martes, noviembre 11, 2008

23 minutos

Ejercicio inédito. Escrito alrededor de 1990.




Cassette Sony UXS-60, sin caja.
Etiqueta lado A: Música suave. Tinta azul.
Etiqueta lado B: Música suave. Tinta azul.
Las lengüetas en la parte posterior del cassette están quebradas.
Lado A: Ocho piezas instrumentales en piano.
Lado B: Dos piezas instrumentales en piano. La segunda pieza se interrumpe a los dos minutos con treinta y cinco segundos. Después, chasquidos. Risas nerviosas.


(...) Me dijo que estaba loca, pero yo le dije que no era eso, que si no tenía imaginación. ¿Cuál es el chiste de inventarte tantas cosas?, me preguntó. Yo le dije que ninguno, y que además eso no se llamaba inventar. ¿Cómo se llama?, me preguntó. Qué te importa, le dije, y me puse a reírme. Él se enojó. Manuel, le dije, preguntas puras tonterías. Él no me dijo nada, porque así es, pero me repitió que estaba loca porque. (Voz al fondo: Violeta, ven a comer. Lávate las manos.) Voy, mamá. Lo que pasa es que está dolido conmigo, pero él se lo buscó.


(...) Hoy no me hicieron mucho caso, pero tampoco tenía ganas de ponerme muy complicada. Lo que pasa es que el vestido que me cosió mi mamá no daba para más. Pensé en subirle el dobladillo y ponerme unos ligueros, pero dónde conseguía unos ligueros, y a quién se le ocurre ponerse ligueros con un vestido de cuadritos. Así es que llegué y les dije: Hoy amanecí en un departamento de la Colonia del Valle, con un papá medio calvo que estaba comiendo huevos revueltos con jamón, una mamá gorda, y comí corn flakes con plátano. Agarré el camión enfrente de mi casa, el que dice Iztacala-Coyoacán, y tuve que tomar un pesero para llegar a la escuela. Eso no tiene chiste, dijo Mirta, y yo le dije: así amanecí hoy y ni modo. ¿Tenías hermanas?, me preguntó Manuel. Le dije que no, que era hija única. Cuando tengas una hermana me avisas, me dijo, y se metió al salón. Los otros se rieron y también se fueron, pero Mirta se quedó. Me preguntó que de qué voy a ir mañana y que si puede llevar a su novio para que me oiga, que a él le gusta inventarse historias, pero que las escribe porque quiere ser novelista. Lo de hoy no fue invento, le dije. Además nunca invento nada: así es. Pero le prometí que mañana voy a ir de algo muy padre para que su novio oiga y escriba por lo menos un cuento. Toda la noche voy a soñar con cosas interesantes para tener algo que contarle al novio de Mirta. A lo mejor me gusta. Lo malo es que tengo que leer no sé qué sobre la revolución. Me choca la historia. Mañana a lo mejor amanezco de soldadera.


(...) El novio de Mirta se llama Carlos. Me dio un papelito con su teléfono. Estoy a punto de llamarlo, pero no sé. No es que Manuel me siga gustando, porque después de lo que pasó ya no es lo mismo. Tampoco es que lo quiera. Si Mirta se entera que le hablé a su novio le da el infarto. No estaría mal para darle celos a Manuel, a lo mejor quiere volver conmigo, pero Mirta es mi amiga. Manuel es que no entiende que el sexo no es importante. Sí es importante, pero él es muy brusco, parece que me quiere romper. Lo que me gustó del novio de Mirta fueron sus ojos. No es que tengan nada de especial. Lo que pasa es que. Le voy a hablar, ya decidí. Lo dejé apantallado. Cuando ya estábamos todos les dije: Muchachos, hoy amanecí en una casa muy grande y muy vieja y llena de fotos de personas muertas. Así les dije. A todas esas personas las maté yo. ¿En la otra vida?, me preguntó Carlos, el novio de Mirta (digo, porque el otro Carlos no habla ni aunque lo agarren a patadas, el pobrecito). No, le dije, en esta vida. Hoy soy asesina. ¿Viuda negra?, me preguntó Carlos. Viuda negra, le dije. No se me había ocurrido lo de viuda negra, pero sonó bien. Les fui contando cómo eran los hombres de cada una de las fotos que están colgadas de las paredes de mi casa. Hay uno, les dije, que se llama Tomás. No me gustó su nombre y por eso lo maté. Una noche, cuando estaba dormido, lo amarré a los postes de la cama (porque tengo una cama con postes), le puse un trapo en la boca para que los vecinos no lo oyeran gritar y lo despellejé. Primero la piel de las piernas, después la del pecho y al final... ¿Qué le despellejaste al final?, me preguntó el vulgar de Manuel. La cara, le dije. Y así. Al último, les dije, lo maté de amor. ¿Cómo es eso?, me preguntó Mirta. Así nomás, de amor. Dos días y dos noches lo obligué a que me hiciera el amor, y cuando él ya no pudo yo se lo hice a él, hasta que empezó a sangrar por allí y se murió. ¿Por dónde?, me preguntó Manuel. Por allí. No quería ponerme roja y me puse. Manuel siempre hace que me ponga roja. Por suerte llegó el de matemáticas y ya no tuve que contestarle. Pero los apantallé. Cuando hablaba del último al que maté Carlos me miraba con la boca bien abierta. Entonces fue que Mirta se descuidó y él me dio su teléfono. Le voy a hablar.


(...) Mirta fue la primera que me preguntó de qué amanecí hoy. De mí misma, le dije. No quería hablar con ella. Carlos me iba a esperar atrás de la tienda para llevarme a la casa. Su papá le presta uno de sus coches. Y sí me esperó. Estaba como tímido, así es que le pregunté si. Ya se va a terminar el cassette. Diez. Nueve. Ocho. Siete. Seis. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Cero. Menos uno. No se acabó. Empiezo otra vez. Diez. Nueve. Och.

jueves, marzo 06, 2008

Vendo cuadro de Maya y de Salarrué

Se trata de un óleo sobre lona, de 2m por 1.38m. Tiene varias características que lo hacen bastante especial: aunque está firmado por Maya, es evidente que el trazo es de Salarrué, así como algunos de los detalles del cuadro; Maya no manejaba formatos tan grandes. Tampoco utilizaba mucho el óleo. La obra fue expuesta a finales de los años cincuenta en una exposición colectiva de Maya, Aída, Olga y Zélie Lardé. Mi padre la compró alrededor de 1960.
En la parte posterior, viene un apunte a lápiz de Salarrué para un mural que planeó durante años, pero no ejecutó. No está firmado, como es de esperarse de un apunte. (En el original el trazo es mucho más claro.)
Otra de las características del cuadro es que fue pintado no en un lienzo, sino en una tijera de lona, es decir: en la tela de una cama rústica.

El tema del anverso es el mítico flechazo que recibió Pedro de Alvarado durante un ataque pipil, que lo dejó lisiado para el resto de su vida.

El tema del anverso es una deidad mexica o maya, quizá Huitzilopochtli, con atributos de varios dioses.
Los colores del cuadro no corresponden exactamente con el original.
Se aceptan ofertas por correo privado; hay un precio base, y a partir de allí se puede negociar. Se pide seriedad, desde luego. Escribir a rafael.menjivar@gmail.com y dejar nombre y teléfono(s).

sábado, noviembre 24, 2007

Breve recuento de todas las cosas (fragmento)

Publicado por Editorial Cénomane (La Mans), en traducción de Thierry Davo, y en español por Índole Editores (San Salvador), ambas ediciones en 2007.




Y ¿quién es Dios, quién sería, quién debería ser? ¿Y dónde está, por favor, dónde ha estado mientras lo buscamos, mientras lo negamos, mientras lo mencionamos como una fórmula que rara vez significa algo: una muletilla, una repetición mecánica, gracias a Dios, ojalá, si Dios permite, adiós? Porque de las palabras sólo es cierto que se gastan a medida que las violenta el tiempo. Porque Dios es los miedos y los deseos: “Dios es esto” o “Dios es lo otro” o “Dios está en los cielos”, y en los cielos sólo existe el vacío, el vacío, nada más que el vacío, como lo vio Gagarin y como lo temen los sacerdotes de Dios. Y ese hombre absurdo podría ser no obstante Dios o la casa de Dios, porque no hay nada dentro de él, y entonces la humanidad ha vivido y muerto en vano, y habría que volver a las fórmulas antiguas y vacías para no matarse colectivamente: “Dios es amor”, pero el amor de Dios ha provocado mártires y guerras santas. “Dios es como un padre”, y los padres tienen sexo y lo aplican y matan a otros padres para destruir la inocencia de las hijas ajenas. “Dios es como el mar.”
Y Dios en efecto es como el mar, que es tantas cosas y ninguna en particular, tan múltiple como único, tan monótono y convulsivo. Porque el mar es mucho más que esa cantidad estúpida de agua, sus fosfatos y naufragios, es más que las ostras y sus madreperlas, los delfines y su canto: es también los niños que se mojan los pies en la playa, los que ven desde lejos su luminosidad imposible, a un lado de la carretera; es los poemas sobre el mar, la memoria atávica de los que saborean sus propias lágrimas en la noche de su suicidio, el sudor en los ijares de los caballos, la saliva que pasa de una boca a otra en busca de la ilusión del amor. Porque Dios es más que todo lo que fue creado –incluso el mar y lo que lo habita–, es mucho más que esa cantidad infinita de silencio y de incomprensión: es los ojos de los mártires, los pujidos desesperados de las solteronas, las guerras donde los hombres son más profundamente hermanos y se odian y se matan y se dicen héroes o traidores, todo para evitar hacerse la única pregunta que vale la pena hacerse: ¿por qué?
Y en los porqués y en los para cuándos está Dios, en los milagros y en la falta de milagros, y en el pecado –esa tristeza–, y el pecado es uno solo: amar. Porque hasta el odio es amor, hasta en el tiro en la nuca de las ejecuciones sumarias hay amor, el amor del metal a la carne, de la carne al metal, del verdugo a la víctima; porque hasta en la desesperación del homicida casual hay amor, y en ese amor el pecado encuentra su perdón, si hay perdón posible.
Pero el mar no es sus rocas: las rocas son intrusas que buscan algo de razón en un elemento ajeno, al precio de desaparecer y convertirse en arena en unos cuantos millones de años; al precio de la humedad, porque la roca es seca y debe serlo para que sea seco el golpe y seco el paisaje y a secas la noción de que allí, en la roca y dentro de la roca, no está el mar. Y Dios no es sus creaturas –¿cómo podría serlo?–, ni la imagen de sus creaturas, porque su materia es tan diferente como la de la roca y la del mar, como la espuma y el aire, como las olas y el color del cielo; porque si Dios fuera sus creaturas se trataría de un dios múltiple y colectivo y no habría las guerras en el nombre de Dios, que dan sentido a la vida y la muerte de los hombres y dolor a las mujeres y a sus hijos, y noches frías, y veranos pálidos como un cirio que no quiere encenderse, o que no puede.
El mar y Dios tampoco son la memoria, ni siquiera lo que hay del mar y de Dios en la memoria, porque los recuerdos son menos que agua y que infinito, menos que aire y menos que la necesidad de no estar solo, de nunca estar solo: son olvido.

miércoles, agosto 29, 2007

Sobre la depresión

Ensayo inconcluso, pero publicado en algunos medios electrónicos. Escrito en 1994 o 1995.





Uno se complace con el dolor del alma como con un buen trozo de chocolate amargo. Uno agarra esa bola llena de vellosidades y dientes y la mira fascinado, le da vuelta entre las manos, la besa, se acaricia la cara con ella hasta sacarse sangre. Y sonríe.
Uno está encantado con la sensación. No se trata de los disgustos o dolores de costumbre: éste tiene un sabor especial, una intensidad que desarma. Se puede comer de ello a cucharadas y no hay hartazgo. Después de mucho tiempo de rutina (peleas rutinarias, aburrimiento rutinario, deseos rutinarios, trabajo rutinario, pérdidas que se hacen cada vez más constantes y rutinarias) uno encuentra que esa vividez es maravillosa: puede sentir cada centímetro del cuerpo, cada milímetro del alma, cada latido del corazón. (El corazón late con irregularidad: Pom. Pom pom. Pausa. Pom.) Es, al menos, algo nuevo.
Uno puede sumergirse en la sensación aunque sabe que no es nada agradable, y que con el paso de los días será aun peor (¿realmente sabe uno que será peor?). Uno se mira los brazos y festeja la hiperestesia, la carne de gallina; las piernas, por las noches, están tan tensas que no dejan dormir; se pone la oreja en la almohada y el sonido del corazón desespera; pero la desesperación también es estimulante. (Pom. Pom pom. Pausa. Pom.) ¿Cuándo dejará de latir?, se pregunta uno. ¿Cuál será el último latido? (Pom. Pom pom.) Éste es el último latido, dice uno, y se incorpora agitado, aterrado, porque el cuerpo no quiere morir. Y uno se dice: Mi corazón no puede detenerse, no ahora que mis sensaciones son tan vívidas. (Pom.) Y desde ese día uno no puede dejar de pensar en los latidos del corazón, y el silencio es un enemigo siniestro porque hace que se escuchen en el momento menos deseado (todo momento es el menos deseado): POM. POM POM. Pausa. POM.
Entonces la gula de dolor, de sensaciones nuevas, se convierte en miedo, y allí es donde uno comienza a estar en problemas.
(Uno es incapaz de controlar la gula. Uno piensa en la bulimia: comer compulsivamente, vomitar compulsivamente, volver a comer y así en un ciclo terrible. Al principio habrá placer; después viene la angustia. Uno cree que aún se trata de placer, y sólo se da cuenta de que el placer desapareció hace mucho, cuando ya no hay regreso.
Una garganta destrozada de tanto vomitar: una imagen desagradable para comenzar.)
De pronto uno siente, con mayor frecuencia que nunca, que se le va la respiración en la madrugada, cuando apenas comienza a dormirse, y abre los ojos con terror. Sufre un constante nudo en la garganta, los ojos miran cada vez más tiempo hacia dentro y el exterior comienza a desdibujarse, el cuerpo se insensibiliza y también el alma. Es la muerte se va instalando. La cara de esamuerte es la misma que se ve todas las mañanas al afeitarse o lavarse los dientes. Una muerte personal, muy de uno mismo.
No se trata necesariamente de una muerte física. Hay un grado hasta el que uno tiene noción de que está mal pero, qué diablos, una pequeña crisis de vez en cuando es incluso saludable. Uno nunca deja de creer que puede controlar la situación, que de hecho la está controlando, aunque quisiera que ya todo hubiera terminado y que fuera el año 3000 y estar riéndose por lo estúpido que fue al dejarse vencer por un monstruo que no era para tanto. Pero la muerte ya se instaló, y toda muerte es irreversible. Uno, en el año 3000, si es que llega al año 3000, estará tan muerto como el primer día en que tuvo conciencia de que se sentía mal; pero ya se acostumbró, o cree que se acostumbró, o quisiera haberse acostumbrado a esa necrosis en el espíritu, un lugar junto al que uno pasa en los momentos de mayor soledad pero que evita pisar porque se ve mal y huele mal, y siempre se verá y olerá mal.
El dolor del alma, que en algún momento pudo resultar placentero, nunca desaparece. Uno llega a acostumbrarse a él, como a la bala enquistada junto al hueso, que no te matará, pero que te molestará un poco en las noches de frío.
¿Cómo no pensar en el psicoanálisis, ese remedio a medias? Es incapaz de curar las heridas, porque pueden ser tan profundas que nunca cerrarán. Sin embargo logras algo de paz: estarán abiertas, pero al menos anestesiadas. Tus fantasmas no desaparecerán: sólo te acostumbrarás a vivir con ellos, a tenerlos dentro de ti sin terror. Tampoco con gusto, pero no te matarán, como sí te mataría -el alma, el cuerpo, la inteligencia, qué más da- una buena neurosis de angustia o un delicioso delirio de persecución.
Pero uno huye del psicoanálisis o de las pastillas antidepresivas o de cualquier cosa -caricias, palabras de alivio- sobre la que no tenga control absoluto, como si hubiese algo sobre lo que se pudiera tener control. Uno -el héroe de su película particular- cree que por sí mismo podrá encender la luz y hacer que las sombras se vayan por arte de abracadabra. Entonces se escoge el mecanismo de sobrevivencia que encuentra más a mano, el que ha dado vida a refranes como "un clavo saca otro clavo" o "el fuego se combate con fuego": sustituir un dolor con otro dolor, como se sustituye una mujer por otra, un trabajo malo por otro peor, un golpe contra la pared por la muela que palpita y palpita y palpita y no deja dormir. El dolor viejo pasa a segundo plano y el nuevo, rozagante, fresco, joven, salvaje, se instala y roe y duele más, pero al menos es un cambio, y durante algún tiempo uno cree que la situación es manejable. El dolor envejecerá y se enquistará, y entonces uno se buscará otro que lo alivie. Y así sucesivamente.
De dolor viejo a dolor nuevo, uno va llenándose de agujeros que supuran aunque se hayan olvidado, que nunca dejan de supurar. Y de pronto, zaz, uno tiene tantas heridas pendientes que se encuentra con que está muerto. Camina, pero está muerto. Come, pero está muerto. Llora -si es que quedan fuerzas para llorar, si es que uno sabe llorar- pero está muerto. En el espejo, el rostro de la muerte goza de inmejorable salud.
(Se dice que uno vive sólo porque es capaz de despertar- actuar-dormir-despertar. Pero está muerto.)
William Styron habla de su proceso depresivo en Esa visible oscuridad. Lo hace lúcidamente, fríamente, como diseccionando. No muy en el fondo la frialdad oculta el miedo de tocar eso y reactivarlo: el dolor tan grande que inmoviliza, la parálisis que es convulsiva, la convulsión tan violenta que lo mantiene a uno quieto en el mismo lugar, a mil temblores por segundo, tantos que nadie es capaz de ver tanto movimiento, ni siquiera uno mismo. Uno se niega a darse cuenta de que esa quietud enferma está llena de desesperación.
(En estas cosas se es necesariamente vago. Uno no sabe cuáles son las palabras precisas para hablar de ese limbo, y no desea saber de tecnicismos porque las descripciones mienten ante el recuerdo de las sensaciones. Se puede pecar de incoherente. Pero uno ha estado dentro del pozo y, haya o no llegado al fondo, sabe lo que dice. Uno quisiera no saber lo que dice, pero lo sabe.)


¿Cómo se llega a una depresión? Los psiquiatras, psicólogos y neurólogos sabrán su oficio.
Styron se involucró en su propio caso, consultó textos, habló con especialistas; quizá su modo personal de salir del agujero pasó por la comprensión de lo que física y psíquicamente le estaba ocurriendo.
Uno carece de la lucidez necesaria para verse a sí mismo de reojo y decirse: Bueno, pues, así las cosas. Sólo queda el miedo de volver a ese lugar.
Un lugar: eso es. La depresión parece ser un lugar común en el sentido más literal del término: todos los que caen en ella llegan al mismo páramo, sufren los mismos ataque de impotencia y sienten las mismas punzadas de adrenalina y el mismo insomnio o el mismo sueño incontrolable.
Un lugar. Se puede pensar en Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes: el síndrome del amor es similar en todos los enamorados. Todos viven el mismo mundo de sensaciones, dudas y alegrías; sin embargo para cada uno el amor existe de un modo íntimo y único, y siempre es la primera vez, aun en una vida llena de amores.
Barthes descubrió que existe un código común a todos los enamorados: la ausencia desencadena las mismas dudas en cada uno de los que aman, una mirada a otro es capaz de crear celos incontrolados, todos suspiran del mismo modo y se preguntan si son amados casi con las mismas palabras. Existe, en algún lado, el lugar del amor en el que, a pesar de ser tan frecuentado, el enamorado se encuentra solo, en su propia nube, con la imagen de la persona amada -no con la persona amada- como único motivo para estar allí. Pero está solo.
Jorge Jufresa, historiador y músico, lleva un poco más allá la idea: partiendo de que el amor cambia los códigos, dice que existe música exclusiva para los enamorados; que esa música, en un estado normal del alma, puede ser rechazada por cursi o por fácil, pero allí, en el lugar del amor, se descubre su sentido más profundo. Se puede pensar en Agustín Lara sin ninguna vergüenza, se puede escuchar con placer.
(Lo anterior no está sujeto a un análisis racional; el raciocinio crea guerras, no idilios. Pero puede hacer un experimento: enamórese y, cuando comience a pensar como en el libro de Barthes, escuche Santa, Aventurera o Pervertida. Entonces sabrá. También puede intentar con Charles Aznavour o Perry Como.)
La depresión, pues, es un lugar muy recurrido. Pero uno llega y se encuentra solo, nada se mueve. Su música es un zumbido que crece y crece hasta que ya no se escucha más: uno se ha quedado sordo y está demasiado cansado para tratar de leer los labios.

Uno recuerda y parece que la depresión siempre se estuvo allí; que nació, creció, comió, hizo el amor, tuvo hijos, fue al baño y al cine, durmió, despertó y fue feliz sin haber estado en otro lugar que la depresión. Que ésta siempre estuvo como telón de fondo, como razón para que se hiciera todo lo que se hizo. Y uno está seguro de que no fue así, pero la tentación de creerlo es poderosa.
Uno recuerda The Wall, de Alan Parker, y piensa: Bueno, lo mío no fue para tanto. No estuvo la droga de por medio, no hubo un padre muerto en la guerra, uno no es una estrella de rock.
Pero la idea está allí: Pinky reescribe, recompone, reentiende toda su vida en función de la depresión. Desde que era un recién nacido vivió en la depresión. Adopta una rata que le transmite el tifus (pudo ser otra cosa), pero nunca hubiera adoptado a la rata ni la hubiera cuidado y querido si no hubiese sido por la depresión que lo atacaría veinte años después.

martes, julio 03, 2007

Retrato de mujer con canario

Publicado en la revista Hablemos, San Salvador, 1999, y revista Arena, de Excélsior, México, 2004.





I
Una mujer se levanta y desayuna.
Sale a la calle.
Después muere.


II
Una mujer se levanta de la cama. Tiene dolor de espalda: una mala posición, talvez, o el aire frío que se coló entre la ropa de cama mientras dormía. Nada que no solucione un baño tibio. (El tiempo pasa.)
Durante el sueño tuvo un sueño. Soñó que era un pájaro. Volaba. No recuerda lo que veía mientras volaba, sólo la sensación de volar. Tampoco puede traducir a palabras lo que sentía, ni ubicarlo en lugares de su cuerpo: era un pájaro, y hay algo en su anatomía que ahora le parece imperfecto.
En algún momento del sueño caía, pero lo ha olvidado: ¿cómo puede caer un pájaro que vuela?
Piensa en desayunar. Cereal, como siempre. Se sirve un plato de alpiste, casi por error.
El canario no canta.
Come ante la jaula pequeños puñados de alpiste. El canario ya no está, sólo su cuerpo. Los ojos diminutos parecen ver hacia el espejo de la sala.
La mujer se peina y sale a la calle.
Después muere.


III
Una mujer, se levanta y desayuna alpiste. Su canario ha muerto.
Sale a la calle.
Siente que el pavimento pesa debajo de sus pies, que el piso se eleva, que intenta aplastarla contra el cielo. Recuerda que soñó que era un pájaro.
Sigue caminando. A medida que camina la gente se hace más pequeña. Las cabezas de los peatones le llegan a los hombros, a las caderas. Mira a través de las ventanas de un quinto piso, de un piso doce.
Mira hacia abajo: ve su casa.
Recuerda que en su sueño caía, y cae.
Tirada en el piso de la jaula, su cuerpo de canario piensa que, si pudiera volar hacia el espejo de la sala y colocarse frente a él, no reconocería su propia cara. Podría ver sólo uno de sus ojos, y tendría que girar la cabeza para ver el otro. No podría darle la espalda al espejo, porque su espalda correría casi paralela al techo; para ver sus pies tendría que hacer una absurda contorsión del cuello, poner muy rectas las piernas, que habrían perdido el torneado que a veces ha sido su orgullo. Descubriría que ya no es ella, sino un ave; que las aves comen gusanos y mueren de frío o calor, que va desnuda debajo de su plumaje amarillo. Eso piensa.
Después muere.


IV
Una mujer se levanta. Se rasca. Orina. Se desnuda. Enciende el agua caliente de la regadera, después la fría, regula la temperatura.
Se mira las piernas. Le gustan. Se sonríe. Se enjabona.
Se seca.
Su canario está muerto. Los ojos abiertos ven hacia el espejo de la sala.
Sale a la calle y vuela.
Después muere.

lunes, julio 02, 2007

Los motivos

Publicado en la revista Hablemos, San Salvador, 1999.





1. MOTIVOS PARA EL AMOR.

Ella le arranca el ojo que le queda y las carcajadas suben por la escalera, se deslizan por la alfombra del pasillo y se alzan ante el espejo del baño, que no refleja a nadie.
Él, ya sin ojos, se da cuenta de que no podrá verse en ese espejo cada vez que se afeite, y las carcajadas se hacen más fuertes aún.
Ella le arranca un brazo, luego un riñón. Las mandíbulas les duelen de tanto reír.
Ella le arranca la boca y él calla para siempre.
Ella le pregunta qué pasa. Él no responde.
Ella llora: ¿en qué ha fallado?
Él la consuela en silencio. Ella lo besa.


2. MOTIVOS PARA EL DESAMOR.

Él le patea las costillas. Ella sonríe y logra respirar sin perder la secuencia natural de su aliento.
Ella le dice que le ama.
Él le da un beso en la frente y la alza del piso, jalándola de ese cabello luminoso que le gusta como nada en el mundo.
Él la arrastra hasta la cama. Ella grita con llanto: su fémur está roto desde hace una semana.
Duermen.
Siguiente día: él la ignora durante el desayuno. Ella se va de casa. Él la extraña.


3. SU MANO IZQUIERDA.

–Uno –cuenta, y alza el meñique.
Todas las aves caen del aire y de los árboles, de los campanarios y las cornisas. El cielo deja de tener sentido, y los cazadores, y los silbidos casuales de los adolescentes que salen de la escuela.
–Dos –decreta, y alza el dedo anular, aprisionado por un anillo de matrimonio.
El sol se apaga, y se apaga el brillo de todos los ojos. Ya no hay espejos. Las luciérnagas vuelan con la urgencia de los ciegos.
–Tres –solloza, y alza el dedo medio.
El mar se hunde en la arena; los ojos se secan. Ya no hay barcos ni remos. Los marineros buscan una tubería, una fuente, una fosa séptica, y sólo encuentran sus propias manos resecas.
–Cuatro –grita, y alza el índice.
Los relojes se detienen. Las campanas se desploman. Las sillas se quiebran. Los perros ya no aúllan. Los timbres y las sirenas ya no suenan.
–Cinco –susurra, y alza el pulgar.
El aire –tan sólo queda el aire– lleva su última palabra hasta los oídos sordos de todos los hombres y mujeres. Nadie ha contestado a su ultimátum.
Cierra los dedos en un puño y regresa a casa. Cuenta los pasos como quien cuenta un cuento. Llora aire. No escucha el eco de sus pasos porque ya no hay eco, sólo el viento.
No ha regresado a quien llamaba. Tampoco regresará.
Duerme. Mañana no será otro día.

domingo, julio 01, 2007

Últimos momentos

Publicado en la revista Hablemos, San Salvador, 1999.





1. INSTRUCCIONES PARA VOLAR.

Suba nuevamente en el elevador y marque el último piso.
Baje del elevador.
Suba hasta la azotea a velocidad regular.
Camine hasta la cornisa más lejana.
Salte el muro de protección y suba a la cornisa.
De pie en la cornisa, respire profundamente.
Cierre los ojos.
Avance.
Espere.
En los segundos que le quedan de vida, dé media vuelta en el pavimento, girando sobre el eje de su cuerpo, a manera de que su cara quede en dirección al cielo. Abra los ojos.
Repita tantas veces como sea necesario.


2. ÚLTIMAS PALABRAS.

Y gracias especialmente a la señorita Juventina Otero, quien ha hecho posible esta transmisión, que llega en vivo hasta sus hogares.
Y gracias especialmente a la señorita Juventina Otero, quien ha hecho posible esta transmisión, que llega en vivo.
Y gracias especialmente a la señorita Juventina Otero.
Y gracias especialmente.
De verdad, gracias. Gracias.


3. SÓLO UNA CALLE HÚMEDA.

Mamá ya no está muerta; sólo suspira.
Papá ya no está vivo; sólo grita.
La ambulancia ya no corre; sólo yace.
El dolor ya no es tanto; sólo duele.
La noche ya no es noche; sólo amanece.
Las calles ya no están vacías; alguien viene.
Alguien viene y no llega.
Ya no espero a nadie; sólo trato de hablarme.
No contesto.
Alguien alza la mano y no es mi mano.
Alguien corre sin pies.
Alguien me mira. Ya no llueve.
Al menos ya no llueve; sólo lloro.
Alguien saca a pasear a su perro. Alguien vuelve a nacer. Alguien me habla y otro escucha.
Alguien contesta y no soy yo.
Si no fuera por este olor a sueño, todo estaría bien.
Todo está bien, me dicen, pero estaría mejor si me quedara quieto.
Pero ya no me muevo; sólo veo unos pies inmensos en el otro extremo de mi cuerpo.
Ya no suspira mamá; sólo está muerta. Ya no grita papá; sólo está vivo.
Ya nadie viene.
Ya no soy yo el que piensa mi nombre. Ya no hay nombres.