Publicado en Forja (San José, Costa Rica) en septiembre de 2000 y por Alkimia (San Salvador) en diciembre de 2000.
La ventaja de esa fijación es que por fin puede pensarse en la persona que ha muerto como un todo, como una estructura terminada, de forma definitiva, si es que “estructura” sirve como algo más que como sinónimo (académico, pedante) de “vida”. (También implica dolor: es el precio: ¿quién quiere pagarlo?)
Todo se explica de pronto –hay que tener voluntad para ello–, y lo que vimos treinta años antes tiene sentido en las últimas palabras del que ha muerto o en los silencios terribles de su agonía, en el recuerdo de una carcajada en algún momento indefinido del pasado. (Hay imágenes que no pueden ubicarse: son destellos que llegan y se van antes de que uno alcance a aprehenderlas; y es que talvez uno no comprendió su importancia en su momento, de allí la fragilidad del recuerdo.)
Todo, también, tiene sentido cuando se hace la lista de quienes llamaron para enterarse del moribundo, de quienes no llamaron jamás, de quienes fueron sus amigos sólo a la última hora, de quienes lloraron sin saber por qué, pero con el corazón.
¿Quién cargó su ataúd, quién quiso cargarlo, quién fue espectador, quién fue víctima? La estructura se cierra con ese último hecho. Y ése es el último hecho porque a la hora de las paletadas de tierra llora casi cualquiera, o casi cualquiera debe contener el llanto, porque es sobre la imagen que tiene uno de sí mismo que están cayendo esas paletadas: un día ese ataúd será el mío –lo es desde ya, qué le vamos a hacer–, un día habrá ciertas personas presentes o ausentes y vestidas de negro que también lloren en nuestro nombre, por nuestro nombre: están en nuestra muerte desde ya. (¿Quiénes son? Y ¿por qué precisamente ellos?)
Todo es claro entonces. Uno puede decir: “Esta persona fue esto”, o “Esta persona fue esto otro”, aunque uno lleve el mismo nombre que el muerto. Y el hecho de llevarlo hace que, de algún modo, uno tenga una visión de sí mismo –parcial, de acuerdo–, una pista acerca de quién es, de qué está siendo, de quién fue y –¡vamos!– de quién será cuando llegue el momento en que suenen las paletadas sobre el ataúd propio y otro a su vez, con el mismo nombre a cuestas, se dé cuenta de que un ciclo se ha cerrado dentro de su vida, y que “la vida” significa que algo suyo, alguien que es él mismo, ha muerto y sin embargo apenas está muriendo, y así sucesivamente.
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La solemnidad evita que uno vea al muerto de frente. En realidad lo que el solemne ve es su propia imagen en un espejo distorsionado, del que la miopía le impide ver el detalle. No habla del que murió, sino de sí mismo, de lo que quiere de sí mismo, para sí mismo, y sueña con estatuas y con los discursos –solemnes, claro– que se dirán cuando su cadáver descienda a la oscuridad. Un solemne no aceptará que se le incinere; quizá en su caso sí funcione eso de la incorruptibilidad que la naturaleza reserva a algunos elegidos: se han visto casos y se verán más, no quepa duda.
La sensiblería estupidiza, si no es ella misma un síntoma de estupidez. (No tiene que ver con el IQ, sino con la inteligencia del alma.) El sensiblero llora, recuerda cualidades que el muerto no tuvo, y quiere verlo –¡ah, los espejos!– como se vería en su propio funeral si tuviera la oportunidad. (Al menos el sensiblero sabe que no la tendrá; sólo se rinde duelo antes de que sea demasiado tarde. Cuando esté a punto de morir tendrá miedo como cualquiera, humano o no, solemnes incluidos.)
Rafael Menjívar (escribo mi nombre y siento que escribo también el de otros; eso hago) se fijó en el tiempo el 7 de agosto de 2000, día de su muerte, para quienes lo quisieron, y para los solemnes (que ya reconstruirán su historia a conveniencia) y sensibleros (que ya lloraron un fragmento de su propia muerte y obtuvieron un poco de paz de espíritu). Para mí, Rafael Menjívar (escribo su nombre y el de otros y siento que estoy escribiendo el mío), el aire sigue siendo más ralo que antes y he muerto casi cada vez que he respirado desde el 7 de agosto, porque lo que enterramos (¿qué nombres esconde ese plural?) fue un pedazo de lo que soy, de lo que seguiré siendo y lo que ya nunca seré.
Ya pasará la sensación de ahogo. Siempre pasa. Eso es lo que dicen, y lo creo; hace menos de un mes y medio que un pedazo de mi nombre está muerto y hace falta acostumbrarse a que uno no obstante continúa desconcertantemente vivo.
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El doliente no puede pensar más que en sí mismo. Por eso es tonto esperar que los suicidas tengan compasión de sus familias (“Su hija lo encontró, pobre niña, por qué no pensó en ella”), o que los depresivos terminales hagan algo más que ver la pared, o que los bebés con cólico dejen de llorar, llorar, llorar.
Puede no ser egoísta cierta aceptación de sufrir dolor a causa, digamos, de una causa noble: el héroe que salva a una o tres o cuatro personas del incendio, la madre que protege al hijo con su cuerpo en la erupción del Etna. O trabajar excesivamente para que las cosas mejoren –la situación económica propia, la miseria de tanta gente–, sin importar las consecuencias ni el cansancio que, de verdad, en algún momento dejará de sentirse.
Pero llegado el dolor sólo hay egoísmo y retraimiento. Por eso detesto a los mártires profesionales: necesitan de los peores dolores o del deseo de las peores torturas para que su vida tenga sentido, y cada vez que dicen “Estoy dispuesto a...” sienten el dolor anticipadamente y se retuercen de placer. El pueblo, o la religión, o la patria –siempre una generalidad: ¿cómo puede individualizar un egoísta?– son el motivo declarado de su dolor futuro, que sin embargo disfrutan de antemano. Para el mártir el dolor no es un riesgo: es un objetivo.
Los que verdaderamente “están dispuestos a...” no se andan con justificaciones: simplemente hacen lo que tienen que hacer, y saben que todo tiene un precio; si pueden, se abstendrán de pagarlo. No son gente enferma: son gente que vive a secas, al igual que la gente que “no está dispuesta a...”, esa mayoría respetable.
Doy demasiadas vueltas para decir que en las últimas semanas he fumado de más, y que eso hace daño. No he podido dormir antes de las cinco de la mañana. Me la paso frente a la computadora –ah, el maravilloso enlace a 64k– y busco discos gratis en el web, escribo por trozos las correcciones de un libro que debí terminar hace un año –añado, quito, dudo, borro, reescribo, invento–, abro el programa de música y transporto a sonido de guitarra las variaciones Goldberg que conseguí en formato MIDI (hay que ajustar velocidades, tesituras, etcétera), tomo el cuaderno y hago anotaciones a mano, abro el libro sobre etnicidad y literatura en Guatemala que acaba de enviarme Mario Roberto Morales, leo y subrayo, ceno entretanto, almuerzo, busco en el web cosas que antes no me importaban y que cuando termino de bajar olvidé para qué servían. Llega trabajo por correo electrónico. Bajo los archivos, los reviso, traduzco, envío. Repito el ciclo, me acuesto en la hamaca y el único cambio es que leo un capítulo del Manual de caligrafía y pintura de Saramago; lo demás sigue, compulsivamente.
Y de repente es de nuevo hora de despertar y otra vez la de acostarse, hora de comer, las horas del día tan iguales, el calor siempre el mismo, la tormenta eléctrica de hoy idéntica a la de cuándo. Es tanto lo que hago en estos días que no guardo registro sino en segundo plano, y es difícil que todo tenga sentido por sí mismo. Esa compulsión, lo sé, es un modo de asumir el dolor, o de impedirlo, y ya me harta. Estoy siendo egoísta: estoy encerrado en la muerte de alguien que llevaba mi nombre, aunque siempre había dicho que el proceso natural, que la última etapa de la vida y todas esas coas. Y no, no pienso en un dios; sería faltarme al respeto y faltarle al respeto a los otros Rafael Menjívar con los que comparto sangre.
(Son las 5:13 de la tarde. ¿Cómo llegamos a las 5:13? Hace apenas un rato eran las once de la mañana del día de ayer. Sí, me digo como en los días anteriores, hoy me dormiré temprano. Estoy seguro. Y me da miedo, y a la vez me es indiferente, que el reloj marque de repente las 5:30 de la madrugada y que los pájaros canten después de un largo sueño, que envidio aunque no deseo. Y allí está el peligro: en el miedo, en la indiferencia, en la envidia de algo que no se desea. Quisiera decir que el verdadero peligro está en el reloj, pero no es cierto: él sólo hace su trabajo. No quiero pagar el precio del dolor. Debo fumar menos. Ah, cómo me extraño, cómo quisiera estar de nuevo conmigo.)
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¿Qué se fijó de Rafael Menjívar en el tiempo el 7 de agosto de 2000, diez días antes del cumpleaños de Rafael Menjívar su hijo, un mes y dos días antes del de Rafael Menjívar, su nieto?
Con él las cosas nunca fueron fáciles, y allí estuvo siempre su encanto: se puede saber qué fue, pero no a partir de ciertos actos, sino de todos; si esa afirmación debe expresar algo es admiración por una vida interesante. Jamás entró a trabajar a las ocho de la mañana –no por mucho tiempo, quiero decir, no definitivamente–, ni regresó a las seis de la tarde ni encendió la televisión ni abrió una cerveza ni leyó el diario mecánicamente más que como un cambio de rutina, y su rutina –nuestra rutina– era la falta de certezas: policías a veces alrededor de la casa, libros nuevos, gente interesante, a veces esconderse durante unos días por cosas que otros hacían, siempre el riesgo de la cárcel o el exilio o la muerte. Algo aprendimos: la vida puede terminarse hoy, en cualquier momento; hay que hacer las cosas que uno debe hacer antes de que “eso” llegue, qué diablos. El problema –lo veo cuando he pasado de los cuarenta años, ahora que mi padre murió entre otras cosas de cansancio– es que ese exceso de energía que se gasta cobra caro. Pero es difícil vivir de otro modo cuando no se sabe cómo.
Rafael Menjívar, en fin, jamás se acostó a las nueve de la noche y se despertó con las gallinas. (El sonido más grato de mi niñez era la máquina Olimpia sonando a 120 palabras por minuto en el entresueño. Mi hijo habla de cómo extrañó ese mismo sonido cuando cambié la Olivetti por el teclado.) Tampoco tuvo un seguro de vida, una pensión, y los ahorros le sirvieron para morir, no para vivir el resto de su vida: la diferencia es inmensa.
Mi perspectiva es limitada: Rafael Menjívar era mi padre, y esas relaciones nunca son transparentes, aunque lo intentemos. Menos fáciles son aún porque Rafael Menjívar soy yo, y es mi hijo que lleva el mismo nombre, y es mi hija que se llama Eunice, y mis hermanos, y sus amigos y sus enemigos, que los tiene aún en la muerte porque los mereció: la gente recta merece tener enemigos. (Es su premio. Es su victoria. Y son enemigos de todos nosotros, de Rafael Menjívar, porque es en nosotros en quien vive el que murió hace apenas unas semanas.) La amistad, por otra parte, es una decisión íntima; nadie hereda a los amigos como hereda algunas fotos o unos cuantos libros subrayados aquí y allá con marcador amarillo.
Y desde mi perspectiva hay cosas que a nadie le interesan –son tan banales si no se las vivió...–, pensamientos tan íntimos que no se ponen en una nota que aparecerá en una revista, hechos tan complejos que necesitarían contarse en un espacio más largo, con otra intención talvez.
Es poco entonces lo que puedo decir, más allá de nació el 3 de enero de 1935, en Santa Ana, decano de economía a los 28 años, rector de la Universidad Nacional a los 35, exiliado hasta el día de su muerte, ocurrida a los 65, homenajeado post-mortem en varias ocasiones, cerca de 30 libros publicados (muy pocos en El Salvador, qué triste, él que vivió y murió pensando en su país).
Pero puedo decir que sus delirios con la morfina que le aliviaba el dolor del cáncer me mostraron quién era de verdad: era él mismo, la persona a la que conocí desde siempre y hasta ese día.
Su obsesión en los días de agonía era el trabajo. Con el tío Juan, conmigo, hacía largas reuniones en las que los temas recurrentes eran la creación de un organismo que buscara la integración política en Centroamérica y la consecución de fondos para proyectos de investigación acerca de El Salvador. (Un par de veces, en los peores momentos, vio policías nacionales que trataban de llevárselo preso o que intentaban secuestrar a Diego, el hijo de mi hermana. Pasó pronto.)
Durante un mes lo acompañé en las noches y platicamos otra vez de todo lo que platicamos desde que tengo memoria, y que la lejanía física había hecho menos frecuente. Las primeras veces fue difícil comunicarnos; la morfina lo hacía cambiar el objeto de atención a cada momento. Si hablábamos de literatura y ladraba un perro en la calle, comenzaba a hablar de perros; si un carro chirriaba las llantas, cambiaba a los accidentes automovilísticos o al cuidado de los frenos. En unos días descubrí que en realidad seguía hablando del mismo tema, que su discurso era por completo coherente; sólo cambiaba las relaciones que hay entre los elementos literarios a las relaciones entre los perros, los frenos y sus respectivos contextos.
Las pláticas comenzaban a las once de la noche, y él las esperaba como veinte años atrás, en México, esperaba a que yo llegara del trabajo a esa misma hora, para conversar hasta muy entrada la madrugada.
A veces me reconocía como su hijo; a veces yo era él y me hablaba como sólo podía hablarse a sí mismo, en voz muy baja. A veces yo era su hijo Rafael Menjívar, pero me hablaba como si yo fuera otro hijo, otro Rafael Menjívar al que acabara de conocer. A veces me decía de lo que sentía por mí como nunca lo hizo, creyendo que era otra persona a la que se lo contaba, o así supongo. Y gracias a eso sé que el dolor pasará, aunque ahora parezca excesivo: porque me dijo tantas cosas acerca de sus sentimientos, y yo de los míos, que dejamos nuestras cuentas claras. ¿Qué más se le puede pedir a un padre, sino que le diga a uno que lo quiere antes de morir, y poder decirle lo mismo?
A veces, cuando se ponía mal, le colocaba una mano en la frente y le hablaba en voz baja. Casi siempre se tranquilizaba. Casi siempre. Casi. A veces lo llevaba al jardín en la silla de ruedas. Me pedía un cigarro, que tenía prohibido desde hacía una década pero que no abandonó sino hasta que el cáncer prometía ser incurable. Y ésos son los momentos que aún me duelen, los que no puedo quitarme de encima: mientras fumaba, miraba el jardín con una tristeza profunda, con una expresión en los ojos que no se parece a nada que haya visto, y que espero no sea la mía cuando llegue mi momento.
De pronto se volvía hacia mí y podía darme cuenta de que había emergido de entre los vapores de la morfina, que estaba absolutamente consciente y que no podía hablar, que no quería hablar, que no quería que yo le hablara. Me acercaba y me sentaba a su lado y trataba de ver lo mismo que él, sin lograrlo.
Era tristeza por haber vivido tan poco tiempo y por haber vivido demasiadas cosas. Le tomaba una mano y él lo aceptaba. Le daba otro cigarro y, después de fumarlo, me pedía que lo llevara a la cama; estaba cansado, quería dormir. Y dormía de un tirón, y a la mañana siguiente la respiración le fallaba por algo más grave que el par de cigarros que le había dado y que ese cáncer que no era pulmonar, sino en los huesos: ¿dónde más podía tenerlo?
Desde hacía mucho tiempo mi padre estaba cansado. Desde 1983 no volvió a ser feliz. Y no fue gratuito que quien le cerrara los ojos, unas semanas después, fuera Tula Alvarenga, dirigente obrera, presa tantas veces en compañía de su esposo, Salvador Cayetano Carpio. La tía Tula permaneció al pie de su cama durante buena parte de siete días y de siete noches. Es amiga de la familia –es parte importante de la familia– desde mil novecientos cuarenta y tantos: ¿quién podía negarle el derecho de cerrarle los ojos a ese hombre ya sin carne que vio desde que era un niño con todo el futuro para vivirlo?
Refraseo: ¿quién mejor para cerrárselos?
Son otra vez las 5:05 de la mañana. Quiero dormir.
Mi padre ha venido a mis sueños sólo un par de veces. La primera él estaba a punto de caer a un precipicio. Estiré la mano y no la tomó: se dejó caer luego de decirme que así estaba bien. En el sueño era joven, mucho más joven de lo viejo que me estoy poniendo. La segunda vez que me visitó, hace tres o cuatro días, salió de entre una multitud, alzó la mano y me saludó de lejos, sonriendo.
Porque eso sí: murió sonriendo.
2 comentarios:
Tu padre... ahora, cuando leo en el Peridico del ùltimo domingo de cada mes el suplemento de la FLASCO me acuerdo de èl, y de todo lo que vos nos has contado. Què decirte, no sè, sentite afortunado, pues no cualquiera, Rafa.
Saludos
JRenato
wow!!! nunca me habia sentido tan triste desde ke el murio, nunca me dijiste como fue, ahora lo lei y en verdad me dolio bastante, me da miedo ke nos pase eso, kiero conocerte mejor y no kedarme con la duda de kien eres como me kede con la duda de kien era realmente mi abuelo te kiero pa y lo digo de corazon espero ser correspondida y respondiendo al comentaria anterior ke se ke fue hace algunos años: relamente por lo menos se ke hablo por todos fuimos afortunados de tener a lito en nuestras vidas y lo soy por tener la familia ke tengo tanto materna como paterna gracias por el comentario me ayudo a sentir orgullo por mis raices muy rezagadas besitos euni
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