domingo, noviembre 19, 2006

De vez en cuando la muerte

Fragmento. Publicada por la Dirección de Publicaciones e Impresos, San Salvador, 2002.




Un día apareció en una delegación una muchachita asustada. No tendría más de catorce años. Era flaca, pequeña y tenía la ropa desgarrada.
–Acabo de matar a mis tíos –le dijo al policía de la entrada–. Vengo para que me metan presa.
Cualquiera, en las mismas circunstancias, se hubiera revolcado de la risa, pero el policía la tomó en serio y la llevó con el agente del ministerio público: la muchacha estaba cubierta de sangre desde los pies, que llevaba descalzos, hasta el cabello, largo y lleno de nudos.
El agente del ministerio público la pasó con un médico antes de interrogarla. Después de los exámenes la bañaron y la revisaron minuciosamente. Había poco de su cuerpo que no tuviera cicatrices. Era un catálogo de golpes y heridas de todos los tamaños y colores.
No tenía uñas, ni en las manos ni en los pies. Se las habían arrancado y en su lugar había costras, la mitad infectadas. Las palmas de las manos estaban desgarradas, como si le hubieran arrancado tiras de piel. El pecho, el estómago, las nalgas, la espalda, estaban repletos de cicatrices de quemaduras y de heridas de todos los tamaños y formas. Le habían grabado a cuchillo un nombre debajo del ombligo: Graciela.
–¿Así te llamas? –le preguntó el médico.
–No –contestó–. Así me decían.
No hubo modo de sacarle su verdadero nombre.
Tampoco hubo modo, al principio, de sacarle mucho más, excepto que había matado a sus tíos porque no la dejaban salir a la calle desde hacía un año. Que la golpearan y todo eso estaba bien, pero ella quería ir al cine. Según el médico las cicatrices eran recientes, cinco o seis meses las más antiguas.
Graciela llevó a los policías a la casa donde supuestamente había matado a sus tíos. Era nueva y bien cuidada, con un jardín lleno de rosales. El interior estaba decorado con pompa y mal gusto: alfombras blancas de varios centímetros de espesor, muebles Luis XV, rebordes dorados, papel tapiz aterciopelado y muñequitos de porcelana por todas partes. El día anterior de seguro todo había estado arreglado y limpio. Lo que encontraron ese día fue mucho más que desorden y polvo: regados por la alfombra, sobre un piano Steinway, embarrados en las paredes, sobre las porcelanas, dentro de los trastos de cocina, debajo de las camas, en todas partes, había trozos de carne, vísceras y huesos que después se descubrió pertenecían a dos seres humanos y a un perro pequeño.
–Yo los maté –decía la niña con candidez–. Anoche los maté.
Encontraron las armas utilizadas para matar y descuartizar a sus tíos y al perro: un par de cuchillos de cocina, un hacha para picar carne, tres destornilladores, una cuchara afilada. Los legistas opinaron que la muerte se había producido mientras dormían, y que buena parte del descuartizamiento había ocurrido en la cama, pero no se atrevieron a especular sobre cómo pudo Graciela despedazarlos tan a conciencia en las diez o doce horas que dijo haber usado. Determinaron, y de eso no le quedó duda a nadie, que la niña no podía ser la asesina, a pesar de que todo estaba repleto de sus huellas. No tenía la fuerza suficiente para hacer toda esa carnicería. Ella insistía en que los había matado; un par de días después por fin explicó paso a paso cómo los había destazado, y el relato coincidió con la reconstrucción del forense.
También contó cómo le habían producido las cicatrices. Dijo que sus padres la habían enviado con sus tíos un par de años antes para que estudiara la secundaria, desde un pueblo de la Huasteca. Pero nunca la mandaron a la escuela: la usaron para que ayudara a la sirvienta con los quehaceres y mandados. Lo verdaderamente malo empezó cuando la sirvienta resultó embarazada, fue despedida y Graciela se quedó sola con ellos.
Al principio le daban un par de bofetadas si rompía una taza o si no limpiaba bien los anaqueles repletos de muñequitos; después empezaron a usar un fuete y al final ya no hacía falta ningún pretexto para que la desnudaran y, sobre la mesa del comedor, la quemaran con cera de velas o con cigarros, la marcaran con un abrecartas o le arrancaran las uñas. La tía, según Graciela, disfrutaba viéndola sangrar; el tío solamente cumplía los caprichos de su esposa.
Buscaron a los padres de la niña, pero no dieron señales de vida; simplemente no existía el pueblo de donde decía provenir. Se buscó al verdadero asesino que, según la policía, no podía ser Graciela, pero no apareció. Los amigos y vecinos dijeron que los asesinados no tenían hijos, que vivían solos con su perro, que eran gente de bien –él era dueño de una ferretería, ella era ama de casa– y que no tenían idea de quién diablos fuera Graciela. En la casa no apareció una sola referencia a ella, ni un papel, ni una foto, ni una carta. Nada. Ni ropa, ni el colchón donde dijo que dormía, debajo de la escalera.
El juez mandó a la niña a un hospital psiquiátrico; le encontraron todo un catálogo de desajustes. Como a los seis meses escapó y no se volvió a saber de ella.
Con ese caso me había estrenado como reportero de nota roja unos veinte años atrás. Por ese entonces todavía creía que podía llegarse al fondo de las cosas. Mi jefe seguramente quiso darme una lección y lo logró: todo en ese caso era imposible, como si lo hubiera escrito un mal guionista.
Entrevisté dos veces a Graciela, una en los separos (donde no podían consignarla por ser menor de edad) y otra en el psiquiátrico. Era una niña tierna y tímida, que lo único que quería era que alguien la invitara al cine y le comprara palomitas de maíz. Sin embargo, aun ahora estoy seguro de que era una criminal tan terrible como inocente.
Nunca he olvidado el cuadro que todos los periodistas vimos, y que nadie mencionó en sus notas, en la casa donde se habían producido los asesinatos. Era la prueba de que Graciela era la culpable, si es que podía ser culpable de algo: en el suelo, tan llena de sangre como todo lo demás, sentada ante la televisión apagada, estaba una muñeca. Frente a ella había un platito lleno de dientes y muelas que, de lejos, parecían palomitas de maíz. Sobre la pantalla de la televisión colgaban unos objetos sanguinolentos por los que no me atreví a preguntar.
Después de ese caso viví durante semanas con la sensación de que todo era absurdo, de que las cosas jamás serían lo que aparentaban ser. Tenía miedo de las personas que me sonreían y, sobre todo, de los niños.
A veces, en mis frecuentes insomnios, me ponía a pensar en lo que yo era y en lo que debía ser. Un periodista, en ambos casos. Alguien que sale a la calle, mira lo que pasa allí y luego se lo cuenta a quien quiera saberlo.
Ésa era la palabra clave: saber. Cuando era adolescente quise saber todo sobre el caso de Mauro C. El diario decía esto y lo otro, y debía ser verdad; alguien se había tomado el trabajo de ir e investigarlo para que yo lo supiera. Pero no sabía: únicamente leía lo que otro creía saber, lo que le habían contado a otra persona o lo que esa persona había visto. Sólo viendo las cosas por uno mismo se puede saber.
No creo que lo pensara con esas palabras, pero en el fondo era lo que estaba latente cuando decidí ser periodista: quería saber, estar allí, donde ocurrían las cosas, y asegurarme de que lo que se escribía en los diarios –al menos lo que escribía yo– fuera tan cierto como la pared con la que uno se rompe la nariz. Mi primer caso importante, el de la niña, me enseñó que todo es relativo: era imposible que ella hubiera matado a sus tíos, pero no podía ser de otro modo. Y era inocente aunque fuera culpable. En mi nota sólo dije lo que dijo la policía. Con un poco de color, de acuerdo, o lo que a los editores les gusta llamar color. Pero no pude escribir la verdad. Yo mismo no creía en la verdad. Nadie creía en la verdad. Nadie podía creer en la verdad. Y, a final de cuentas, ¿quién quería creer en la verdad?
Yo.
Lo de Mauro C. y todo lo demás me habían dado la oportunidad de buscar un poco de verdad en alguna parte. ¿Por qué no? Quizá publicaba lo que la policía quería, pero no recibía un centavo aparte de mi sueldo. Todavía había algo por allí que no se me había roto y todavía tenía derecho de buscar un pedazo de verdad, daba igual si se trataba del asesino de las mujeres que se suponía que Mauro C. había matado o el texto íntegro de los acuerdos secretos de Yalta. Una verdad es una verdad. Lo de Mauro C. no iba a cambiar el mundo, pero había que empezar por algún lado.

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