metido la navaja por atrás. Al menos me hubieran agarrado por una razón justa. Porque a quién más le importaba el viejo. Cuando andaba en la calle lo miraban con asco, la boca le olía a mierda. Pero yo lo tenía en mi cuarto, vivió conmigo dos años. El Pecas está aquí porque mató a una señora. Ni siquiera la conocía y la mató. Yo sí conocía al viejo, le daba para comida y para trago, viejo cabrón. Si no fuera por él no estaría aquí. Pero él debe estar pudriéndose y a lo mejor así se le quita el olor a mierda. También Rocío. A lo mejor ya sólo quedan los huesos de los dos, y los huesos no apestan. No sé si apestan, quiero decir.




En las películas las cárceles se ven diferentes. Verdes. Bien verdes y llenas de rejas. Aquí hay puertas. Además los policías no tienen caras de malos. Son cabrones, pero no tienen caras de malos, y también se aburren. A veces se ponen a jugar damas con el Toques y el Payaso.
Aquí no podría escaparse uno como en las películas. Los policías tienen cara de buena gente, pero no faltaría el que me diera dos balazos. Yo no sé disparar. El cuchillo sí sé usarlo, por la carnicería, pero la pistola no. El viejo olía a mierda y yo olía a sangre. Pero es preferible oler a sangre.
Por lo menos deberían poner un reloj para que veamos que el tiempo sí pasa. Pero mejor no. Siempre estaríamos viendo el reloj y las horas serían más iguales.




No sé si tengo cara de palo o qué. Por lo menos nadie se mete conmigo.
Con los colores uno no tiene tiempo de aburrirse.




Ojalá que no se haga de noche. No sé si voy a poder dormir.




Nada más salga de aquí voy a ir y le voy a pegar otra vez a ese sargento hijo de su chingada madre. Lo voy a dejar peor que la otra vez. Me encabrona que se coja a mi mamá. Mi mamá debe ser como todas las mujeres. Ni siquiera se esperó un año para estar segura de que mi papá no iba a regresar. Se murió el abuelo y a la semana ya estaba el sargento llegando todos los días. Hasta llevó una televisión, pero mi mamá nunca la encendía porque salía muy alta la cuenta de luz. El tenía una casa bonita. Una casa pintadita de blanco y rojo con cortinas de flores. Allí vivían su mujer y sus hijos. Mi mamá sabía que era casado, pero él le daba dinero y se la cogía. Mi mamá me mandaba a comprar tortillas de harina para que me tardara, siempre había bastante gente, pero yo me quedaba para oírlos. Una vez los vi. Me dio asco ver a mi mamá con los pies sobre las nalgas del gordo. El sargento casi no tenía pelos. Mi mamá se movía muy rápido, como si le gustara. Se veía ridícula, ella tan delgadita y con ese cerdo encima. Cerda ella. Respiraban como si se estuvieran muriendo. Así era Rocío, pero era diferente. Cada vez que me llevaban un puerco a la carnicería me acordaba de ellos, por eso los bisteces no me quedaban bien. Lo que más coraje me daba era que ni siquiera cerraban las cortinas, ni se desvestían bien. Mi mamá esa vez tenía el vestido remangado y el cerdo sólo se había bajado el pantalón. No me gustan los ojos de los cerdos.
Eso sí, por lo menos el, viejo la tenía grande, no como la del sargento, que era del tamaño de la mía. A veces se le paraba al viejo cuando dejaba de tomar dos o tres días y se le hacía una como carpa. Una vez se le salió. La tenía negra. A lo mejor no se la lavaba. Le dije que se la iba a cortar para colgarla en la pared y se asustó, se la metió. Después se fue al baño y cuando volvió tenía todo mojado. Viejo cerdo.




Pero las mujeres también escupen cuando se enojan.




Estoy caliente. Tengo ganas de metérsela a alguien, ya me aburrí de hacérmela, quiero meterla. Me duelen los huevos. Si estuviera Rocío se la metería.
No entienden que a uno le den ganas. A otros los visitan sus esposas cada quince días, cada mes, también sus hijas. A mí nadie. Ni mi mamá porque le pegué a su sargento hijo de la chingada cerdo. Si él puede coger por qué yo no. Ya estoy cansado de hacérmela, se me pela, se me caen pellejitos como la vez que Rocío me mordió. Si no se hubiera muerto ella vendría. Pero pendeja.




Trajeron un policía nuevo. Dicen que el otro se fue porque el Payaso lo amenazó con matarlo. Parece que le hizo trampa jugando damas.




Mi papá decía que mi mamá era puta, que le ponía los cuernos con cualquiera, y le pegaba. Al final la dejó, dijo que por puta. Yo creo que era cierto porque luego luego llegó el sargento cerdo. Me imagino que Rocío era igual. Por eso se murió, por puta. Acababa de coger cuando la mataron, y ni siquiera en un hotel de lujo. HOTEL, nada más. Le sacaron los ojos. El dueño del hotel luego dijo que ya antes la había visto llegar con hombres. A lo mejor hasta cobraba.
Yo nunca me acosté con otra cuando vivía con ella. Antes sí, con la flaquita del edificio de junto, pero porque una vez la vi en calzones cuando salió de bañarse, y con mi prima la Nena, cuando le pegué al sargento y me fui con mi tío Eloy, y después sólo con dos putas.
Al menos el viejo nunca me engañó en nada. Me tenía miedo, pero me quería. Ojalá hubiera sido mujer y treinta años más joven.

martes, mayo 09, 2006

Instructions pour vivre sans peau
(fragmento)

Versión de Thierry Davo, publicada por la editorial Cénomane de Le Mans.




Ce que vous essayez de comprendre, au fond, c’est le sens de ce nœud dans votre gorge que vous camouflez derrière votre sourire implacable, celui que vous réservez à vos amis – vous n’avez pas d’amis – et à vos éventuelles maîtresses, ce sourire que vous avez passé votre vie à repasser devant votre miroir : une structure faite d’os, de muscles, de nerfs et d’âme qui vous sert à marcher à grands pas dans la rue et à rentrer chez vous avec un soupir de soulagement : le regard bien modulé, les joues distordues, délicatement asymétriques, un haussement imperceptible des sourcils et les dents aussi pures que la conscience d’un ange, même si cette blancheur, c’est ce qu’enseigne l’histoire des anges, est plus cosmétique que spirituelle.
Vous ne parlez pas de ce dont vous avez réellement envie de parler. Vous parlementez, et vous le faites avec une certaine grâce. Vous négociez avec votre silence. Vous ne direz rien qui ne soit la stricte réponse à ce qui vous est demandé, et même ainsi, il sera nécessaire d’avoir recours à des pinces ou à des marteaux pour obtenir ce que, par ailleurs, nous n’avons nullement besoin d’obtenir : pour nous, il n’est pas nécessaire que vous parliez, et il est bon que vous le sachiez. Notre mission est tout autre, si l’on peut parler de mission, ou d’obligations, si l’on peut dire qu’il s’agit pour nous d’aller au-delà de notre volonté, à supposer qu’il s’agisse bien de volonté, et non de quelque chose de plus profond et en même temps de plus élémentaire, comme pour vous le fait de manger, ou bien, pour les autres mortels, rire et rêver (vous êtes mortel.)
Bien que vous ayez besoin de dire certaines choses, vous avez, comme tous ceux qui viennent ici, la ferme intention de ne rien dire. C’est un jeu : vous êtes venu pour vous défaire de la vérité – de ce nœud qui vous étouffe - ; mais si cela est possible, vous mentirez, ou vous évoquerez les Hauts Faits de Votre Vie comme s’ils étaient insignifiants. Vous exalterez ce qui n’a pas d’importance, vous occulterez intentions et passions. Et si vous triomphez – c'est-à-dire si vous échouez et ne parlez pas – vous vous sentirez satisfait. Satisfait, mais pas heureux, car il ne s’agit pas non plus de bonheur. En aucun cas vous ne serez heureux. Même si vous dites tout ce qu’il est nécessaire que vous disiez, même si l’on vous arrache la peau, vous ne serez pas heureux. Et peu importe que vous parliez ou non, parce que nous obtiendrons de toute façon ce que nous souhaitons : vos secrets, qui sont la géographie de votre âme, le guide permettant d’en découvrir les moindres recoins.
Ici, votre intimité n’a aucun prix, seuls comptent vos désirs et vos espoirs. Ici, votre costume – ce bouclier – n’est au plus qu’un prélude à votre nudité. Cependant, vos chaussures et vos sous-vêtements ne seront ni tachés ni éclaboussés. Vos cheveux non plus. Pas même votre âme.
Sachez-le : vos mouvements seront minutieusement enregistrés et analysés. Personne ne jugera votre manière de déféquer ou de satisfaire aux exigences de votre corps, vos petits vices et vos grands vides ; nous sommes des observateurs discrets. Nous ne voulons que les clés de votre âme.
Chacun désire quelque chose de différent : célébrité, conscience, pouvoir, sécurité, reconnaissance… Vous, ce que vous souhaitez, c’est que disparaisse ce nœud dans votre gorge. Vous voulez vomir, et c’est pour cela que vous êtes venu jusqu’à nous. Vous n’y prendrez aucun plaisir, mais si vous y parvenez, vous pourrez dormir sans craindre l’asphyxie et sortir dans la rue sans avoir l’impression que tout ce qui entre par vos yeux, vos oreilles, votre peau – la peau, cependant, est un thème à part – se dépose dans votre gorge comme le bouchon de cheveux et de graisse qui obstrue la canalisation d’un lavabo.
Ne pensez pas en termes de psychanalyse. La psychanalyse tente d’exterminer les cadavres de l’âme et promet un bonheur d’autant plus grand que la douleur nécessaire pour l’atteindre aura été intense. Elle promet le purgatoire : un enfer provisoire face auquel le bonheur se réduit au panorama ennuyeux d’une éternité passée à chanter des psaumes en présence d’un être indifférent. Mais, qui souhaite être heureux ? Et qui peut être ce qu’il est, la seule chose qu’il puisse être, sans ses cadavres ? Non seulement ces cadavres si frais et pimpants qu’ils donnent envie d’être embrassés parce qu’ils ont encore entre les lèvres la chaleur du dernier souffle ; non seulement ceux qui sont déjà os et presque cendres, si vieux qu’ils seraient décoratifs dans les meilleurs salons ; mais aussi ceux qui sont en plein épanouissement, qui grouillent de couleurs et de bactéries, qui crèvent en pustules et explosent en odeurs affolées. Ces derniers seuls remuent l’âme et les souvenirs, obligent à penser à autre chose, à penser sérieusement, à chercher des chemins et des raisons, à fuir.
Peut-être l’image des cadavres vous semble-t-elle vulgaire, mais c’est parce que les gens (s’il vous plait, pensez « les gens » entre guillemets) ont eu sur vous une influence négative. Et ce sont « les gens » - cet animal stupide – qui ont décidé pour vous, en choisissant entre la mort – vos cadavres – et une perception plus prophylactique de la vie, haleine fraîche le matin, football et quelques bières le dimanche. C’est pour cela que vous êtes certain que certaines choses ont bon goût si elles sont préparées d’une certaine façon et avec certains condiments, qu’elles ont mauvais goût si elles présentent un certain aspect ou proviennent de certaines sources ; que certaines couleurs ne sont pas appropriées à certaines choses, que l’odeur des cadavres est nauséabonde, sans parler de leur goût supposé qui, du strict point de vue des hyènes, ne doit pourtant rien présenter de mauvais ; que la matière fécale doit être occultée, voire niée, et que la fin ultime des choses – appelez-la corruption ou entropie- est une vision terrible : même en philosophie la pudeur et le dégoût sont plus forts que le besoin de savoir.
En regardant d’un peu plus près le fond de vos désirs, vous verrez qu’on éprouve également du plaisir à être replié sur soi-même, en compagnie de milliers et de milliers de cadavres, un pour chaque acte de votre vie, un pour chaque instant de plaisir et d’angoisse, de luxure et de colère. Et ces cadavres, c’est votre vie. Si vous l’oubliez, vous n’aurez plus qu’à sombrer dans la folie ou mettre fin à vos jours – il existe des techniques notables, que nous pourrions vous enseigner -, ou encore vous résigner à la pire des possibilités, celle qu’offre la psychanalyse : la paix de l’esprit.
Ce n’est pas la paix que vous recherchez, ni vous ni personne, même si c’est ce que vous proclamez dans les bars, les églises et dans la solitude des toilettes. La paix est stupide. La paix est immobile. La paix, c’est l’absence d’idées utiles. Idées utiles : celles qui font vivre compulsivement, avec dignité. Celles qui vous causent de temps en temps des insomnies et, peut-être, si vous n’y prenez garde, vous font pleurer jusqu’à ce que le vide – le vide, et non la paix – se transforme en rêve et vous permette de jouir au réveil de la douce impuissance de penser à votre nom comme à une donnée sans substance.
Vous pouvez vomir vos cadavres, mais pas oublier le plaisir ou la terreur que provoquent leur souvenir ; ni la jouissance que procurent leur odeur et leur texture. Ni leur goût, bien sûr, le goût unique de la chair de votre propre espèce. Vomir ne vaut la peine que si votre objectif est de faire du vide afin que d’autres cadavres – plus frais, plus appétissants – occupent la place des anciens : il est indispensable de se renouveler.
Ne dites pas que ces cadavres ne sont pas les vôtres, que vous les avez trouvés abandonnés dans votre cuisine, à côté du réfrigérateur, que vous n’avez pas eu le cœur de vous en débarrasser, et que vous les avez donc archivés, bien classés, au seul endroit où ils pouvaient trouver de la chaleur, un peu d’humidité et un contact humain : votre gorge. Vous avez assassiné chacun de vos morts. Vous les avez abandonnés aux intempéries afin que le soleil les dévore, ou vous les avez plongés dans la chaux vive, ou jetés à la mer, là où les cadavres, au bout de quelques jours, dévoilent leurs possibilités les plus intéressantes.
La psychanalyse désire désespérément que vous vous défassiez de vos cadavres et que vous les remplaciez par une paix sans sépultures, ce qui ferait de vous un cimetière sans morts, image pathétique s’il en est. Il y a quelque chose d’essentiel dans une âme qui serait comme une ville après la peste, aussi tranquille, aussi agitée. Et aussi belle.
Vous pouvez demander beaucoup plus, ou beaucoup moins, mais cela ne vaudrait pas la peine.

Instrucciones para vivir sin piel
(fragmento)

Novela aún inédita en español, publicada por editorial Cénomane, de Le Mans, en 2004, en traducción de Thierry Davo.




Lo que usted en realidad intenta entender es de qué se trata el nudo en la garganta que esconde detrás de esa sonrisa implacable, la que les dedica a amigos —usted no tiene amigos— y amantes eventuales, la sonrisa que durante toda la vida ha ensayado frente al espejo: esa estructura formada por huesos, músculos, nervios y alma que le sirve para salir a la calle con pasos largos y regresar con un suspiro de alivio: la expresión de los ojos bien modulada, las mejillas distorsionadas de manera suavemente asimétrica, un leve alzamiento de cejas y los dientes puros como la conciencia de un ángel, aunque la historia de los ángeles demuestra que ese blanco es más cosmético que espiritual.
Usted no habla de lo que verdaderamente desea hablar. Negocia, y lo hace con cierta gracia. Negocia con su silencio. No dirá nada que no sea estricta respuesta a lo que se le pregunte, y aun así será necesario usar pinzas o martillos para obtener lo que por otra parte no necesitamos obtener: no es nuestra necesidad el que usted hable, y es bueno que lo sepa. Nuestra misión es otra, si puede hablarse de misiones o de obligaciones, si puede hablarse de hacer cosas más allá de nuestra voluntad, si lo nuestro es voluntad y no algo más profundo y básico, como para usted lo es comer, o como lo son reír y soñar para los demás mortales. (Usted es mortal.)
Aunque necesite decir ciertas cosas, sus intenciones, como las de todos los que llegan aquí, son las de no decir nada. Es un juego: vino para deshacerse de la verdad —de ese nudo que lo ahoga—, pero si es posible mentirá, o dirá de los Grandes Hechos de Su Vida como si fueran poca cosa, magnificará lo que no tiene importancia, ocultará intenciones y pasiones. Y si triunfa —es decir: si fracasa y no habla— se sentirá satisfecho, aunque no feliz, porque tampoco se trata de ser feliz. En ningún caso será feliz. Aunque diga todo lo que es necesario que diga, aunque le arranquen la piel, no será feliz. Y no importa si habla o no, porque de cualquier manera obtendremos lo que queremos: sus secretos, que son el mapa de su alma, la guía para llegar a cualquier rincón de su alma.
Aquí su intimidad no tiene valor, sino sus deseos y sus esperanzas. Aquí su traje sastre —ese escudo— es apenas un preludio para la desnudez. Aquí, sin embargo, sus zapatos y su ropa interior no sufrirán de manchas ni salpicaduras. Tampoco su cabello. Ni siquiera su alma.
Sépalo: sus movimientos serán minuciosamente registrados y analizados. Nadie juzgará su manera de defecar o de satisfacer las exigencias de su cuerpo, sus pequeños vicios, sus grandes vacíos; somos observadores discretos. Sólo queremos las claves de su alma.
Cada quién desea algo diferente: fama, conciencia, poder, seguridad, reconocimiento. Usted desea que desaparezca ese nudo en la garganta. Usted quiere vomitar, y por eso llegó hasta nosotros. No obtendrá placer de ello, pero si lo logra podrá dormir sin miedo a la asfixia y salir a la calle sin sentir que todo lo que entra por sus ojos y sus orejas, por su piel —la piel, no obstante, es un tema aparte—, se deposita en su garganta como el tapón de pelo y grasa que obstruye la tubería de un lavabo.
No piense en psicoanálisis. El psicoanálisis intenta exterminar los cadáveres del alma y promete una felicidad más grande cuanto más intenso sea el dolor necesario para llegar a ella. Promete el purgatorio: un infierno provisional ante el cual el tedioso panorama de una eternidad de cantar salmos ante un ser indiferente es la felicidad. Pero ¿quién desea ser feliz? Y ¿quién puede ser lo que es, lo único que puede ser, sin sus cadáveres? No sólo sin esos cadáveres tan frescos y rozagantes que dan ganas de besarlos porque todavía tienen el calor del último aliento entre los dientes; no sólo los que ya son hueso y casi ceniza, tan antiguos que resultarían decorativos en los mejores salones, sino los que están en pleno florecimiento, que bullen de colores y bacterias, que revientan en pústulas y destellan olores enloquecidos. Ésos son los únicos que remueven el alma y los recuerdos y obligan a pensar en otra cosa, a pensar en serio, a buscar caminos y motivos, a huir.
Quizá la imagen de los cadáveres le parezca vulgar, pero es porque la gente (por favor, piense entre comillas: “la gente”) ha tenido una influencia negativa sobre usted. Y es “la gente” —ese animal estúpido— la que ha decidido por usted al escoger entre la muerte —sus cadáveres— y un sentido más profiláctico de la vida, con buen aliento por las mañanas, fútbol y algunas cervezas los domingos. Por eso está seguro de que ciertas cosas saben bien si se preparan de cierto modo y con ciertos condimentos, que saben mal si presentan cierto aspecto o si provienen de ciertas fuentes; que ciertos colores no son los adecuados para ciertas cosas, que el olor de los cadáveres es nauseabundo, para qué hablar de su posible sabor que, visto desde la perspectiva de las hienas, nada tiene de malo; que la materia fecal debe ocultarse y acaso negarse, y que el fin último de las cosas —llámelo corrupción o entropía— es una visión terrible: hasta en la filosofía el pudor y el asco son más fuertes que la necesidad de saber.
Si mira un poco más hacia el fondo de sus deseos, se dará cuenta de que también se regocija encerrado dentro de sí mismo, en compañía de miles y miles de cadáveres, uno por cada acto de su vida, uno por cada instante de placer y de angustia, de lujuria y de ira. Y esos cadáveres son su vida. Si lo olvida no tendrá más que volverse loco o quitarse la vida —hay técnicas notables en las que podríamos instruirlo—, o quizá la peor de las posibilidades, la que le ofrece el psicoanálisis: la paz del espíritu.
No es la paz lo que usted busca, ni nadie, aunque así se proclame en cantinas, iglesias y en la soledad del baño. La paz es estupidez. La paz es inmovilidad. La paz es la falta de ideas útiles. Ideas útiles: las que hacen vivir convulsivamente, con dignidad. Las que le crean insomnio de vez en cuando y talvez, si se descuida, lo hacen llorar hasta que el vacío —no la paz— se convierte en sueño y al despertar disfruta la dulce impotencia de pensar en su nombre como en un dato sin sustancia.
Puede vomitar sus cadáveres, pero no olvidar el placer o el terror de recordarlos y regocijarse en su olor y sus texturas. Y su sabor, claro, el sabor único de la carne de su propia especie. Sólo vale la pena vomitar si su objetivo es hacer espacio para que otros cadáveres —más frescos, más apetecibles— ocupen el lugar de los anteriores: renovarse es necesario.
No diga que esos cadáveres no son suyos, que los encontró tirados en la cocina de su casa, junto a su refrigerador, y sintió pena ante la idea de deshacerse de ellos y por eso los archivó, muy bien clasificados, en el único lugar donde podían tener calor, algo de humedad, contacto humano: su garganta. Usted asesinó a cada uno de sus muertos. Usted los dejó a la intemperie para que se los comiera el sol, o los envolvió en cal o los arrojó al mar, el lugar donde los cadáveres, después de algunos días, muestran sus posibilidades más interesantes.
El psicoanálisis desea con desesperación que usted se deshaga de sus cadáveres y los sustituya por una paz sin sepulcros, con lo que usted se convertiría en un cementerio sin muertos, una imagen harto patética. Hay algo esencial en un alma que sea como una ciudad después de la peste, igual de quieta, igual de agitada e igualmente bella.
Puede pedir más que eso, o mucho menos, pero no valdría la pena.

viernes, mayo 05, 2006

Un monde où le ciel ne cesse de tomber

Traducción de Thierry Davo de "Un mundo en el que el cielo cae y cae"




–Personne ne joue comme Charlie Parker –répétai-je.
Il jeta le saxo sur le lit. Il y eut comme un bruit de métal cassé.
–Pour qui te prends-tu –me dit-il-. Tu ne sais même pas souffler.
C’était vrai.
Il s’assit à côté du saxo, sans oser le prendre. Dessous, il y avait une bouteille de bière vide. Il l’attrapa comme si ça avait été un bouclier ou une assurance-vie.
–Tu sais combien de temps je m’entraîne? Tu sais combien d’heures je m’entraîne?
–Ce n’est pas ça –lui dis-je.
–Non. Je sais que ce n’est pas ça.
Il regarda la bouteille à contre-jour. Elle était sale, couverte de graisse et de poussière.
–Ce n’est même pas ça–dit-il.
–Ca ne veut pas dire que tu joues mal.
–Mais qui sait combien de temps j’ai dormi sur une bouteille vide. C’est ça, pas vrai? Et je ne m’en étais même pas rendu compte. Je ne me rappelle même plus quand je l’ai bue. C’est ça, hein?
–Non plus -lui dis-je.
–Je souffle comme toujours –dit-il. Où est le problème? Si tu veux j’achète un autre saxo. Donne-moi une avance et j’en trouve un pas cher.
J’ouvris la porte.
–Tu sais combien de temps je m’entraîne? –dit-il.
Il était sur le point de pleurer.
–Toute la journée, j’imagine.
–Alors?
–C’est comme ça.
Que pouvais-je lui répondre d’autre?
–Tu veux entendre quelque chose? –dit-il en saisissant le saxo-. Qu’on ne te raconte pas d’histoires. Au moins écoute-moi.
Il ferma les yeux et introduisit le bec entre ses lèvres. Il souffla. Do. Ré. Mi.
Fa. Sol.
La.
–C’est de Charlie Parker –lui dis-je.
Il me fatiguait.
–Je manque d’entraînement. Ecoute.
Do. Do dièse. Ré. Ré dièse.
Il retira le saxo de sa bouche. Il manquait de souffle.
–Tu ne sais même pas souffler –me dit-il.
Il posa le saxo sur ses genoux et le caressa. On aurait dit un animal battu. Il aurait suffit de souffler dessus pour qu’il fonde en larmes.
–Tu as cent pesos? –me dit-il.
Je jetai un billet sur le lit.
–Cigarettes?
Je lui lançai le paquet et il l’attrapa au vol. Je lui dis de le garder. Qui sait d’où il sortit une boîte d’allumettes et il alluma une cigarette. Il ne m’en offrit pas.
–Tu sais à quel âge est mort Charlie Parker? –me dit-il.
–Tu peux encore cirer des souliers –lui dis-je-. Joe Louis a fini comme ça. Je ne me rappelle plus s’il cirait des souliers mais il n’en avait pas honte.
–Je peux encore –dit-il.
De l’escalier j’entendis qu’il essayait d’extraire des notes du saxo.

miércoles, mayo 03, 2006

Un mundo en el que el cielo cae y cae

Escrito entre 1990 y 1992. Publicado en varias partes, en varias versiones.




–Nadie toca como Charlie Parker –volví a decirle.
Tiró el sax sobre la cama. Algo sonó a metal roto.
–¿Quién te crees? –me dijo–. Ni siquiera sabes silbar.
Era cierto.
Se sentó junto al sax sin atreverse a tomarlo. Bajo el sax había una botella vacía de cerveza. La agarró como si fuera un escudo o un seguro de vida.
–¿Sabes cuánto ensayo? ¿Sabes cuántas horas ensayo?
–No es eso –le dije.
–No. Ya sé que no es eso.
Miró la botella a contraluz. Se veía sucia, cubierta de grasa y polvo.
–Ya ni siquiera es eso –dijo.
–No quiere decir que toques mal.
–Pero quién sabe cuánto tiempo he estado durmiendo encima de una botella vacía. Eso es, ¿verdad? Y ni siquiera me había dado cuenta. Ni siquiera me acuerdo de cuándo me la tomé. Eso es, ¿verdad?.
–Tampoco –le dije.
–Soplo igual que siempre –dijo–. ¿Cuál es el problema? Si quieres compro otro sax. Dame un adelanto y consigo uno barato.
Abrí la puerta.
–¿Sabes cuánto ensayo? –dijo.
Estaba a punto de llorar.
–Me imagino que todo el día.
–¿Entonces?
–Así las cosas.
¿Qué más podía contestarle?
–¿Quieres oír algo? –dijo agarrando el sax–. Que no te cuenten. Por lo menos óyeme.
Cerró los ojos y se puso la boquilla en la boca. Sopló. Do. Re. Mi.
Fa. Sol.
La.
–Es de Charlie Parker –le dije.
Me estaba fastidiando.
–Estoy fuera de práctica. Oye.
Do. Do sostenido. Re. Re sostenido.
Se quitó el sax de la boca. Le faltaba la respiración.
–Ni siquiera sabes silbar –me dijo.
Se puso el sax sobre las rodillas y lo miró. Parecía animal apaleado. Bastaba con soplarlo para que se echara a llorar.
–¿Tienes cien pesos? –me dijo.
Le tiré un billete en la cama.
–¿Cigarros?
Le tiré la cajetilla y la pescó al vuelo. Le dije que se quedara con ella. Quién sabe de dónde sacó una caja de cerillos y encendió un cigarro. No me ofreció.
–¿Sabes a qué edad murió Charlie Parker? –me dijo.
–Todavía puedes lustrar zapatos –le dije–. Joe Louis terminó así. No me acuerdo si lustraba zapatos, pero no le daba vergüenza.
–Todavía puedo –dijo.
Desde la escalera oí que trataba de sacarle notas al sax.