martes, noviembre 07, 2006

Cualquier forma de morir.
Capítulo 1

Publicado por F&G Editores, Guatemala, noviembre de 2006.




–Pero la luna no grita –dijo el Ciego.
Serían las tres de la mañana y la música sonaba a orquesta de locos en el bloque de los Celis. Era la segunda fiesta de marzo, y apenas estábamos a mediados del mes. En febrero habían sido tres, y en enero ninguna, porque los habían encarcelado el día treinta. Cada una era más ruidosa que la anterior, y ponía cada vez más nerviosos a los presos y a los guardias.
–¿Qué sabes de la luna, Ciego pendejo? –dijo el Cura desde su litera.
Todo estaba oscuro. Se estaban gastando la electricidad del reclusorio. Había luna llena, pero no llegaba a alumbrar la celda. Apenas alcanzaba a ver al Cura frotándose la cabeza, justo en la coronilla. El cuero cabelludo le brillaba aunque hubiera poca luz, y en el resto de la cabeza le crecía un pelo ralo y desordenado. Parecía fraile de película hasta en el modo de reírse.
–No sabré nada, pero no está gritando.
–Y con ese relajo nadie va a oír –dijo el Cura.
–Uno oye.
Los invitados de los Celis sí gritaban. Las carcajadas más fuertes eran de las mujeres. Muchas carcajadas. Muchas mujeres. También habría guardias, presos importantes, a lo mejor hasta el director del reclusorio.
–¿Y el sol?
–El sol es como yo –dijo el Ciego.
–¿Pendejo?
–Ciego.
Las carcajadas no podían ser de mujeres, porque a las fiestas de los Celis iba de todo, pero no tan de todo. Eran los maricas de la sección norte. Había presos que tenían mujeres durante el día, y con un poco de dinero durante la noche. Los Celis tenían su terreno de caza en la sección norte, y si los invitados y los guardias querían hacer algo más que emborracharse y meterse cosas por la nariz, tenían que hacerle con los maricas de la sección norte.
Decían que ésa era maña de Santiago Celis, el mayor, que Francisco tenía todo en su sitio. La fama era que los Celis sólo hacían negocio con los que le entraban a todo y al parejo, y que podían ponerse violentos si los despreciaban.
–¿Y tú? –me preguntó el Cura.
–Aquí.
–¿No te invitaron a la fiesta?
Se tiró una carcajada boba. También me reí. Un trago no me hubiera caído mal. Se me ocurrió que podía ir al bloque de los Celis por lo menos para tomarme un trago. Pero no me habían invitado, el trago no es lo que más me emociona y tenía cuentas pendientes con ellos.
–Hoy hay luna –dijo el Ciego.
–Deja en paz a la pinche luna –dijo el Cura–. No hablas de otra cosa.
–No se puede hablar de otra cosa cuando hay luna.
–De tu hermana.
Ahora el Cura estaba mirando el techo, con las manos en el estómago y las piernas dobladas. A veces me despertaba en las madrugadas y lo veía así, con los ojos abiertos. Nunca dormía. Si el Ciego se movía, el Cura le clavaba una mirada asesina. Si me movía yo, se sonreía. Le caía bien y me caía bien. Cuando llegué no traté de hacerme el duro ni el inteligente. Él era el más antiguo, él mandaba. Mandar lo obliga a uno a tomar decisiones, y yo no estaba para tomar decisiones, sino para esperar que todo volviera a ser lo que era y pudiera irme de allí.
El Cura era feliz encarcelado. Decía que no entendía cómo la gente soportaba vivir afuera. Parecía que siempre había estado entre esas paredes, pero había llegado unos días antes que yo. Yo llevaba cuatro meses y ya quería irme. Al Ciego lo habían llevado a la celda dos meses después que a mí, la semana en que encarcelaron a los Celis, y era el que peor se lo tomaba.
–A mi hermana le gustaba la luna –dijo el Ciego después de un rato–. Cuando había luna llena nos subíamos a la azotea y veíamos el cielo.
–De las lunas la de octubre es más hermosa –dijo el Cura sin cantar.
Se oyeron unos gritos en el bloque de los Celis. Un par de locas peleándose, seguro. Más carcajadas. Alguien se puso a llorar y a dar alaridos.
–Es cierto. La de octubre es la mejor.
–¿Por qué la mataste? –le preguntó el Cura como cada vez que quería enojarlo.
La música se acabó de golpe y los gritos se hicieron más fuertes. También se oyeron voces roncas y vidrios que se quebraban. Nunca se habían divertido tanto. En la siguiente a lo mejor hasta hubiera muertos.
–Ese día no había luna –contestó el Ciego.
–Si vas a enojar quítate los lentes –le dije al Ciego–. La otra vez te pasaste dos semanas sin lentes.
–No conoció a mi hermana.
–Era puta –dijo el Cura.
–Todas son putas –dijo el Ciego.
Los gritos también se callaron. El silencio era peor que el ruido. Me zumbaban los oídos.
–Ya era hora –dijo el Ciego–. No dejan dormir.
–Tu hermana era puta –dijo el Cura–. Tú eres puta.
Salí de la celda. Sabía lo que seguía y preferí ahorrármelo. No había nadie en el pasillo. Hasta el guardia de turno andaría en la fiesta. Al día siguiente los guardias iban a estar de mal humor y se iban a poner más pendejos que de costumbre.
Encendí un cigarro. Me quedaban tres, pero podían durarme una semana. Oí cómo se rompía un plato dentro de la celda. El Cura le pegó al Ciego, pensé. Después siguió un grito, como si a alguien le hubieran arrancado una pierna. Después nada.
–Ya duérmanse –gritó alguien al fondo.
Desde las ventanas del pasillo se veía el bloque de los Celis. Todo estaba encendido. Me pregunté si habría comandantes de narcóticos. El mío, por ejemplo. En cuatro meses no había sabido de él, y hubiera sido una buena oportunidad para preguntarle cómo iba mi asunto.
El que llegaba una vez a la semana era el abogado. Ponía cara seria, me veía a los ojos y me decía “Esto va muy bien” o “Van a terminar pidiéndote perdón”. Después se iba.
No quería que me pidieran perdón. Quería que me sacaran. Hacía falta que alguien cargara la culpa, y me tocó. Hasta allí todo bien. No me iban a dar de baja, mi sueldo seguiría corriendo y me tocaba una compensación por cada mes en el reclusorio. Se iba a arreglar antes del juicio, me dijeron. Después un ascenso a teniente o algo así. Todo hubiera estado bien de no ser por el Cura y el Ciego con sus pleitos. Bien podían haberme tocado unos compañeros mudos. O muertos.
–Mi hermana era puta, pero sólo yo lo digo –gritó el Ciego detrás de mí.
Me volví. Los ojos se le veían más pequeños detrás de los lentes. Decía que antes de llegar a los cuarenta ya no iba a ver nada. Tenía veintiséis
o veintisiete. Le daba terror que le dijeran que tenía que operarse y lo enojaba que hablaran de su hermana, para bien o para mal.
–¿Qué pasó?
–Maté al Cura –me enseñó un cuchillo lleno de sangre.
–¿De dónde sacaste el cuchillo?
–Lo cambié por mis otros zapatos.
–Pendejo –le dije, y entré corriendo.
Lo último que necesitaba era un acuchillado en la celda. Estaba acusado de matar a la mujer a cuchilladas y eso no me iba a ayudar. Yo no la había matado, pero allí estaba la confesión, con firma y todo. Hay gente que se toma en serio las confesiones firmadas.
En la celda me tropecé con un pedazo de vidrio y me golpeé la rodilla contra la estufa. Pendejo, pensé. Pinche pendejo.
El Cura estaba tirado junto al catre. El zumbido de los oídos no me dejaba oír, pero vi que se movía. Respiraba como motor descompuesto. Al menos estaba vivo.
Me arrodillé. Un pedazo de algo roto se me clavó en la misma rodilla que acababa de golpearme. Con gusto lo hubiera pateado. Tarde o temprano el Ciego tenía que cansarse de lo mal que lo trataba. Si hubieran estado casados, hubiera conseguido el divorcio por crueldad innecesaria.
Tenía una mancha en el estómago. Le aparté la chamarra y la camisa. Olía a mierda. Seguro tenía perforado el intestino. La muerte será lo que quieran, pero siempre hay mierda de por medio.
Dio un brinco cuando lo toqué. Parecía que lloraba y que se convulsionaba, pero el zumbido en los oídos no me dejaba distinguir.
–Pendejo Cura –le dije.
Sin apartarme, metí la mano debajo de mi colchón y saqué la lámpara. Tenía bajas las pilas. Alcanzaron para darme cuenta de que se estaba riendo. Le di una cachetada.
–Lo enojé –dijo–. Por fin lo enojé.
Oí murmullos en el pasillo. Todas las luces se encendieron y varios presos protestaron.
–Mierda –grité, y le di otra cachetada.
En la puerta estaba un guardia borracho
apuntándome con una pistola. Junto a él estaba el Ciego con el cuchillo en la mano y me señalaba.
–Él fue –dijo–. Yo lo vi.
Me paré. El Cura seguía riéndose. O quizá sólo tenía una manera cómica de morirse. El Ciego se apartó de la puerta y aparecieron otros dos guardias. No estaban borrachos, sino asustados. No me gustan los guardias asustados. No me gusta la gente asustada cuando tiene armas y yo no.
–Este cabrón está vivo –les dije–. Llévenselo a la enfermería.
–Sal despacito –dijo el guardia borracho–.
Pon las manos en la nuca y sal despacito.
Hice caso.
–Contra la pared –dijo otro.
Obedecí.
–El Cura está vivo –les dije–. Él les va a contar qué pasó.
–Fue él –dijo el Ciego, y me dobló de una patada la misma rodilla que me había golpeado–. Yo lo vi. Se puso como loco. Si no le quito el cuchillo, se sigue conmigo.
La cara se me estrelló contra la pared y alguien me pateó la cabeza.
Cuando desperté era de día. Estaba solo, en una celda pequeña, fría y sucia. Había una jarra de plástico cerca de la puerta. El agua sabía a cloro puro. La escupí. La rodilla me dolía, pero no era para tanto. No era peor que la sed ni peor que no saber qué había pasado. Sabía lo que iba a pasar: el Ciego tenía un problema conmigo.
La puerta se abrió y entró el carcelero, un tipo con cara de violador de niños. Usaba la camisa de reglamento, pero los pantalones eran de mezclilla y llevaba sandalias en lugar de botas. Detrás venía un viejo con una gabardina corta.
–Párate –me dijo el guardia.
El olor de su boca era peor que su mirada, y su mirada bastaba para ponerse a gritar. Me paré rápido para que no tuviera que hablarme otra vez.
Antes de llegar al estacionamiento tuve arcadas. El viejo de la gabardina esperó a que se me pasaran y me tomó del brazo. No me gustó su mano. No creo que le gustara a él. Era una mano fea.
–Camina despacio –me dijo y me llevó a un Mustang verde, igual de viejo–. Respira hondo y después entra.
Las arcadas se detuvieron y entré en el carro, en el asiento de atrás. El viejo se sentó a mi lado.
–Vamos –le dijo al chofer.

1 comentario:

Unknown dijo...

Me gusta este primer capítulo, primero por el diálogo con que inicia es medio dark y no sé. Luego me sorprendió porque creía yo que era un narrador omnisciente y pum.. No. Era primera persona y y yyyyyyy quiero leerla toda :D