sábado, noviembre 24, 2007

Breve recuento de todas las cosas (fragmento)

Publicado por Editorial Cénomane (La Mans), en traducción de Thierry Davo, y en español por Índole Editores (San Salvador), ambas ediciones en 2007.




Y ¿quién es Dios, quién sería, quién debería ser? ¿Y dónde está, por favor, dónde ha estado mientras lo buscamos, mientras lo negamos, mientras lo mencionamos como una fórmula que rara vez significa algo: una muletilla, una repetición mecánica, gracias a Dios, ojalá, si Dios permite, adiós? Porque de las palabras sólo es cierto que se gastan a medida que las violenta el tiempo. Porque Dios es los miedos y los deseos: “Dios es esto” o “Dios es lo otro” o “Dios está en los cielos”, y en los cielos sólo existe el vacío, el vacío, nada más que el vacío, como lo vio Gagarin y como lo temen los sacerdotes de Dios. Y ese hombre absurdo podría ser no obstante Dios o la casa de Dios, porque no hay nada dentro de él, y entonces la humanidad ha vivido y muerto en vano, y habría que volver a las fórmulas antiguas y vacías para no matarse colectivamente: “Dios es amor”, pero el amor de Dios ha provocado mártires y guerras santas. “Dios es como un padre”, y los padres tienen sexo y lo aplican y matan a otros padres para destruir la inocencia de las hijas ajenas. “Dios es como el mar.”
Y Dios en efecto es como el mar, que es tantas cosas y ninguna en particular, tan múltiple como único, tan monótono y convulsivo. Porque el mar es mucho más que esa cantidad estúpida de agua, sus fosfatos y naufragios, es más que las ostras y sus madreperlas, los delfines y su canto: es también los niños que se mojan los pies en la playa, los que ven desde lejos su luminosidad imposible, a un lado de la carretera; es los poemas sobre el mar, la memoria atávica de los que saborean sus propias lágrimas en la noche de su suicidio, el sudor en los ijares de los caballos, la saliva que pasa de una boca a otra en busca de la ilusión del amor. Porque Dios es más que todo lo que fue creado –incluso el mar y lo que lo habita–, es mucho más que esa cantidad infinita de silencio y de incomprensión: es los ojos de los mártires, los pujidos desesperados de las solteronas, las guerras donde los hombres son más profundamente hermanos y se odian y se matan y se dicen héroes o traidores, todo para evitar hacerse la única pregunta que vale la pena hacerse: ¿por qué?
Y en los porqués y en los para cuándos está Dios, en los milagros y en la falta de milagros, y en el pecado –esa tristeza–, y el pecado es uno solo: amar. Porque hasta el odio es amor, hasta en el tiro en la nuca de las ejecuciones sumarias hay amor, el amor del metal a la carne, de la carne al metal, del verdugo a la víctima; porque hasta en la desesperación del homicida casual hay amor, y en ese amor el pecado encuentra su perdón, si hay perdón posible.
Pero el mar no es sus rocas: las rocas son intrusas que buscan algo de razón en un elemento ajeno, al precio de desaparecer y convertirse en arena en unos cuantos millones de años; al precio de la humedad, porque la roca es seca y debe serlo para que sea seco el golpe y seco el paisaje y a secas la noción de que allí, en la roca y dentro de la roca, no está el mar. Y Dios no es sus creaturas –¿cómo podría serlo?–, ni la imagen de sus creaturas, porque su materia es tan diferente como la de la roca y la del mar, como la espuma y el aire, como las olas y el color del cielo; porque si Dios fuera sus creaturas se trataría de un dios múltiple y colectivo y no habría las guerras en el nombre de Dios, que dan sentido a la vida y la muerte de los hombres y dolor a las mujeres y a sus hijos, y noches frías, y veranos pálidos como un cirio que no quiere encenderse, o que no puede.
El mar y Dios tampoco son la memoria, ni siquiera lo que hay del mar y de Dios en la memoria, porque los recuerdos son menos que agua y que infinito, menos que aire y menos que la necesidad de no estar solo, de nunca estar solo: son olvido.

miércoles, agosto 29, 2007

Sobre la depresión

Ensayo inconcluso, pero publicado en algunos medios electrónicos. Escrito en 1994 o 1995.





Uno se complace con el dolor del alma como con un buen trozo de chocolate amargo. Uno agarra esa bola llena de vellosidades y dientes y la mira fascinado, le da vuelta entre las manos, la besa, se acaricia la cara con ella hasta sacarse sangre. Y sonríe.
Uno está encantado con la sensación. No se trata de los disgustos o dolores de costumbre: éste tiene un sabor especial, una intensidad que desarma. Se puede comer de ello a cucharadas y no hay hartazgo. Después de mucho tiempo de rutina (peleas rutinarias, aburrimiento rutinario, deseos rutinarios, trabajo rutinario, pérdidas que se hacen cada vez más constantes y rutinarias) uno encuentra que esa vividez es maravillosa: puede sentir cada centímetro del cuerpo, cada milímetro del alma, cada latido del corazón. (El corazón late con irregularidad: Pom. Pom pom. Pausa. Pom.) Es, al menos, algo nuevo.
Uno puede sumergirse en la sensación aunque sabe que no es nada agradable, y que con el paso de los días será aun peor (¿realmente sabe uno que será peor?). Uno se mira los brazos y festeja la hiperestesia, la carne de gallina; las piernas, por las noches, están tan tensas que no dejan dormir; se pone la oreja en la almohada y el sonido del corazón desespera; pero la desesperación también es estimulante. (Pom. Pom pom. Pausa. Pom.) ¿Cuándo dejará de latir?, se pregunta uno. ¿Cuál será el último latido? (Pom. Pom pom.) Éste es el último latido, dice uno, y se incorpora agitado, aterrado, porque el cuerpo no quiere morir. Y uno se dice: Mi corazón no puede detenerse, no ahora que mis sensaciones son tan vívidas. (Pom.) Y desde ese día uno no puede dejar de pensar en los latidos del corazón, y el silencio es un enemigo siniestro porque hace que se escuchen en el momento menos deseado (todo momento es el menos deseado): POM. POM POM. Pausa. POM.
Entonces la gula de dolor, de sensaciones nuevas, se convierte en miedo, y allí es donde uno comienza a estar en problemas.
(Uno es incapaz de controlar la gula. Uno piensa en la bulimia: comer compulsivamente, vomitar compulsivamente, volver a comer y así en un ciclo terrible. Al principio habrá placer; después viene la angustia. Uno cree que aún se trata de placer, y sólo se da cuenta de que el placer desapareció hace mucho, cuando ya no hay regreso.
Una garganta destrozada de tanto vomitar: una imagen desagradable para comenzar.)
De pronto uno siente, con mayor frecuencia que nunca, que se le va la respiración en la madrugada, cuando apenas comienza a dormirse, y abre los ojos con terror. Sufre un constante nudo en la garganta, los ojos miran cada vez más tiempo hacia dentro y el exterior comienza a desdibujarse, el cuerpo se insensibiliza y también el alma. Es la muerte se va instalando. La cara de esamuerte es la misma que se ve todas las mañanas al afeitarse o lavarse los dientes. Una muerte personal, muy de uno mismo.
No se trata necesariamente de una muerte física. Hay un grado hasta el que uno tiene noción de que está mal pero, qué diablos, una pequeña crisis de vez en cuando es incluso saludable. Uno nunca deja de creer que puede controlar la situación, que de hecho la está controlando, aunque quisiera que ya todo hubiera terminado y que fuera el año 3000 y estar riéndose por lo estúpido que fue al dejarse vencer por un monstruo que no era para tanto. Pero la muerte ya se instaló, y toda muerte es irreversible. Uno, en el año 3000, si es que llega al año 3000, estará tan muerto como el primer día en que tuvo conciencia de que se sentía mal; pero ya se acostumbró, o cree que se acostumbró, o quisiera haberse acostumbrado a esa necrosis en el espíritu, un lugar junto al que uno pasa en los momentos de mayor soledad pero que evita pisar porque se ve mal y huele mal, y siempre se verá y olerá mal.
El dolor del alma, que en algún momento pudo resultar placentero, nunca desaparece. Uno llega a acostumbrarse a él, como a la bala enquistada junto al hueso, que no te matará, pero que te molestará un poco en las noches de frío.
¿Cómo no pensar en el psicoanálisis, ese remedio a medias? Es incapaz de curar las heridas, porque pueden ser tan profundas que nunca cerrarán. Sin embargo logras algo de paz: estarán abiertas, pero al menos anestesiadas. Tus fantasmas no desaparecerán: sólo te acostumbrarás a vivir con ellos, a tenerlos dentro de ti sin terror. Tampoco con gusto, pero no te matarán, como sí te mataría -el alma, el cuerpo, la inteligencia, qué más da- una buena neurosis de angustia o un delicioso delirio de persecución.
Pero uno huye del psicoanálisis o de las pastillas antidepresivas o de cualquier cosa -caricias, palabras de alivio- sobre la que no tenga control absoluto, como si hubiese algo sobre lo que se pudiera tener control. Uno -el héroe de su película particular- cree que por sí mismo podrá encender la luz y hacer que las sombras se vayan por arte de abracadabra. Entonces se escoge el mecanismo de sobrevivencia que encuentra más a mano, el que ha dado vida a refranes como "un clavo saca otro clavo" o "el fuego se combate con fuego": sustituir un dolor con otro dolor, como se sustituye una mujer por otra, un trabajo malo por otro peor, un golpe contra la pared por la muela que palpita y palpita y palpita y no deja dormir. El dolor viejo pasa a segundo plano y el nuevo, rozagante, fresco, joven, salvaje, se instala y roe y duele más, pero al menos es un cambio, y durante algún tiempo uno cree que la situación es manejable. El dolor envejecerá y se enquistará, y entonces uno se buscará otro que lo alivie. Y así sucesivamente.
De dolor viejo a dolor nuevo, uno va llenándose de agujeros que supuran aunque se hayan olvidado, que nunca dejan de supurar. Y de pronto, zaz, uno tiene tantas heridas pendientes que se encuentra con que está muerto. Camina, pero está muerto. Come, pero está muerto. Llora -si es que quedan fuerzas para llorar, si es que uno sabe llorar- pero está muerto. En el espejo, el rostro de la muerte goza de inmejorable salud.
(Se dice que uno vive sólo porque es capaz de despertar- actuar-dormir-despertar. Pero está muerto.)
William Styron habla de su proceso depresivo en Esa visible oscuridad. Lo hace lúcidamente, fríamente, como diseccionando. No muy en el fondo la frialdad oculta el miedo de tocar eso y reactivarlo: el dolor tan grande que inmoviliza, la parálisis que es convulsiva, la convulsión tan violenta que lo mantiene a uno quieto en el mismo lugar, a mil temblores por segundo, tantos que nadie es capaz de ver tanto movimiento, ni siquiera uno mismo. Uno se niega a darse cuenta de que esa quietud enferma está llena de desesperación.
(En estas cosas se es necesariamente vago. Uno no sabe cuáles son las palabras precisas para hablar de ese limbo, y no desea saber de tecnicismos porque las descripciones mienten ante el recuerdo de las sensaciones. Se puede pecar de incoherente. Pero uno ha estado dentro del pozo y, haya o no llegado al fondo, sabe lo que dice. Uno quisiera no saber lo que dice, pero lo sabe.)


¿Cómo se llega a una depresión? Los psiquiatras, psicólogos y neurólogos sabrán su oficio.
Styron se involucró en su propio caso, consultó textos, habló con especialistas; quizá su modo personal de salir del agujero pasó por la comprensión de lo que física y psíquicamente le estaba ocurriendo.
Uno carece de la lucidez necesaria para verse a sí mismo de reojo y decirse: Bueno, pues, así las cosas. Sólo queda el miedo de volver a ese lugar.
Un lugar: eso es. La depresión parece ser un lugar común en el sentido más literal del término: todos los que caen en ella llegan al mismo páramo, sufren los mismos ataque de impotencia y sienten las mismas punzadas de adrenalina y el mismo insomnio o el mismo sueño incontrolable.
Un lugar. Se puede pensar en Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes: el síndrome del amor es similar en todos los enamorados. Todos viven el mismo mundo de sensaciones, dudas y alegrías; sin embargo para cada uno el amor existe de un modo íntimo y único, y siempre es la primera vez, aun en una vida llena de amores.
Barthes descubrió que existe un código común a todos los enamorados: la ausencia desencadena las mismas dudas en cada uno de los que aman, una mirada a otro es capaz de crear celos incontrolados, todos suspiran del mismo modo y se preguntan si son amados casi con las mismas palabras. Existe, en algún lado, el lugar del amor en el que, a pesar de ser tan frecuentado, el enamorado se encuentra solo, en su propia nube, con la imagen de la persona amada -no con la persona amada- como único motivo para estar allí. Pero está solo.
Jorge Jufresa, historiador y músico, lleva un poco más allá la idea: partiendo de que el amor cambia los códigos, dice que existe música exclusiva para los enamorados; que esa música, en un estado normal del alma, puede ser rechazada por cursi o por fácil, pero allí, en el lugar del amor, se descubre su sentido más profundo. Se puede pensar en Agustín Lara sin ninguna vergüenza, se puede escuchar con placer.
(Lo anterior no está sujeto a un análisis racional; el raciocinio crea guerras, no idilios. Pero puede hacer un experimento: enamórese y, cuando comience a pensar como en el libro de Barthes, escuche Santa, Aventurera o Pervertida. Entonces sabrá. También puede intentar con Charles Aznavour o Perry Como.)
La depresión, pues, es un lugar muy recurrido. Pero uno llega y se encuentra solo, nada se mueve. Su música es un zumbido que crece y crece hasta que ya no se escucha más: uno se ha quedado sordo y está demasiado cansado para tratar de leer los labios.

Uno recuerda y parece que la depresión siempre se estuvo allí; que nació, creció, comió, hizo el amor, tuvo hijos, fue al baño y al cine, durmió, despertó y fue feliz sin haber estado en otro lugar que la depresión. Que ésta siempre estuvo como telón de fondo, como razón para que se hiciera todo lo que se hizo. Y uno está seguro de que no fue así, pero la tentación de creerlo es poderosa.
Uno recuerda The Wall, de Alan Parker, y piensa: Bueno, lo mío no fue para tanto. No estuvo la droga de por medio, no hubo un padre muerto en la guerra, uno no es una estrella de rock.
Pero la idea está allí: Pinky reescribe, recompone, reentiende toda su vida en función de la depresión. Desde que era un recién nacido vivió en la depresión. Adopta una rata que le transmite el tifus (pudo ser otra cosa), pero nunca hubiera adoptado a la rata ni la hubiera cuidado y querido si no hubiese sido por la depresión que lo atacaría veinte años después.

martes, julio 03, 2007

Retrato de mujer con canario

Publicado en la revista Hablemos, San Salvador, 1999, y revista Arena, de Excélsior, México, 2004.





I
Una mujer se levanta y desayuna.
Sale a la calle.
Después muere.


II
Una mujer se levanta de la cama. Tiene dolor de espalda: una mala posición, talvez, o el aire frío que se coló entre la ropa de cama mientras dormía. Nada que no solucione un baño tibio. (El tiempo pasa.)
Durante el sueño tuvo un sueño. Soñó que era un pájaro. Volaba. No recuerda lo que veía mientras volaba, sólo la sensación de volar. Tampoco puede traducir a palabras lo que sentía, ni ubicarlo en lugares de su cuerpo: era un pájaro, y hay algo en su anatomía que ahora le parece imperfecto.
En algún momento del sueño caía, pero lo ha olvidado: ¿cómo puede caer un pájaro que vuela?
Piensa en desayunar. Cereal, como siempre. Se sirve un plato de alpiste, casi por error.
El canario no canta.
Come ante la jaula pequeños puñados de alpiste. El canario ya no está, sólo su cuerpo. Los ojos diminutos parecen ver hacia el espejo de la sala.
La mujer se peina y sale a la calle.
Después muere.


III
Una mujer, se levanta y desayuna alpiste. Su canario ha muerto.
Sale a la calle.
Siente que el pavimento pesa debajo de sus pies, que el piso se eleva, que intenta aplastarla contra el cielo. Recuerda que soñó que era un pájaro.
Sigue caminando. A medida que camina la gente se hace más pequeña. Las cabezas de los peatones le llegan a los hombros, a las caderas. Mira a través de las ventanas de un quinto piso, de un piso doce.
Mira hacia abajo: ve su casa.
Recuerda que en su sueño caía, y cae.
Tirada en el piso de la jaula, su cuerpo de canario piensa que, si pudiera volar hacia el espejo de la sala y colocarse frente a él, no reconocería su propia cara. Podría ver sólo uno de sus ojos, y tendría que girar la cabeza para ver el otro. No podría darle la espalda al espejo, porque su espalda correría casi paralela al techo; para ver sus pies tendría que hacer una absurda contorsión del cuello, poner muy rectas las piernas, que habrían perdido el torneado que a veces ha sido su orgullo. Descubriría que ya no es ella, sino un ave; que las aves comen gusanos y mueren de frío o calor, que va desnuda debajo de su plumaje amarillo. Eso piensa.
Después muere.


IV
Una mujer se levanta. Se rasca. Orina. Se desnuda. Enciende el agua caliente de la regadera, después la fría, regula la temperatura.
Se mira las piernas. Le gustan. Se sonríe. Se enjabona.
Se seca.
Su canario está muerto. Los ojos abiertos ven hacia el espejo de la sala.
Sale a la calle y vuela.
Después muere.

lunes, julio 02, 2007

Los motivos

Publicado en la revista Hablemos, San Salvador, 1999.





1. MOTIVOS PARA EL AMOR.

Ella le arranca el ojo que le queda y las carcajadas suben por la escalera, se deslizan por la alfombra del pasillo y se alzan ante el espejo del baño, que no refleja a nadie.
Él, ya sin ojos, se da cuenta de que no podrá verse en ese espejo cada vez que se afeite, y las carcajadas se hacen más fuertes aún.
Ella le arranca un brazo, luego un riñón. Las mandíbulas les duelen de tanto reír.
Ella le arranca la boca y él calla para siempre.
Ella le pregunta qué pasa. Él no responde.
Ella llora: ¿en qué ha fallado?
Él la consuela en silencio. Ella lo besa.


2. MOTIVOS PARA EL DESAMOR.

Él le patea las costillas. Ella sonríe y logra respirar sin perder la secuencia natural de su aliento.
Ella le dice que le ama.
Él le da un beso en la frente y la alza del piso, jalándola de ese cabello luminoso que le gusta como nada en el mundo.
Él la arrastra hasta la cama. Ella grita con llanto: su fémur está roto desde hace una semana.
Duermen.
Siguiente día: él la ignora durante el desayuno. Ella se va de casa. Él la extraña.


3. SU MANO IZQUIERDA.

–Uno –cuenta, y alza el meñique.
Todas las aves caen del aire y de los árboles, de los campanarios y las cornisas. El cielo deja de tener sentido, y los cazadores, y los silbidos casuales de los adolescentes que salen de la escuela.
–Dos –decreta, y alza el dedo anular, aprisionado por un anillo de matrimonio.
El sol se apaga, y se apaga el brillo de todos los ojos. Ya no hay espejos. Las luciérnagas vuelan con la urgencia de los ciegos.
–Tres –solloza, y alza el dedo medio.
El mar se hunde en la arena; los ojos se secan. Ya no hay barcos ni remos. Los marineros buscan una tubería, una fuente, una fosa séptica, y sólo encuentran sus propias manos resecas.
–Cuatro –grita, y alza el índice.
Los relojes se detienen. Las campanas se desploman. Las sillas se quiebran. Los perros ya no aúllan. Los timbres y las sirenas ya no suenan.
–Cinco –susurra, y alza el pulgar.
El aire –tan sólo queda el aire– lleva su última palabra hasta los oídos sordos de todos los hombres y mujeres. Nadie ha contestado a su ultimátum.
Cierra los dedos en un puño y regresa a casa. Cuenta los pasos como quien cuenta un cuento. Llora aire. No escucha el eco de sus pasos porque ya no hay eco, sólo el viento.
No ha regresado a quien llamaba. Tampoco regresará.
Duerme. Mañana no será otro día.

domingo, julio 01, 2007

Últimos momentos

Publicado en la revista Hablemos, San Salvador, 1999.





1. INSTRUCCIONES PARA VOLAR.

Suba nuevamente en el elevador y marque el último piso.
Baje del elevador.
Suba hasta la azotea a velocidad regular.
Camine hasta la cornisa más lejana.
Salte el muro de protección y suba a la cornisa.
De pie en la cornisa, respire profundamente.
Cierre los ojos.
Avance.
Espere.
En los segundos que le quedan de vida, dé media vuelta en el pavimento, girando sobre el eje de su cuerpo, a manera de que su cara quede en dirección al cielo. Abra los ojos.
Repita tantas veces como sea necesario.


2. ÚLTIMAS PALABRAS.

Y gracias especialmente a la señorita Juventina Otero, quien ha hecho posible esta transmisión, que llega en vivo hasta sus hogares.
Y gracias especialmente a la señorita Juventina Otero, quien ha hecho posible esta transmisión, que llega en vivo.
Y gracias especialmente a la señorita Juventina Otero.
Y gracias especialmente.
De verdad, gracias. Gracias.


3. SÓLO UNA CALLE HÚMEDA.

Mamá ya no está muerta; sólo suspira.
Papá ya no está vivo; sólo grita.
La ambulancia ya no corre; sólo yace.
El dolor ya no es tanto; sólo duele.
La noche ya no es noche; sólo amanece.
Las calles ya no están vacías; alguien viene.
Alguien viene y no llega.
Ya no espero a nadie; sólo trato de hablarme.
No contesto.
Alguien alza la mano y no es mi mano.
Alguien corre sin pies.
Alguien me mira. Ya no llueve.
Al menos ya no llueve; sólo lloro.
Alguien saca a pasear a su perro. Alguien vuelve a nacer. Alguien me habla y otro escucha.
Alguien contesta y no soy yo.
Si no fuera por este olor a sueño, todo estaría bien.
Todo está bien, me dicen, pero estaría mejor si me quedara quieto.
Pero ya no me muevo; sólo veo unos pies inmensos en el otro extremo de mi cuerpo.
Ya no suspira mamá; sólo está muerta. Ya no grita papá; sólo está vivo.
Ya nadie viene.
Ya no soy yo el que piensa mi nombre. Ya no hay nombres.

sábado, junio 30, 2007

Sextina y falsos dísticos

Escritos en algún momento entre 1981 y 1983. Inéditos. (Nótese la trampa en la rima del segundo dístico en el segundo poema: la rima del primer verso es interna.) Haga clic en las imágenes para verlas a mejor tamaño.







domingo, junio 10, 2007

Claudia Hernández o la renovación del cuento

Publicado en Centroamérica 21 en junio de 2007.




Aunque la obra de la cuentista salvadoreña Claudia Hernández aún está en elaboración, sujeta al tiempo que le falta dentro de la creación (tiene 32 años de edad), desde que comenzó a publicar relatos sueltos en el Suplemento 3000 y la revista Hablemos, a finales de los noventa, ha sido claro que se está ante un fenómeno de replanteamiento no sólo de aspectos del cuento, sino del género mismo.
Cuando se habla de su obra –y en la mayoría de ocasiones de buena voluntad– se la liga a Julio Cortázar de manera mecánica. Quienes lo hacen se basan en factores externos: la recurrencia de “lo fantástico”, la agilidad de los relatos, un sentido del humor fino, a veces negro, siempre efectivo, y la creación de atmósferas poderosas.
Su primer libro, Mediodía de frontera (DPI, San Salvador, 2002, republicado en Piedra Santa, Guatemala, 2007, como De fronteras) recoge, entre otros, los trabajos aparecidos en suplementos, y reúne una muestra de su obra escrita entre sus 21 y 25 años de edad. En él se muestra ya algo más que la intención de contar historias o jugar con las formas y estructuras conocidas, y más bien arma un universo en el cual caben personajes extraños, de una ternura que vista desde fuera podría parecer cruel, y juega con situaciones inéditas o enfoques bastante particulares para tratar temas cotidianos.
Las “fronteras” del libro son múltiples: las que están dentro de cada personaje, las de la habitación o la casa que habitan y los habita, las que hay de una persona a otra. Hay quienes han querido encontrar en los relatos de este libro una visión metafórica de El Salvador de la última etapa de la guerra y de posguerra, y no se trata de una hipótesis desacertada; la aparente locura de sus situaciones y personajes, contrastada con la realidad salvadoreña, a veces parecería más un retrato en sepia que una invención.
Quizá los textos más importantes de este libro sean “Melissa: Juegos 1 al 5”, y “Hechos de un buen ciudadano”, antologados ambos en diversas ocasiones e idiomas, así como “Demonio de segunda mano”, con el cual ganó el premio “Juan Rulfo” de Radio Francia Internacional.
Claudia Hernández reconoce a Hans Christian Andersen como la primera y más poderosa. Es más fácil encontrar similitudes entre sus primeros cuentos con “La sirenita” (la versión no expurgada) o “La reina de las nieves” que con los textos casi teóricos de Cortázar.
Su segundo libro, Otras ciudades (publicado antes que Mediodía de frontera, Alkimia, San Salvador, 2001), es más bien una obra de transición, de búsqueda de posibilidades y estructuras. Tiene cuentos bastante notables, como “El color del otoño” (un día del año, todas las mujeres llamadas Margarita intentan suicidarse), junto con algunos textos complejos y experimentales y otros que casi son estampas. Aunque todos los cuentos son de buena calidad, el libro es heterogéneo, y más bien constituye una “colección” de textos dispares.

UN PARÉNTESIS (IM)PERTINENTE
La literatura es un animal de costumbres. Tiende a seguir caminos seguros, probados –a veces desgastados– por decenas y centenares de escritores que encuentran medios de expresión válidos, efectivos y duraderos en los hallazgos de algún antiguo y solitario hilvanador de historias o metáforas.
Siempre hay innovadores en el escenario, gente que encuentra otros modos de expresión, que explora técnicas originales, ciertos giros en las temáticas o el manejo de personajes, pero rara vez aparece alguien que ponga en cuestión un género completo, que cree una tendencia, ante cuya obra uno no sepa qué pensar.
La literatura es tan reacia al cambio que el creador del cuento moderno, Edgar Allan Poe, se encuentra a siglo y medio de distancia, un tiempo muy largo o muy corto, según el ángulo que se escoja. Se menciona también a Maupassant, nacido cuando Poe ya habia muerto, como creador del cuento moderno, pero se sujetaba a estructuras mucho más sencillas, superadas por el norteamericano, en las que a veces el simple planteamiento del tema es el cuento.
Poe dio complejidad y profundidad al género, esa perfecta forma “esférica” que Cortázar –su nieto literario y traductor– propugnaba como ideal. Con Poe ya no se trataba simplemente de contar historias, al estilo del Decamerón, de Giovanni Bocaccio, o Los cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer, donde lo maravilloso estaba en las historias, sino de la creación de realidades alternas completas, vistas desde los ojos de personajes que no pretendían ser copia fiel de los humanos “reales”, sino entes literarios, sumergidos en universos literarios, con vidas creíbles, pero por completo literarias.
De Poe a Horacio Quiroga –otro de los parámetros del género– se recorrió mucho trecho y experimentación, con pocos cambios notables. Joyce, Lawrence, Anaïs Nin (la de Delta de Venus), Hemingway, jugaron, en tiempos de Quiroga, con estructuras alternas a las trazadas por Poe, más ligadas a la novela, con aportes fundamentales, pero sin definir nuevos lineamientos.
Si Poe creó el cuento como lo concebimos ahora, Quiroga “fijó” su forma. En general los cuentos de Poe exploran en las interioridades de personajes atribulados, siempre excepcionales. Quiroga, por su parte, pone a gente ordinaria a lidiar con entornos o situaciones extraordinarias. Si se quiere, “objetiviza” el cuento: lo saca de la psique de los personajes y lo coloca en un mundo externo a éstos, siempre bajo el entendido de que lo que hay es la creación de universos radicalmente diferentes al nuestro, aunque se parezcan tanto.
Y luego aparece Julio Cortázar, la cúspide del cuento dentro de esa vertiente. (Hay que advertir que la “línea Maupassant” sigue vigente, aún se recurre a los modos de Chaucer y Bocaccio y la experimentación no se ha detenido en las fronteras del cuento; García Márquez, Borges y Rulfo son ejemplos citables.)
Por facilidad descriptiva, se ubica a Poe, Quiroga y Cortázar dentro de la “literatura fantástica”, y ya sabrán los académicos a lo que se refieren. Visto desde un ángulo más cercano a la creación, lo que hacen es ficción de muy alta calidad, en la que “lo fantástico” es cotidiano, y sus reglas están bien claras. Y si bien la ficción es, por definición, la negación de la “realidad real”, es también, por contraste, su afirmación: en esos mundos paralelos y coherentes podemos ver, magnificadas, las cosas de nuestro entorno y conocerlas mejor. Esto no definiría la validez de una obra literaria, pero es uno de los aspectos que hacen que ciertos autores y obras sean atractivos más allá de la gana de pasar un buen rato de ocio frente a un libro.

OLVIDA UNO
El tercer libro publicado por Claudia Hernández es Olvida Uno (Índole Editores, El Salvador, 2005; segunda edición corregida en 2006). Es en él donde se aprecian con claridad los replanteamientos de la autora con respecto al género, de los que había fuertes vislumbres en los anteriores.
Si ha de describirse en pocas palabras, Olvida uno es un libro de historias entrecruzadas de inmigrantes que viven en Brooklyn, provenientes de todo el mundo, gente sin nombre que puede encontrarse trabajando en cualquier cafetería, limpiando un departamento ajeno, sobreviviendo en una construcción... Unos esperan volver a su país, otros saben que no volverán, unos más esperan un golpe de suerte. Amor, interés, locura, prejuicios, solidaridad, pequeñas traiciones, todo lo que hace a los seres humanos, y en especial a ésos, a los otros, están perfilados en sus diez relatos.
La estructura de la mayoría está trastocada, sin caer en la fórmula del “cuento novelado” o la “micronovela”, y ésa es una de las principales innovaciones. Los cuentos comienzan de manera más o menos convencional, pero no siguen el esquema de planteamiento, desarrollo y desenlace, sino “otro”. El final de la historia puede venir a la mitad del relato, y luego se arma uno nuevo que quizá no concluya; o lo que parece una “estampa” es en realidad un cuento de gran complejidad. No es que sea difícil leerlos; es que en ocasiones no hay muchos parámetros para terminar de comprender cómo están armados, ante lo cual queda el rechazo –y perderse de algo novedoso– o la aceptación, sin puntos intermedios.
Otra característica son los personajes, todos anónimos, pero cada uno con voz y características propias. El mejor ejemplo es el relato “La han despedido de nuevo”, el más largo de la serie y eje del libro, que habla de una mujer que cambia de trabajo a cada momento para que no descubran que sufre de alucinaciones y, quizá, de esquizofrenia. Decenas de personajes pasan por sus páginas, todos con las mismas obsesiones: tener un trabajo mejor, una pareja estable o al menos adinerada, una green card, etcétera. Sin que la autora dé muchas referencias, en ese interminable monólogo de un ser colectivo, cada vez que un personaje habla el lector es capaz de verlo, escucharlo y saber de su vida tanto como se sabe de un viejo desconocido (como diría la propia Hernández en alguna página).
Todo ocurre al ritmo a veces vertiginoso, a veces largo y tenso, de las grandes ciudades, y todo está contado por decenas de voces con decenas de matices e historias. Lo que no se dice es tan importante como lo que se grita ––si alguien es capaz de gritar en ese libro–, y bajo la aparente monotonía y casi resignación de los relatos bullen más cosas de las que hay entre el cielo y la tierra: las que hay en el interior de cada corazón humano.
Además de los relatos, el libro tiene un “bonus” especial: su unidad. Al terminar de leerlo, y sin que la autora haya abandonado jamás el género, uno tiene la impresión de haber leído algo mucho más grande, algo similar a una novela inmensa e imposible, con todo y que el libro es pequeño y puede despacharse con comodidad en un par de horas.
Claudia Hernández ha anunciado que tiene por lo menos tres libros terminados o en proceso de elaboración. Si continúa con la evolución que ha mostrado hasta el momento –y no hay motivo para dudarlo–, es probable que en unos años tengamos nuevas reformulaciones de un género que, desde Cortázar, ha mostrado pocas cosas nuevas e interesantes; hay varios reconocimientos internacionales que apuestan a eso.

sábado, abril 07, 2007

¡Borges plagia a Menen Desleal!

Publicado en la Revista de la Universidad de la Universidad, de Guatemala, y en Cultura, de El Salvador.





En 1963, el escritor salvadoreño Álvaro Menen Desleal (1931–2000), con el aval de un segundo lugar en el Premio Nacional de Cultura, publicó el libro Cuentos breves y maravillosos (Dirección General de Publicaciones, San Salvador), un evidente homenaje a Jorge Luis Borges y sus Cuentos breves y extraordinarios, aparecidos una década atrás. Escritor brillante, provocador y original, de inmediato fue acusado de plagio por más de un “conocedor” de Borges.
El título del libro y su temática parecían suficientes para la acusación, pero había otro pecado peor: el primer texto aparecía bajo el título “Carta de Jorge Luis Borges”, en la que el maestro saludaba la aparición del libro. ¿Cómo iba el gran Borges a prologar, siquiera a tomar en cuenta, a un simple escritor salvadoreño? (La autoestima literaria suele ser proporcional al tamaño del país, y El Salvador es un país pequeño.)
El inicio del texto dice así:

Mi querido amigo:
Al conocer sus Cuentos breves y maravillosos, pienso que no fue meramente accidental que Kafka escribiera La Muralla China: se repite en usted la nota de lo que con Bioy Casares llamamos las antiguas y generosas fuentes orientales. Se repite y se prueba mi idea de que el número de fábulas o de metáforas de que es capaz la imaginación de los hombres es limitado, pero que esas contadas invenciones pueden ser para todos, como el Apóstol.
Limitado o no, lo cierto es que usted prueba a su vez que ese número no está en manera alguna agotado. Debo agradecerle ese descubrimiento: si repara en La perpetua carrera de Aquiles y la Tortuga verá que, en efecto, yo no solicito otra virtud que la de su acopio de informes; pero la joya la dejo allí, impenetrable, delicada, límpida, como la concibiera un día en Elea el discípulo de Parménides, negador de que pudiera suceder algo en el universo. Mas usted le da nuevo engaste y logra con intensidad lo que otros, en más de veintitrés siglos, no lograron con extensión. Por eso yo no acepto el homenaje que me rinde al declararse mi seguidor. Si de algo es usted seguidor es de sus propios sueños. […]

Después de hacer una valoración de cada uno de los cuentos, y de lamentar que no pudieran verse en un viaje que Menen Desleal no realizó a Buenos Aires, la carta terminaba diciendo que los relatos “son flor para los años”. La firma: “Su amigo, Jorge Luis Borges.”
Algo es cierto: Borges no escribió ese prólogo, sino el propio Álvaro Menen Desleal. Lo dijo repetidamente hasta su muerte, y para todo el mundo fue el reconocimiento de una culpa, no la declaración de que se trataba de un juego del que Borges había trazado las reglas. Cualquier cosa que saliera de la pluma de Menen Desleal, desde ese momento, fue pasada por el rasero del plagio por académicos y escritores mucho menos talentosos, y quizá por ello mismo. Su pieza teatral Luz negra, representada casi ininterrumpidamente desde 1964 en varias partes e idiomas, ha sido vista por muchos críticos y autores salvadoreños como un plagio de algo de Samuel Beckett, aunque nadie pueda decir con certeza de qué. La costumbre ha pasado a las generaciones siguientes y basta con hacer una encuesta entre los acusadores para enterarse de que ninguno leyó Cuentos breves y maravillosos, y la mayor parte ni siquiera Cuentos breves y extraordinarios.
Lo curioso es que ahora la “Carta de Borges” es motivo nuevamente de sospecha de plagio… pero esta vez por parte del propio Borges, o al menos de sus estudiosos y seguidores.

EL CÍRCULO SECRETO
En 2003, Emecé Editores publicó, en la “Biblioteca Jorge Luis Borges”, el libro El círculo secreto, en una “edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi”. En la página 34 aparece la “Carta de Jorge Luis Borges” escrita por Álvaro Menen Desleal para su libro Cuentos breves y maravillosos.
En otras palabras, la “Carta” aparece como si hubiese sido escrita por Borges (y así se declara en el prólogo), lo que en términos legales podría llamarse “plagio”… si Borges lo hubiese cometido. Ese mismo texto sirvió para que el escritor plagiado fuese acusado de plagiario de Borges en 1963. El “círculo secreto” se cierra cuarenta años más tarde.
La situación es borgiana, y de seguro el maestro y Menen Desleal hubieran tenido largo tema de conversación y diversión si se hubiesen conocido. La conclusión –es de preverse– hubiera sido que los nombres de los autores no importan, sino la pervivencia del texto; que toda la literatura es un plagio y que la historia, a través de sus inescrutables caminos, se repite y se copia a sí misma.
Quizá las compiladoras de El círculo secreto padecieran de un exceso de celo en la búsqueda de los textos dispersos de Borges; quizá encontrar un nuevo texto añada algo importante a sus carreras. Lo cierto es que se trata de un error severo, producto de una ligereza común entre muchos estudiosos con los libros que les caen en las manos.
En efecto, las académicas argentinas (que debieron tener la obra de Menen Desleal en las manos; es lo menos que podría esperarse), como antes sus contrapartes salvadoreños, olvidaron un detalle: fijarse en la estructura de Cuentos breves y maravillosos en su nivel más básico. Es decir: en cómo está armado el libro. La estructura no deja lugar para cuarenta años de confusiones.
Después de la portada del libro, sigue una página en blanco. Luego, la primera portadilla, en la que se lee “Colección Certamen Nacional de Cultura. 24. Cuentos Breves y Maravillosos.” Al voltear la hoja, la página legal: “Hecho el depósito que marca la ley. Primera edición: Dirección General de Publicaciones. San Salvador, 1963”, etcétera. Luego, la segunda portadilla, un poco más vistosa que la primera. En la siguiente página vienen las actas del jurado que premió el libro, y luego una nueva portadilla en la que sólo se lee: Cuentos breves y maravillosos. (Buenos Aires, 10 A.M.)
Ése, según todas las convenciones, es el inicio “oficial” del libro, es decir: el punto desde donde comienzan los cuentos. En la página siguiente, por si fueran pocas las señales, el lector se topa con dos epígrafes, uno de Tennyson y otro de Jules Renard. En el de Tennyson está la clave (que se repetirá al final): “…for nothing worthy proving can be proven, nor yet disproven.”
Y en la página siguiente viene el primer cuento, titulado “Carta de Jorge Luis Borges”. No es una carta apócrifa. No es un prólogo. No es un plagio. Es el primer cuento de la colección. Y no se trata de un descubrimiento novedoso: Menen Desleal siempre lo dijo, pero nadie estuvo dispuesto a escucharlo con el humor correcto. Y también lo dijo Borges, según consta en archivos.

CARTAS Y DESCARTES
El poeta guatemalteco y salvadoreño Alfonso Orantes (1898–1985), de quien su hija, la también poeta María Cristina Orantes, conserva un minucioso archivo, sí mantuvo correspondencia con Borges alguna vez. Orantes le envió a Borges una copia de Cuentos breves y maravillosos, según un recibo de correo certificado que también se conserva. La respuesta fue una carta, en papel de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, con fecha del 4 de septiembre de 1963, en la que se lee:

Señor Alfonso Orantes.
Colonia La Rábida.
SAN SALVADOR.
Estimado señor:
Mucho agradezco su carta del 29 del pasado.
No recuerdo haber escrito la generosa y acaso justa epístola que me atribuye el señor Alvaro Menen Desleal, a quien no conozco; sospecho que se trata de un ingenioso mosaico de frases mías, tomadas de diversos textos y amplificadas por el mismo señor A.M.D.
Ya que el volumen consta de una serie de juegos sobre la vigilia y los sueños, queda la posibilidad de que mi carta sea uno de tales juegos y travesuras.
Suyo, muy cordialmente,
JORGE LUIS BORGES

Borges comprendió desde el principio; él mismo había ejercido con fruición el juego de los textos apócrifos. Y quizá sólo fue la prisa de algunos académicos –sin descontar la mala fe de varios– lo que dio una vida difícil a Menen Desleal y atribuyó a Borges algo que nunca escribió, ni pudo escribir.
El cuento que cierra Cuentos breves y maravillosos se titula “Epílogo”. Reza así:

Querido maestro Borges:
“Mi vanidad y mi nostalgia –me digo con sus palabras– han armado una escena imposible.” De pronto despierto de un sueño y tengo su carta en las manos, como la flor de Coleridge. Entonces me repito los versos de Tennyson:
for nothing worthy proving can be proven, nor yet disproven.
Querido maestro Borges:
Si este libro gana su reconocimiento, más lo deberá a su padrinazgo que a mis cuentos. Ojalá el público lo lea con aprobación, acaso porque en él reconozca la voz suya, maestro, acaso porque la práctica deficiente importe menos que la sana teoría.
Con el agradecimiento de
A.M.D.

La pregunta es: ¿qué sigue? Cosas de académicos sin duda y, en el peor de los casos, de abogados de los herederos.
Borges y Menen Desleal, por su parte, ya hicieron lo suyo. Y lo hicieron bien.

lunes, abril 02, 2007

El sepelio de los muertos, de T.S. Eliot

Primer canto de La tierra baldía. Versión (preliminar) de Rafael Menjívar Ochoa.




Abril es el mes más cruel: engendra
Lilas que surgen de la tierra muerta, mezcla
La memoria y el deseo, entrelaza
Raíces torpes con la lluvia de primavera, cubre
La tierra de nieve olvidadiza, alimenta
Un poco la vida con tubérculos desecados.
El verano nos sorprendió al llegar a Starnbergerse
Con un baño de lluvia; nos detuvimos en la columnata
Y fuimos hacia la luz, hacia el Hofgarten,
Y bebimos café, y conversamos durante una hora.
Bin gar keine Russin, stamm' aus Litauen, echt deutsch.
Y cuando éramos niños, y mientras nos quedábamos en la casa del archiduque,
Mi primo, me llevó en un trineo
Y yo estaba asustada. Me dijo: Marie,
Marie, agárrate bien. Y nos precipitamos.
Allí te sientes libre, en las montañas.
Leía durante buena parte de la noche, e iba al sur en el invierno.

¿Qué son estas raíces que se atascan, qué ramas crecen
De estos desechos pedregosos? Hijo de hombre,
No puedes decirlo, ni adivinarlo, pues sólo conoces
Un montón de imágenes rotas, donde golpea el sol,
Y el árbol muerto no da amparo, ni alivio el grillo,
Ni sonido de agua la piedra seca. Sólo
Hay sombra bajo esta roca roja
(Ven bajo la sombra de esta roca roja),
Y te mostraré algo diferente de las dos,
Tus sombra que por la mañana te persigue apresurada
Y tu sombra que por la noche se alza para recibirte:
Te mostraré tu miedo en un puñado de polvo.
Frisch weht der Wind
Der Heimat zu.
Mein Irisch Kind,
Wo weilest du?
"Me diste jacintos hace un año, por primera vez;
Me llamaron la muchacha de los jacintos."
--Aunque cuando regresaste, ya tarde, del jardín de los jacintos,
Tus brazos repletos, tu cabello húmedo, no pude
Hablar, me fallaron los ojos y no estaba
Ni viva ni muerta, y nada sabía
Mientras miraba, en el corazón de la luz, el silencio.
Od' und leer das Meer.


Madame Sosostris, famosa clarividente,
Tuvo un fuerte resfriado, así se la conozca
Como la mujer más sabia de Europa
Con un mazo de cartas endemoniadas. Aquí, dijo,
Está su carta, el Marinero Fenicio ahogado.
(Ésas son perlas que fueron sus ojos. ¡Mire!)
Aquí está Belladona, la Dama de las Rosas,
La dama de las dificultades.
Aquí está el hombre de los tres mazos, y aquí la Rueda,
Y aquí está el mercader tuerto, y esta carta,
Que se encuentra en blanco, es algo que lleva él a la espalda
Y que se me prohíbe ver. No encuentro
Al Ahorcado. Tema a la muerte por agua.
Veo multitudes caminando en círculos.
Gracias. Si ve a la querida Sra. Equitone,
Dígale que yo misma le llevaré el horóscopo:
Una debe ser cuidadosa en estos días.

Ciudad irreal:
Bajo la niebla parda de un atardecer de invierno,
Una multitud fluía por el Puente de Londres, tantos,
No pensé que la muerte hubiera desechado a tantos.
Suspiros, cortos y poco frecuentes, se exhalaban
Y cada hombre fijaba los ojos ante de sus pies.
Fluían colina arriba y bajaban por la calle King William,
Donde Santa María Woolnoth preserva las horas
Con un sonido muerto en el golpe final de las nueve.
Allí vi a uno al que conocía, y lo detuve gritándole "¡Stetson!
"¡Tú estuviste conmigo en las naves que iban a Milae!
"Aquel cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín,
"¿Ha comenzado a retoñar? ¿Florecerá este año?
"¿O ha perturbado el frío súbito su lecho?
"Mantén entonces, oh, alejado al perro, que es amigo de hombres,
"O con las uñas lo sacará de nuevo.
"¡Tú! Hypocrite lecteur!—mon semblable,—mon frère!"

martes, marzo 06, 2007

Los guardaespaldas

Fragmento de la tercera parte del Manual del perfecto transa, PROMEXA, México, 1999.

¿Quién es el que anda por allí?

En algún momento, como el lector habrá adivinado, el Guardián del Fuego tuvo graves problemas con sus gobernados. Casi todos lo soportaban por el simple hecho de que, demonios, no terminaban de entender qué era aquello del gobierno, y alguien tenía que encargarse de eso. Pero había algunos que no sólo no lo querían como jefe, sino tampoco como habitante del planeta. Entre ellos se encontraban:

a) los que sentían que el Guardián del Fuego era un abusivo, y

b) los que querían ocupar su lugar.

Ambas categorías estaban integradas por las mismas personas.

En esa época las diferencias se resolvían de manera violenta e irracional, no de forma civilizada y pacífica, como en la actualidad, y la vida del Guardián del Fuego corría constante peligro. Así comenzó a sospecharlo la tercera o cuarta vez que una piedra se desprendió inexplicablemente a su paso y casi lo aplastó, y la décimasegunda vez que una lluvia de flechas envenenadas se precipitó sobre el lugar por el cual en ese preciso momento tenía que haber pasado según su programa de actividades, pero no lo hizo por uno de esos retrasos que desde esas épocas sufren los funcionarios públicos.

El Guardián del Fuego era, como ya se dijo, un tipo listo y muy fuerte, y en la tribu no había quien lo venciera en una lucha cuerpo a cuerpo. Pero tenía varios factores en contra:

1. Estaba solo: era el único miembro del gobierno.

2. Los de la tribu eran un montón.

3. No sabía cuántos de ese montón, ni cuáles, querían matarlo, de preferencia a traición, aunque intuía que todos.

4. Todavía no se habían inventado las puertas, y cualquiera podía entrar a su cueva y matarlo mientras dormía.

5. Únicamente tenía dos ojos, ubicados en la parte frontal del cráneo, que sólo podían ayudarlo a detectar el peligro cuando estaba despierto.

6. Las inmensas ojeras que tenía por la falta de sueño lo hacían ver menos guapo.

7. Necesitaba dormir.

8. Necesitaba dormir urgentemente.

En fin, el Guardián del Fuego estaba en problemas, y el mayor de ellos era que se le cerraban los ojos a cada paso. La falta de descanso, los atentados de los que se escapaba por un pelo, y que ocurrían con mayor frecuencia; la tribu que crecía, y con ella los problemas, que además se volvían más complejos, lo hubieran tenido al borde de la paranoia si por esas fechas alguien hubiera inventado el psicoanálisis. Había que hacer algo, por el bien de la tribu (es decir de él).

Y lo hizo.

Había unos prehumanos nómadas conocidos como Guar Urahs, que según los antropólogos florecieron en la región meridional de América del Norte. (Algunos filólogos creen que de esa raza se deriva el término “guaruras”, utilizado para designar a los guardaespaldas en lo que ahora se conoce como México. Los naturalistas, a su vez, han demostrado, a partir de restos encontrados en excavaciones y análisis de ADN, que dicha especie es una de las pocas que no ha presentado evolución genética alguna dentro del reino animal, y que los Guar Urahs actuales son muestras vivientes de la prehistoria de la humanidad.) Se dedicaban al saqueo de víveres y bienes, al robo de mujeres y a sembrar el miedo entre las tribus sedentarias de la zona; en suma, se divertían como locos. El Guardián del Fuego había logrado que su tribu se librara de sus incursiones, sobornándolos con generosas raciones de comida (que los Guar Urahs, en su lenguaje primitivo, llamaban “mordida”) y prestándoles algunas mujeres bajo el compromiso de que las devolvieran en condiciones de uso.

El Guardián del Fuego llamó al líder de los Guar Urahs, y durante doce días y doce noches intentó convencerlo de lo importante que era la unión entre los dos tipos básicos de caracteres predominantes: los hombres de tipo intelectual (como el propio Guardián del Fuego) y los hombres de acción (como los Guar Urahs). El líder de los nómadas terminó con un dolor de cabeza (además de que se comió la ración de mamut de un mes y a una de sus esposas) y no entendió nada de lo que le decía. Como excelente intelectual que era, el Guardián del Fuego puso en palabras sencillas un concepto filosóficamente complejo: los Guar Urahs lo cuidarían de sus propios conciudadanos y, a cambio, recibirían un generoso pago y podrían hacer los desmanes que se les viniera en gana. El jefe de los Guar Urahs entendió de inmediato y aceptó, no sin antes comerse a otra de sus esposas.

Y el Guardián del Fuego por fin pudo dormir.

Y no sólo dormir: también pudo salir de su casa y visitar a sus gobernados y pronunciar discursos (que habían sido el motivo original de los atentados: el tipo era insoportable cuando abría la boca) y, en fin, hacer la vida normal de un gobernante. A su alrededor siempre había una nube de Guar Urahs que lo cuidaban con celo, a cambio de los bienes que la propia tribu tenía que pagar para mantenerlos.

En realidad al principio nadie quiso dar un quinto (o su equivalente en pieles) para mantener al montón de prehumanos que se la pasaban golpeando gente, rayando las paredes, orinándose en las puertas, acosando a las jóvenes y cosas así; pero una incursión nocturna de los Guar Urahs los convenció de que les resultaba menos caro pagar que atenerse a las consecuencias. Y hasta eso era relativo: el Guardián del Fuego era abusivo, pero al menos había aprendido a pedir las cosas por favor y a veces se sonreía; los Guar Urahs que lo protegían se la pasaban haciendo desmanes contra los que nadie se atrevía siquiera a protestar, porque iban bien armados y sacaban sus palos y lanzas a la menor provocación.

Con la llegada de los Guar Urahs a la tribu apareció entre los humanos el germen de uno de los factores fundamentales para la fructificación de la transa: la civilización. Sin saberlo, el Guardián del Fuego había inventado varias cosas que subsisten hasta nuestros días:

1. Los guardaespaldas.

2. Los impuestos, que servían para pagar a los guardaespaldas.

3. El concepto de indispensabilidad de los gobernantes. Es decir: que era indispensable que él existiera para que la tribu no se sumiera en el caos y la anarquía.

4. Los conceptos de “caos” y “anarquía”. Es decir: las desgracias que ocurrirían si él no estuviera allí.

5. Un nivel más elevado de transas.

El Guardián del Fuego no desembolsaba un solo centavo para pagarle a los tipos que lo cuidaban. Y los tipos lo cuidaban de la gente que debía estar agradecida con él, porque en realidad todos lo detestaban. Y los de la tribu necesitaban un poco de orden para vivir en paz y armonía, pero igual hubieran podido ponerse de acuerdo entre ellos, y todos felices. En otras palabras, el Guardián del Fuego, aunque fuera un tipo insoportable, no carecía de genio: había armado todo un sistema social que servía sólo para que él pudiera gozar de toneladas de privilegios.

Durante miles de años, decenas de civilizaciones han seguido su ejemplo, para orgullo de la raza humana. Y no sólo eso: a lo largo de la historia los sistemas sociales han evolucionado cada vez más, en versiones corregidas y aumentadas de una historia muy antigua. Veamos, por ejemplo, lo que ocurría en el lejano Oriente hace unos miles de años.

Una versión corregida y aumentada
de una historia muy antigua

Al principio, y pagara quien pagara sus sueldos, el Guardián del Fuego sin duda necesitaba que alguien lo protegiera, porque en serio lo querían matar. Y usted dirá que nunca falta un loco que quiera darle un par de balazos (o pedradas) al Guardián del Fuego, sin más motivo que el que tuvo el asesino de John Lennon, es decir ninguno. Pero una necesidad práctica se convirtió, con el paso del tiempo, en status (es decir en símbolo de poder), y allí fue donde las cosas se pusieron interesantes en materia de transas.

En la antigua China, la respetabilidad de los señores feudales se medía por la cantidad de dinero que eran capaces de gastar. Y no había mejor modo de gastar el dinero que mantener a gente que servía para maldita la cosa. No era extraño que un señor que se respetara, cada vez que salía de su casa, fuera acompañado por:

· 2,528 soldados de a pie.

· 1,212 soldados de a caballo.

· 1,212 caballos militares.

· Un montón de caballos no militares.

· 60 palafreneros.

· 76 escoltas personales.

· 16 ayudas de cámara.

· 8 ministros, con sus respectivas esposas, hijos y criados (2,231 personas en total).

· 4 secretarios particulares.

· 11 amanuenses.

· 276 amigos íntimos (sin familia, para no cargarle la mano al presupuesto).

· 93 conductores de carruajes.

· 93 pajes.

· 93 criados que abrían las puertas de los carruajes.

· 93 criados que las cerraban.

· 2 manicuristas (una para cada mano).

· 2 pedicuristas (una para cada pie).

· 2 peluqueros (uno para cada hemisferio craneal).

· 1 barbero.

· 1 bigotero.

· 1 esposa.

· 1 escolta personal para la esposa.

· 1 manicurista, pedicurista y peluquera para la esposa.

· 15 concubinas.

· 1 escolta que también les hacía manicure, pedicure y les cortaba el pelo a las concubinas y, en sus ratos libres, a todos los demás de la lista, excepto el señor y su esposa.

· 142 hijos.

· 142 niñeras.

· 23 perros pekineses.

· 1 perro de raza desconocida.

· 6 eunucos.

· 7 cuñados y cuñadas, con sus respectivos cónyuges, hijos y criados (394 personas en total).

· 17 actores (incluidos saltimbanquis y magos).

· 26 músicos.

· 5 médicos.

· 2 astrólogos (siempre le gustaba tener una segunda opinión).

· 2 lectores para el I Ching.

· 54 cocineros personales.

· 1 cocinero para la tropa, los escoltas, los caballos, la esposa, las concubinas, los músicos, los médicos y todos los demás.

Sin contar, por supuesto, los cañones, rifles, municiones, ropa, forraje, provisiones para un año, libros, instrumentos musicales, cacerolas y las posesiones personales (o equinas, en el caso de los caballos, y caninas, en el caso de los perros) de todos los anteriores, y las carretas de transporte y los conductores de las mismas. Es decir: cada vez que al señor feudal se le ocurría salir a dar una vuelta se armaba la de Dios es grande, porque con menos de 7000 personas a su alrededor se sentía solito.

Hay algo seguro: el señor feudal era estúpidamente rico; darle de comer a toda esa gente, a todos esos animales, y a la mezcla de ambos, cuesta dinero. Y también las casas en las que vivían, la ropa que vestían y todo lo que consumieran corría por su cuenta.

¿Por su cuenta? Bueno, es un decir: el señor feudal estaba gordo como el zángano de la colmena, y era algo muy parecido a eso: ni una sola vez, desde su nacimiento, había movido las manos más que para que se las arreglaran las manicuristas (su esposa y sus concubinas podían dar fe de ello, con lágrimas en los ojos). En otras palabras, no había trabajado ni un minuto de su vida. Pero el dinero, como es bien sabido, se genera sólo mediante el trabajo. ¿De dónde salía entonces el dinero para mantener su cortejo? Del trabajo, por supuesto, pero no suyo, sino de hombres y mujeres que no tenían ni dónde caerse muertos, a menos que tuvieran la prudencia de morirse en los arrozales, en los que trabajaban de sol a sol, y evitarle así a su familia los gastos funerarios.

Los señores feudales del Oriente —y algunos del Occidente— llevaron, pues, los ideales y el comportamiento del Guardián del Fuego a niveles que éste jamás soñó. Y tenían los mismos problemas: aunque había mucha gente en su séquito que sólo andaba por allí para hacer montón, siempre estaba rodeado de soldados y escoltas personales porque eran necesarios para garantizar su sobrevivencia. ¿Quienes querían deshacerse de él? Por supuesto, otros señores feudales, para quedarse con sus tierras, pero ésos le avisaban con anticipación cuándo iban a armarle una guerra y no era necesario que anduviera de un lado para otro rodeado de todo su ejército. Los más interesados en su desaparición eran sus propios siervos, que cada tanto se hartaban de mantener los lujos del señor feudal mientras ellos se morían de hambre, y desataban sangrientas rebeliones.

A veces, por las noches, el señor feudal pensaba seriamente durante un rato y se daba cuenta de que estaba metido en un círculo vicioso: tenía guardaespaldas (todo un ejército) porque lo querían matar, y lo querían matar porque se gastaba todo el dinero en mantener a sus guardaespaldas. Y se sentía satisfecho por eso: era una muestra de que su riqueza era envidiada por todos. Entonces apagaba a sangre y fuego la última rebelión y contrataba otros quinientos soldados para que lo acompañaran a donde se le ocurriera ir. Y, aunque no hubiera rebelión en puertas, seguían acompañándolo cientos y cientos de personas, porque de esa manera podía demostrar que era rico, importante, poderoso y, sobre todo, transa.

Si se toma en cuenta que las rebeliones campesinas se producían cada veinte o treinta años, y que duraban unas semanas o meses, resultaba que la mayor parte del tiempo los señores feudales tenían un considerable cuerpo de seguridad a su alrededor que sólo les servía de adorno. Lo que para el Guardián del Fuego había sido una necesidad imperiosa, con el paso de los milenios se había convertido en un lujo… mientras no se desatara una rebelión de los que trabajaban para pagar ese lujo.

El tiempo siguió su marcha y llegamos a todos los gobiernos nacionales de, digamos, medio siglo a la fecha. (O casi a la fecha: ya quedamos que en este gobierno las cosas son diferentes.) Y nos encontramos con que los Guardianes del Fuego han proliferado, y que han evolucionado (los Guar Urahs, por su parte, conservan su pureza genética original), y que ahora el sistema de leyes ya los afecta a ellos también. Así, pues, sus transas deben ser mucho más sofisticadas y apoyadas en la ley… que desde luego ellos mismos escriben, interpretan y hacen que se ejecute. Ya no derrochan el dinero ajeno (el dinero que se transan) en todos los lujos estúpidos que les gustaban a los señores feudales del Oriente: ahora sólo se lo gastan en algunos lujos estúpidos; el resto lo ahorran o con él ponen empresas o construyen mansiones para que sus padres pasen su vejez (son unos hijos excelentes). Ya no traen séquitos de tres o cuatro mil personas, y ya no visten a sus caballos con piedras preciosas, por el simple hecho de que ya no usan caballos para transportarse, y porque las joyas se desprenden muy fácilmente de la carrocería de sus limusinas y hay que bajarse en cada semáforo a recogerlas.

Pero sigue habiendo un lujo al que no son capaces de renunciar: los guardaespaldas. Un funcionario no es nadie si no tiene un guardaespaldas. Y no sólo uno: mientras mayor sea el número de guardaespaldas, más importante se le considerará. Y el que tiene más guardaespaldas es el que puede pagar más, es decir: es el que ha logrado transar más dinero.

No hay que ser injustos: los Guardianes del Fuego de la actualidad (o por lo menos así era hasta el gobierno pasado) corren más peligro que nunca. Tienen intereses económicos encontrados, y tienden a resolver sus diferencias a balazos, aunque convencen a la tribu, ahora formada por millones de almas, de que en realidad tales diferencias son para determinar lo que más les conviene a ellos, los gobernados. Y aquí es donde viene una de las transas más esplendorosas y por la que menos personas protestan.

Los Guardianes del Fuego en realidad se cuidan los unos de los otros. Si A se transa a B en un negocio hecho a expensas del erario público, B manda a sus Guar Urahs para que desaparezca a A del mapa. A, por lo tanto, tiene que contratar sus propios Guar Urahs para que lo protejan de los de B, y que a su vez se hagan cargo de C, que la semana pasada se lo transó a él. Si sólo ellos tres anduvieran en ésas, no habría mucho problema; pero el abecedario no alcanzaría para mencionarlos a todos, y los números naturales apenas son suficientes. ¿Resultado? Un país en cuyas ciudades transitan toneladas métricas de funcionarios públicos rodeados de toneladas cúbicas de guardaespaldas.

Los hay de bajo nivel que sólo tienen un par a su servicio, además del chofer, que es una especie de Guar Urah de inteligencia superior. Sus transas seguramente son de bajo nivel, como lo demuestra el hecho de que no necesiten de tanta protección. Pero los hay que tienen ocho, diez y hasta veinte guardaespaldas: ésos son los de las transas que realmente valen la pena, y a los que el lector de este libro emulará si se le presenta la oportunidad.

Es claro, sin embargo, que no todos los que traen guardaespaldas necesitan protección. Y no porque no sean transas, sino porque son lo que llamaremos “transas de escritorio” o “de bajo nivel”, cuyos negocios se limitan a algunos taxis que dan en alquiler, un par de edificios de departamentos para renta, una tienda de souvenirs para turistas… No se llevan con narcotraficantes peligrosos, ni siquiera especulan en la bolsa de valores, y se aterrarían si les dijeran que alguno de sus taxistas se brincó un alto. Pero, al contratar guardaespaldas, tratan de que todo mundo, especialmente los que considera sus iguales, vean que es un tipo de lo más importante y cuya vida corre peligro… y que además es capaz de pagar guardaespaldas porque sus transas son jugosas.

El lector se preguntará: ¿y cuál es la transa de los guardaespaldas? Sencillo: todos los paga el erario público. Y no sólo eso: todo el mundo protesta por los abusos de los modernos Guar Urahs, pero muy pocos ponen su existencia en tela de juicio. Se considera, de algún modo, que la gente importante debe tener guardaespaldas: funcionarios públicos, empresarios, líderes obreros y campesinos, periodistas…

¿Periodistas? ¡Sí! ¡Periodistas! ¿Los que se encargan de mantener informada a la ciudadanía? ¿Los paladines la verdad? Sí, esos mismos. Pero no los que andan en la calle (y que también hacen transas), jugándose la vida en cocteles, recepciones en embajadas, comidas con los jefes de prensa y, de vez en cuando, asistiendo a peligrosas conferencias de prensa, sino los que ni siquiera salen de su oficina para hacer su trabajo, que casi siempre derivan en transas.

Los periodistas que salen a la calle protegidos por guardaespaldas están divididos en tres categorías:

1. Los que creen que su vida corre riesgo por su valiente ataque a las atrocidades del gobierno.

2. Los que creen que su vida corre peligro por su valiente defensa de las bondades del gobierno.

3. Los que creen que su vida corre peligro por su valiente ataque a las bondades del gobierno y su valiente defensa de las atrocidades del gobierno. (Los hay a los que les cuesta trazar una línea editorial clara y, por si las dudas, se hacen de un par de guardaespaldas).

¿Quién paga los guardaespaldas de los que defienden al gobierno? El gobierno, desde luego. ¿Y de los que lo atacan? El gobierno, desde luego. ¿Y de los otros? El gobierno, desde luego. Pero eso es el tema de un estudio mucho más extenso que el que el lector tiene entre las manos, que tal vez se publique en un futuro lejano. Por ahora, quede constancia del homenaje que este autor hace a los profesionales de la información y su valiente defensa de la verdad y, sobre todo de sí mismos.

En fin: los impuestos pagan a los guardaespaldas de casi todo el mundo, funcionarios y periodistas incluidos. Y de las esposas, hijos y amantes de funcionarios y periodistas.

No sólo eso: los impuestos también pagan los automóviles que manejan los guardaespaldas, y las motos que van despejando la calle para que pase el nuevo señor feudal y no llegue más de dos horas tarde a la reunión urgente de esa mañana.

¿No le da envidia? Es una transa magnífica, porque todo el mundo la aprueba. Vea cómo funciona el proceso:

1. El funcionario (o Guardián del Fuego) hace transas y se forra de dinero.

2. El funcionario se ve en peligro: los ladrones querrán robarle su dinero, y otros Guardianes del Fuego (a los que transó o que intentan despojarlo) quieren desaparecerlo del mapa.

3. El funcionario contrata guardaespaldas y pasa el recibo al erario público: el pueblo lo necesita y por eso debe protegerse. ¿Y quién va a pagar, sino el pueblo?

4. Los guardaespaldas no pueden ir —al menos no todos— en el mismo automóvil del funcionario: tiene Cosas Muy Importantes y Secretas que debe tratar por el teléfono celular (que también paga el erario, al igual que el automóvil, que será blindado y carísimo, y el bar del automóvil blindado y carísimo) o en persona con otros igual de transas que él. Entonces hay que comprarle un par de coches a los guardaespaldas (¿adivinó de dónde sale el dinero?), pero no puede ser cualquier automóvil. Tiene que ser uno que:

a) Cuente con medidas avanzadas en caso de ataque, que sea rápido para una fuga o una persecución y que reaccione al instante. Es decir: de los que cuestan muchísimo dinero.

b) Que vaya de acuerdo con la categoría del funcionario. Y, como todos creen que su categoría es muy elevada, los automóviles de los guardaespaldas serán de lo más lujoso que el erario pueda pagar (y ya vimos que el erario da para bastante).

6. Los guardaespaldas necesitan armas para cumplir con su tarea. (Otro pellizco al erario.)

7. Los guardaespaldas deben comer (otro pellizco) y necesitan instalaciones en la casa del funcionario para vivir (una tarascada).

8. Y así sucesivamente.

Lo curioso es que en ninguna parte encontrará usted una partida presupuestal en la que se diga: “Sueldo para guardaespaldas: Tantosmil pesos.” Porque una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, y en la ley no se prevé que el erario público le pague a los guardaespaldas, a menos que sea usted presidente o algo igual de elevado. Y los funcionarios públicos de alto nivel serán transas, pero respetan la ley, y jamás pondrían la fea palabra “guardaespaldas” en su lista de gastos.

Entonces ¿cómo es que viven los guardaespaldas del presupuesto nacional?

Si va a la Cámara de Diputados, la de Senadores y otros lugares donde se reúnen nuestros representantes ciudadanos, verá que muchos de los que andan por allí tienen uno o dos o tres o muchos guardaespaldas. Si logra obtener su reporte de gastos y lo revisa, llegará a la conclusión de que:

a) Los guardaespaldas que está viendo son producto de su imaginación.

b) Los propios diputados, contrario a lo que dice este libro, pagan con sus sueldos a quien los protege.

c) Las dos anteriores.

Falso. Los guardaespaldas son demasiado concretos para que usted se los esté imaginando (¿quién tiene la imaginación suficiente para inventarse algo así?) Y los diputados, que después de todo son nuestros representantes ciudadanos, cuidan cada centavo del dinero de los contribuyentes… al menos en el rubro que corresponde a su salario, bonos, viáticos y, fundamentalmente, gastos en los que debe incurrir para cumplir con la delicada tarea que le ha asignado la ciudadanía. Lo único que hallará será que se le paga una cierta cantidad a dos o tres o siete “ayudantes” o a un montón de personas que caen en la categoría de “personal secretarial”. Un guardaespaldas es entonces una especie de secretaria ejecutora (también las hay ejecutivas) demasiado grande y fea para que el patrón se atreva a dictarle cartas sobre sus rodillas.

Los señores feudales del Oriente podían llevar un séquito de miles personas no sólo porque el presupuesto público era de su propiedad privada, sino porque los señores feudales eran muy pocos y todo el presupuesto era para ellos. Ahora hay muchos séquitos alrededor de muchos señores, pero entre todos se gastan más de lo que se gastaba el señor feudal en sus épocas de mayor derroche. ¿Las cosas cambiaron? ¡Por supuesto! Ahora la riqueza se reparte entre más. Y, al ritmo al que va mejorando la distribución de la riqueza, quizá dentro de otros dos millones de años todos podremos tener nuestro propio guardaespaldas (los Guar Urahs se reproducen a un nivel aceptable, y para ese entonces de seguro alcanzarán), y ya no necesitaremos de gobernantes ni representantes ni nada. Por ahora es privilegio de muy pocos, pero es un ejemplo de cómo las personas de tipo intelectual (licenciados en su mayoría) hacen un interesante equipo con las personas de acción (los descendientes directos de los antiguos Guar Urahs), y de cómo en ese feliz encuentro florece la transa.