martes, junio 20, 2006

El viejo no durmió esa noche

Del libro Terceras personas.





El viejo no durmió esa noche. Yo tampoco. Creo que no dormí, no sé, a lo mejor estaba delirando y en medio de los monstruos oía al viejo decir estupideces. El viejo sólo hablaba estupideces. Talvez ahora le esté diciendo estupideces a los gusanos y ellos se ríen cada vez que lo muerden.
Pero no eran monstruos, eran los colores oscuros llenos de formas muy así, como cuando uno tiene fiebre. Una vez vi al diablo. También era un color, pero más fuerte, por eso supe que era el diablo.
Creo que esa noche el viejo lloró. También puede ser que se estuviera riendo. A veces le pasaba. También cuando se reía se le salían las lágrimas. No me atreví a abrir los ojos porque me hubiera pedido dinero y si no se lo daba me hubiera amenazado con matarse. Como la vez que se puso la navaja en el pescuezo y me dijo que si no le daba dinero se lo cortaba. Córteselo pues, le dije, y él se rio y echó unas lágrimas como de plomo.
No sé a qué horas abrí los ojos, pero el viejo ya estaba dormido. Cuando soñaba con él era gris, lleno de puntitos raros.
Tenía la boca abierta. No aguantaba verle los dientes, no se los lavaba. Los tenía verdes, como los ojos, bien parejitos, bien recortaditos, parecían de plástico. Me daba asco pensar que tenía dientes de plástico.
Me paré despacito para que no me oyera y él se enderezó y levantó la cabeza. Se rió de medio lado, como siempre que me pedía dinero. Un hilito de saliva le cayó en la camisa. Me dijo buenos días y después se puso a temblar. Lávese los dientes, viejo cochino, le dije, pero sólo pujó.
Me dijo que si no sentía frío, que él se estaba congelando y no había podido dormir, que yo me veía tan a gusto que no me quiso despertar. ¿Y para qué me iba a despertar?, le pregunté, y me dijo que para platicar un rato.
El viejo se rascó las verijas y me dijo que ojalá que no lloviera. El viejo era tonto. No sabe que en invierno nunca llueve. No sabía, quiero decir.
Me dijo que si quería iba a comprar leche y pan para desayunar. Le dije que no, para ver qué contestaba. Entonces deme unos doscientos pesos para curármela, me dijo.
Agarré la navaja y se la enseñé. No le gustó que se la enseñara porque se hizo para atrás. Ya sabía lo que seguía, viejo ladino. No se le olvidaba la vez que le dije que me daba asco verle los dientes y le puse la navaja en la boca, detrás de los dientes. Se los voy a arrancar a navajazos, viejo puerco, le dije, a ver si así se los lava. Ni así. Parecía perro asustado. Siempre parecía perro asustado.
Doscientos présteme, me dijo, sólo ciento cincuenta. Me dio risa. Se los di, pero le dije que si se emborrachaba se quedaba afuera o en cualquier parte, que al cuarto no entraba borracho. Cada vez que se emborrachaba regresaba oliendo a mierda y no se acordaba de nada. Esa vez quiso que le diera cien pesos más y se puso necio. Entonces fue que me enojé con él. Le dije que era un viejo maricón y él me escupió y yo me enojé más.
No sé cómo aguanté tanto tiempo al viejo. Se parecía a mi abuelo, un poco más alto y más viejo. Así era mi abuelo y después se murió. Cuando lo sueño mi abuelo es amarillo.
Una vez el viejo se tomó la botella de loción que me regaló Rocío. Le dejó los labios bien resecos. Rocío también se murió, pero por puta.
Mi abuelo tomaba alcohol de farmacia con jugo de naranja. Una vez me dio un poco y mi mamá lo regañó porque vio que yo estaba llorando y me compró un helado. De fresa, me acuerdo. De leche con fresa.
El viejo llegó cuando Rocío acababa de morirse. Me hizo compañía. Viejo, vaya y cómpreme cigarros, le decía, y él iba. Siempre se quedaba con el cambio y por eso le daba el dinero justo. Una vez le di uno de a mil y lo dejé afuera toda la noche porque regresó borracho. Cuando se emborrachaba mucho lo dejaba afuera y al otro día me pedía perdón.
Varias veces me robó dinero. Lo escondiera donde lo escondiera él siempre lo encontraba. Por eso me lo ponía en la parte de adelante del calzoncillo. El viejo podía ser cualquier cosa, pero no maricón. Yo lo quería. Ahora ya le perdoné que me haya escupido.




Los colores dicen más que las caras. Uno sabe lo que está soñando porque los colores no mienten. Aquí todas las caras son iguales, sin chiste. Afuera uno escoge si está enojado o contento o con cara de estúpido como el viejo. Aquí no. Ninguna cara dice nada. Como la cara de mi mamá, ni cuando el abuelo le pegaba, o mi papá. Mi mamá tiene cara de palo.
A lo mejor yo también tengo cara de palo. Prefiero no ver el espejo porque los colores del espejo son muy sin gracia. El muchachito que se sentaba frente a mí en el comedor era el único que no tenía cara de palo, aunque no se riera nunca. Hablaba bien, casi como mujer. No era maricón, porque una vez lo soñé verde. Los maricones son azules y con brillos. Además las caras de los maricones tampoco dicen nada cuando vienen aquí. Una vez Ciro le pegó al muchachito, hasta lo mandó a la enfermería. Nadie le volvió a pegar, quizás por lástima.




A mí todavía me quedan catorce o quince años. Para entonces ya no voy a saber cómo es la vida allá afuera. Sólo dan una hora para salir al patio. Después hay que estar todo el día en el pasillo. Conmigo nadie se mete. Una vez uno me preguntó y le dije por qué estaba aquí y nadie me molestó nunca. Yo no maté al viejo, pero cuando les cuento me dejan en paz.
Tenía unos ojos bonitos, verdes y llenos de arrugas. Era lo único bonito que tenía el viejo.
Ni que se hubiera caído el mundo.
Unos siete años con buena conducta. Seis o siete. Quizás ocho. No sé. Lo peor es que aquí el tiempo no pasa. No pasa, en serio, no pasa. Ni aunque uno corra o platique hasta que le duela la cabeza. No pasa. Cuando es de día todas las horas son iguales, también cuando es de noche. Sólo cuando está oscureciendo o cuando va a amanecer son diferentes. Por eso me despierto temprano.
Los colores no son aburridos, por eso me gusta dormir. Pero no siempre puedo soñar.
De veras, ni que se hubiera caído el mundo. Ni que el viejo le hiciera falta a nadie. Pinche viejo. Le hubiera sacado las tripas. Yo lo recogí, yo lo cuidé la vez que se enfermó, yo le di para que se emborrachara. Se parecía a mi abuelo.
Le hubiera metido la navaja por atrás. Al menos me hubieran agarrado por una razón justa. Porque a quién más le importaba el viejo. Cuando andaba en la calle lo miraban con asco, la boca le olía a mierda. Pero yo lo tenía en mi cuarto, vivió conmigo dos años. El Pecas está aquí porque mató a una señora. Ni siquiera la conocía y la mató. Yo sí conocía al viejo, le daba para comida y para trago, viejo cabrón. Si no fuera por él no estaría aquí. Pero él debe estar pudriéndose y a lo mejor así se le quita el olor a mierda. También Rocío. A lo mejor ya sólo quedan los huesos de los dos, y los huesos no apestan. No sé si apestan, quiero decir.




En las películas las cárceles se ven diferentes. Verdes. Bien verdes y llenas de rejas. Aquí hay puertas. Además los policías no tienen caras de malos. Son cabrones, pero no tienen caras de malos, y también se aburren. A veces se ponen a jugar damas con el Toques y el Payaso.
Aquí no podría escaparse uno como en las películas. Los policías tienen cara de buena gente, pero no faltaría el que me diera dos balazos. Yo no sé disparar. El cuchillo sí sé usarlo, por la carnicería, pero la pistola no. El viejo olía a mierda y yo olía a sangre. Pero es preferible oler a sangre.
Por lo menos deberían poner un reloj para que veamos que el tiempo sí pasa. Pero mejor no. Siempre estaríamos viendo el reloj y las horas serían más iguales.




No sé si tengo cara de palo o qué. Por lo menos nadie se mete conmigo.
Con los colores uno no tiene tiempo de aburrirse.




Ojalá que no se haga de noche. No sé si voy a poder dormir.




Nada más salga de aquí voy a ir y le voy a pegar otra vez a ese sargento hijo de su chingada madre. Lo voy a dejar peor que la otra vez. Me encabrona que se coja a mi mamá. Mi mamá debe ser como todas las mujeres. Ni siquiera se esperó un año para estar segura de que mi papá no iba a regresar. Se murió el abuelo y a la semana ya estaba el sargento llegando todos los días. Hasta llevó una televisión, pero mi mamá nunca la encendía porque salía muy alta la cuenta de luz. El tenía una casa bonita. Una casa pintadita de blanco y rojo con cortinas de flores. Allí vivían su mujer y sus hijos. Mi mamá sabía que era casado, pero él le daba dinero y se la cogía. Mi mamá me mandaba a comprar tortillas de harina para que me tardara, siempre había bastante gente, pero yo me quedaba para oírlos. Una vez los vi. Me dio asco ver a mi mamá con los pies sobre las nalgas del gordo. El sargento casi no tenía pelos. Mi mamá se movía muy rápido, como si le gustara. Se veía ridícula, ella tan delgadita y con ese cerdo encima. Cerda ella. Respiraban como si se estuvieran muriendo. Así era Rocío, pero era diferente. Cada vez que me llevaban un puerco a la carnicería me acordaba de ellos, por eso los bisteces no me quedaban bien. Lo que más coraje me daba era que ni siquiera cerraban las cortinas, ni se desvestían bien. Mi mamá esa vez tenía el vestido remangado y el cerdo sólo se había bajado el pantalón. No me gustan los ojos de los cerdos.
Eso sí, por lo menos el, viejo la tenía grande, no como la del sargento, que era del tamaño de la mía. A veces se le paraba al viejo cuando dejaba de tomar dos o tres días y se le hacía una como carpa. Una vez se le salió. La tenía negra. A lo mejor no se la lavaba. Le dije que se la iba a cortar para colgarla en la pared y se asustó, se la metió. Después se fue al baño y cuando volvió tenía todo mojado. Viejo cerdo.




Pero las mujeres también escupen cuando se enojan.




Estoy caliente. Tengo ganas de metérsela a alguien, ya me aburrí de hacérmela, quiero meterla. Me duelen los huevos. Si estuviera Rocío se la metería.
No entienden que a uno le den ganas. A otros los visitan sus esposas cada quince días, cada mes, también sus hijas. A mí nadie. Ni mi mamá porque le pegué a su sargento hijo de la chingada cerdo. Si él puede coger por qué yo no. Ya estoy cansado de hacérmela, se me pela, se me caen pellejitos como la vez que Rocío me mordió. Si no se hubiera muerto ella vendría. Pero pendeja.




Trajeron un policía nuevo. Dicen que el otro se fue porque el Payaso lo amenazó con matarlo. Parece que le hizo trampa jugando damas.




Mi papá decía que mi mamá era puta, que le ponía los cuernos con cualquiera, y le pegaba. Al final la dejó, dijo que por puta. Yo creo que era cierto porque luego luego llegó el sargento cerdo. Me imagino que Rocío era igual. Por eso se murió, por puta. Acababa de coger cuando la mataron, y ni siquiera en un hotel de lujo. HOTEL, nada más. Le sacaron los ojos. El dueño del hotel luego dijo que ya antes la había visto llegar con hombres. A lo mejor hasta cobraba.
Yo nunca me acosté con otra cuando vivía con ella. Antes sí, con la flaquita del edificio de junto, pero porque una vez la vi en calzones cuando salió de bañarse, y con mi prima la Nena, cuando le pegué al sargento y me fui con mi tío Eloy, y después sólo con dos putas.
Al menos el viejo nunca me engañó en nada. Me tenía miedo, pero me quería. Ojalá hubiera sido mujer y treinta años más joven.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

ME IMAGINO QUE HA DE SER HORRIBLE ESTAR ENCERRADO SIN HACER NADA MAS QUE PENSAR... Y CUANDO ESO PASA PENSAS SOLO BABOSADAS. ESTE HOMBRE UN POQUITO MAS Y SE HACE LOCO (SI NO ES QUE YA LO ESTA.
ME PREGUNTO COMO LE HACES PARA QUE TUS PERSONAJES SEAN TAN RETORCIDOS?? ESA ES LA PREGUNTA DEL MILLON.

Anónimo dijo...

wow...
me gusto mucho, me parecio muy interesante...
gracias al autor
me hizo pasar un rato muy agradable.