Publicado en varias antologías de cuentos.
El Loco sabía que se iba a morir. El médico se lo dijo:
–O te corto la mano o te mueres.
Él se paró y se salió del consultorio. Ni siquiera torció la boca, como a veces hacía. Sólo se levantó y se fue. Ya había dejado pasar mucho tiempo y el único modo de curarlo era cortar. No le gustó la idea.
–Loco, que te la quiten –le dije en la puerta–. Es la izquierda, no hay bronca.
–Es mi mano –dijo.
Hacía cuatro días que el Loco no iba al trabajo y el comandante me llamó.
–Tráeme a ese cabrón o los corro a los dos. Hay operativo y los quiero aquí a las siete.
A veces el Loco se desaparecía varios días y luego llegaba como si nada. Lo más probable era que se quedara en su casa lavando ropa o se fuera de putas a Acapulco, pero le gustaba hacerse el misterioso. No era raro que desapareciera cuando faltaban tres días para navidad.
Estaba en su departamento. Adentro sonaba la tele a todo volumen. Voces de caricaturas. Estaba pálido y parecía que no se había bañado en un año, él siempre tan limpio. Sudaba por todas partes.
–Huele a rata muerta –le dije.
–¿De veras?
Cuando huele así es porque hay algo descompuesto. Casi siempre es gente. Asesinatos pasionales, viejitas que se caen en la bañera, suicidas, de todo. Me asomé al baño.
–Ni busques –dijo.
Me enseñó la mano izquierda, envuelta en un pañuelo con manchas negras. El olor venía de allí. Se veía hinchada, con los dedos gruesos como chorizos y del mismo color que los chorizos.
–Me chingaron –dijo.
Se sentó frente al televisor y le dio un trago a una botella de brandy.
–¿Quieres un trago? –me dijo.
–No.
–¿Has visto Los Picapiedra? –me preguntó.
–Te voy a llevar con el médico.
–¿Has visto a los chingados Picapiedra?
–Sí.
–Te pareces al pinche Pablo –dijo, y se empezó a carcajear.
Encendí un cigarro.
–Deja de fumar. Esas cosas matan –me dijo.
–Hay operativo. Te voy a llevar al médico para que te vea y te dé una justificación.
Pedro Picapiedra estaba vestido de Santaclós y salía de una chimenea.
–¿Has visto Los Picapiedra? –me volvió a preguntar.
Yo no podía dejar de verle la mano envuelta. El estómago se me revolvió.
–¿Qué te pasó?
–Me chingaron –dijo.
–¿Quién?
–¿Qué importa? –dio un resoplido–. Me chingaron. Así pasa.
–¿Un balazo?
–No –dijo.
No pude sacarlo de allí. Era raro que no quisiera decirme. Le gustaba hablar de todo lo que le pasaba. Era bueno para contar historias.
Se miró la mano como con lástima. Un hilo de sangre negra se le resbaló por debajo del pañuelo.
–Se te está pudriendo –le dije–. Te llevo al médico.
–Ya ni llorar es bueno –se empezó a desamarrar el pañuelo–. Ya ni me duele.
Me la enseñó. Tuve que ir a vomitar. No porque no hubiera visto cosas peores, sino porque era la mano del Loco. Él se atacó de la risa y cuando volví estaba echándose el último trago de la botella.
–A ver si llego a navidad –me dijo.
–¿Y el que te lo hizo?
–Que se vaya a la mierda.
–Te llevo al médico.
–Se van a burlar –dijo, pero me acompañó.
Lo llevé en su coche; no quería que el mío se apestara. Este olor no se me va a olvidar, pensé.
–La vida es como las putas caras –dijo el Loco en un semáforo.
–¿Cómo? –le pregunté por seguirle la corriente.
–No sé, pero así es.
No volvió a hablar.
–Gangrena –le dijo el legista–. Hay que amputar. O te corto la mano o te mueres.
–¿Hasta dónde? –preguntó el Loco.
–Hasta aquí –y señaló abajo del codo.
Entonces el Loco se paró y se fue corriendo. Cuando llegué al estacionamiento ya no estaba su coche.
–¿Por qué huele a muerto? –me preguntó el Turco, uno de Homicidios.
–Yo no huelo nada –le dije.
Agarré uno de los carros confiscados y me fui a Cuemanco. Allí había un lugar donde al Loco le gustaba estar, con árboles y unos prados llenos de flores. El Loco era raro. A veces pasábamos por allí y me decía: vamos un rato.
Habían encontrado un cementerio de carros hacía años. Todos robados y desmantelados, puestos en filas bien parejitas. Eran como setenta. Al Loco le gustaba caminar en medio de los carros y sentarse en alguno a mirar los prados.
–Aquí quiero que me entierren –decía, y me contaba cosas de su papá.
Allí lo encontré, metido en un LTD sin asientos. Tenía la pistola en la derecha y miraba por el parabrisas con los ojos bien abiertos.
Me pareció que olía peor. Encendí otro cigarro y me quedé callado.
–Ya no fumes –me dijo.
Tiré el cigarro.
–Estás mal –le dije.
–Hace mucho frío. A nadie le da gangrena cuando hace frío. Además en clima seco no da gangrena.
–¿Y los gusanos?
–Que se jodan.
Fui a orinar a un árbol.
–Mi papá tenía una cicatriz en las costillas, así como de este tamaño. Estaba fea, como si le hubieran quemado.
–¿Qué le pasó?
–No sé –estaba sudando y tenía la voz pastosa–. Cuando íbamos a la playa me pasaba viéndole la cicatriz. No entendía cómo mi mamá lo podía abrazar con esa cicatriz. Me daba vergüenza que la gente lo viera en traje de baño.
Traté de tocarle la frente, pero se hizo para atrás y me apuntó con la pistola.
–Estás mal –le dije.
–¿Sabes por qué me dicen el Loco? –me preguntó.
–Porque estás loco –le contesté.
Soltó una carcajada y bajó la pistola.
–Una vez desarmé a cuatro asaltabancos con las purititas manos. Traían pistolones de este tamaño. Con las purititas manos y los dejé locos de tanto madrazo. Estaba en la Bancaria. Me dieron cuatro mil pesos de recompensa. Con eso compré la tele y unas camisas.
Apoyó la cabeza en el volante y se puso a llorar.
–¿Te duele?
–No.
–Son las cinco –le dije–. Tengo que estar a las siete para el operativo y tú te vas con el médico.
Entonces oímos el motor. Parecía de un carro deportivo con el escape abierto. El Loco levantó la cabeza.
–Van y chingan a su madre –dijo.
Se salió del carro con la pistola bien agarrada, alerta, como cuando teníamos que hacer algún trabajo delicado. Se fue corriendo hasta donde estaban los árboles.
Lo seguí.
–Es un vochito –me dijo desde detrás de un pino–. Suena como Ferrari.
–Vámonos –le dije.
–Son dos viejas –dijo.
Del coche bajaron dos muchachas y un cachorro blanco.
–Samoyedo –dijo–. Siempre he querido tener uno de ésos.
Las muchachas caminaron por el prado, con el perro corriendo y ladrando alrededor. Ellas no le hacían caso. Hablaban moviendo las manos y se reían. Usaban pantalones de mezclilla y unos suéteres de colores. Vestían casi igual.
El Loco las miraba con la boca y los ojos bien abiertos, como contento.
–Mi hermana me va a extrañar –dijo–. Ojalá.
–Vamos –le dije–. Que te corten esa chingadera.
–Es mi mano –dijo.
–Estás agusanado –le grité–. Te vas a morir.
Me miró a los ojos.
–No me grites –y volvió a ver a donde estaban las muchachas–. Te oyeron.
El cachorro se había puesto a ladrar hacia donde estábamos. Las muchachas se levantaron despacio, alarmadas.
–Ya la fregaste –dijo, y salió.
Las muchachas lo vieron con la pistola y corrieron al carro. El cachorro también corrió, sin dejar de ladrar.
Salí detrás del Loco. Las muchachas estaban subiendo al vocho. Él se volteó y me apuntó.
–No te acerques o te mato –me gritó.
Fue al coche y le apuntó a la que manejaba. Toqué mi pistola; estaba en su lugar.
–¿Quién chingados eres? –oí que le gritaba a la muchacha–. ¿Quién chingados crees que eres?
El cachorro ladraba como poseído. El Loco los va a matar, pensé.
La muchacha debió decirle algo porque bajó un poco la pistola. Me acerqué despacio.
–Me vale madre –gritó el Loco–. Yo estoy muerto. Me morí hace cuatro días. Me vale madre. Tú no eres quién para decirme lo que es bueno y lo que es malo.
El motor del coche se encendió. El Loco levantó otra vez la pistola. Aproveché para rodearlo y acercármele por detrás. Lo tenía a cinco metros. Que las mate, pensé, pero me arrepentí.
El cachorro dejó de ladrar.
–¿Ves que no es difícil? –dijo el Loco; estaba hablando a gritos, pero se oía como si susurrara–. ¿Viste? Dile a tu amiga que salga y después sales tú.
Lo tenía a tres metros. Oí una voz aguda; era de la muchacha que manejaba. No entendí lo que dijo.
–Mira –dijo el Loco y movió la mano frente a la ventanilla; otra vez había bajado la pistola–. Tú nunca has visto algo así. Eres demasiado bonita. Hueles bien, pero yo huelo mejor –se carcajeó–. Yo huelo mejor. Yo huelo pura madre.
Oí un golpe: había roto una ventanilla con la pistola. Las muchachas gritaron y el cachorro volvió a ladrar.
–Loco –le dije. Él bajó la cabeza sin voltearse.
–Me vale madre –dijo.
Se puso la pistola en el cinturón. Me paré detrás de él. Las muchachas estaban pálidas. La del asiento del pasajero se parecía a alguien que no recordé.
–Callen al perro –les grité.
La muchacha que manejaba lo agarró y se lo puso sobre las piernas. Empezó a acariciarlo, con las manos crispadas. El cachorro se calló.
–Les voy a dar un regalo de navidad –dijo el Loco, y se quitó el pañuelo de la mano–. Miren. Es mi mano.
Ellas estaban demasiado asustadas para asquearse.
–Loco.
–Ya te oí –me dijo–. ¿No ves que estoy platicando con las señoritas?
–Váyanse –les dije.
–Ni madre –dijo el Loco–. Que vean. Que se chinguen –miró a la que manejaba–. ¿Qué quieres? –le preguntó–. ¿Qué chingados quieres?
Estuvo a punto de tocarla con la mano podrida.
–Que esté bien –gritó ella histérica–. Que se cure, por favor.
El Loco puso la mano en la pistola. Saqué la mía.
–Suelta eso o te plomeo –le dije.
Volteó a verme. Estaba llorando. Tenía la misma cara de mi hijo cuando se robaron el gato. A mi hijo lo abracé. Al Loco no podía, aunque quisiera.
–¿Por qué? –me preguntó.
Seguí apuntándole.
–Apártate, Loco. Va en serio.
–Tal vez hasta fuera mejor –dijo, y se fue caminando hacia los árboles. Arrastraba los pies y parecía que la cabeza le pesaba.
El cachorro estaba dormido en las piernas de la que manejaba.
–Váyanse –les dije–. Y no se les ocurra decir nada porque las busco.
El piso estaba lleno de pedazos de vidrio. El carro dejó las ruedas marcadas en el pasto. El motor sonaba demasiado fuerte para ser un vocho.
–Ya traté de pegarme un tiro, ahorita, dos veces –dijo el Loco; estaba parado en medio del cementerio de coches–. Se siente feo.
–Hay operativo. Vamos o me corren.
–¿Crees que llegue a navidad? –me preguntó.
–No.
Fue hacia su coche.
–Ya qué –dijo.
Ya no sentía el mal olor. Hacía rato que había dejado de sentirlo. Le abrí la puerta.
–¿Te acuerdas si apagué la tele? –me preguntó mientras se subía.
–Yo la apagué.
–Menos mal. Gasta mucha corriente.
Encendí el coche. El Loco no sabía dónde poner la mano; había perdido el pañuelo.
–Pinche frío –dijo.
–O te corto la mano o te mueres.
Él se paró y se salió del consultorio. Ni siquiera torció la boca, como a veces hacía. Sólo se levantó y se fue. Ya había dejado pasar mucho tiempo y el único modo de curarlo era cortar. No le gustó la idea.
–Loco, que te la quiten –le dije en la puerta–. Es la izquierda, no hay bronca.
–Es mi mano –dijo.
Hacía cuatro días que el Loco no iba al trabajo y el comandante me llamó.
–Tráeme a ese cabrón o los corro a los dos. Hay operativo y los quiero aquí a las siete.
A veces el Loco se desaparecía varios días y luego llegaba como si nada. Lo más probable era que se quedara en su casa lavando ropa o se fuera de putas a Acapulco, pero le gustaba hacerse el misterioso. No era raro que desapareciera cuando faltaban tres días para navidad.
Estaba en su departamento. Adentro sonaba la tele a todo volumen. Voces de caricaturas. Estaba pálido y parecía que no se había bañado en un año, él siempre tan limpio. Sudaba por todas partes.
–Huele a rata muerta –le dije.
–¿De veras?
Cuando huele así es porque hay algo descompuesto. Casi siempre es gente. Asesinatos pasionales, viejitas que se caen en la bañera, suicidas, de todo. Me asomé al baño.
–Ni busques –dijo.
Me enseñó la mano izquierda, envuelta en un pañuelo con manchas negras. El olor venía de allí. Se veía hinchada, con los dedos gruesos como chorizos y del mismo color que los chorizos.
–Me chingaron –dijo.
Se sentó frente al televisor y le dio un trago a una botella de brandy.
–¿Quieres un trago? –me dijo.
–No.
–¿Has visto Los Picapiedra? –me preguntó.
–Te voy a llevar con el médico.
–¿Has visto a los chingados Picapiedra?
–Sí.
–Te pareces al pinche Pablo –dijo, y se empezó a carcajear.
Encendí un cigarro.
–Deja de fumar. Esas cosas matan –me dijo.
–Hay operativo. Te voy a llevar al médico para que te vea y te dé una justificación.
Pedro Picapiedra estaba vestido de Santaclós y salía de una chimenea.
–¿Has visto Los Picapiedra? –me volvió a preguntar.
Yo no podía dejar de verle la mano envuelta. El estómago se me revolvió.
–¿Qué te pasó?
–Me chingaron –dijo.
–¿Quién?
–¿Qué importa? –dio un resoplido–. Me chingaron. Así pasa.
–¿Un balazo?
–No –dijo.
No pude sacarlo de allí. Era raro que no quisiera decirme. Le gustaba hablar de todo lo que le pasaba. Era bueno para contar historias.
Se miró la mano como con lástima. Un hilo de sangre negra se le resbaló por debajo del pañuelo.
–Se te está pudriendo –le dije–. Te llevo al médico.
–Ya ni llorar es bueno –se empezó a desamarrar el pañuelo–. Ya ni me duele.
Me la enseñó. Tuve que ir a vomitar. No porque no hubiera visto cosas peores, sino porque era la mano del Loco. Él se atacó de la risa y cuando volví estaba echándose el último trago de la botella.
–A ver si llego a navidad –me dijo.
–¿Y el que te lo hizo?
–Que se vaya a la mierda.
–Te llevo al médico.
–Se van a burlar –dijo, pero me acompañó.
Lo llevé en su coche; no quería que el mío se apestara. Este olor no se me va a olvidar, pensé.
–La vida es como las putas caras –dijo el Loco en un semáforo.
–¿Cómo? –le pregunté por seguirle la corriente.
–No sé, pero así es.
No volvió a hablar.
–Gangrena –le dijo el legista–. Hay que amputar. O te corto la mano o te mueres.
–¿Hasta dónde? –preguntó el Loco.
–Hasta aquí –y señaló abajo del codo.
Entonces el Loco se paró y se fue corriendo. Cuando llegué al estacionamiento ya no estaba su coche.
–¿Por qué huele a muerto? –me preguntó el Turco, uno de Homicidios.
–Yo no huelo nada –le dije.
Agarré uno de los carros confiscados y me fui a Cuemanco. Allí había un lugar donde al Loco le gustaba estar, con árboles y unos prados llenos de flores. El Loco era raro. A veces pasábamos por allí y me decía: vamos un rato.
Habían encontrado un cementerio de carros hacía años. Todos robados y desmantelados, puestos en filas bien parejitas. Eran como setenta. Al Loco le gustaba caminar en medio de los carros y sentarse en alguno a mirar los prados.
–Aquí quiero que me entierren –decía, y me contaba cosas de su papá.
Allí lo encontré, metido en un LTD sin asientos. Tenía la pistola en la derecha y miraba por el parabrisas con los ojos bien abiertos.
Me pareció que olía peor. Encendí otro cigarro y me quedé callado.
–Ya no fumes –me dijo.
Tiré el cigarro.
–Estás mal –le dije.
–Hace mucho frío. A nadie le da gangrena cuando hace frío. Además en clima seco no da gangrena.
–¿Y los gusanos?
–Que se jodan.
Fui a orinar a un árbol.
–Mi papá tenía una cicatriz en las costillas, así como de este tamaño. Estaba fea, como si le hubieran quemado.
–¿Qué le pasó?
–No sé –estaba sudando y tenía la voz pastosa–. Cuando íbamos a la playa me pasaba viéndole la cicatriz. No entendía cómo mi mamá lo podía abrazar con esa cicatriz. Me daba vergüenza que la gente lo viera en traje de baño.
Traté de tocarle la frente, pero se hizo para atrás y me apuntó con la pistola.
–Estás mal –le dije.
–¿Sabes por qué me dicen el Loco? –me preguntó.
–Porque estás loco –le contesté.
Soltó una carcajada y bajó la pistola.
–Una vez desarmé a cuatro asaltabancos con las purititas manos. Traían pistolones de este tamaño. Con las purititas manos y los dejé locos de tanto madrazo. Estaba en la Bancaria. Me dieron cuatro mil pesos de recompensa. Con eso compré la tele y unas camisas.
Apoyó la cabeza en el volante y se puso a llorar.
–¿Te duele?
–No.
–Son las cinco –le dije–. Tengo que estar a las siete para el operativo y tú te vas con el médico.
Entonces oímos el motor. Parecía de un carro deportivo con el escape abierto. El Loco levantó la cabeza.
–Van y chingan a su madre –dijo.
Se salió del carro con la pistola bien agarrada, alerta, como cuando teníamos que hacer algún trabajo delicado. Se fue corriendo hasta donde estaban los árboles.
Lo seguí.
–Es un vochito –me dijo desde detrás de un pino–. Suena como Ferrari.
–Vámonos –le dije.
–Son dos viejas –dijo.
Del coche bajaron dos muchachas y un cachorro blanco.
–Samoyedo –dijo–. Siempre he querido tener uno de ésos.
Las muchachas caminaron por el prado, con el perro corriendo y ladrando alrededor. Ellas no le hacían caso. Hablaban moviendo las manos y se reían. Usaban pantalones de mezclilla y unos suéteres de colores. Vestían casi igual.
El Loco las miraba con la boca y los ojos bien abiertos, como contento.
–Mi hermana me va a extrañar –dijo–. Ojalá.
–Vamos –le dije–. Que te corten esa chingadera.
–Es mi mano –dijo.
–Estás agusanado –le grité–. Te vas a morir.
Me miró a los ojos.
–No me grites –y volvió a ver a donde estaban las muchachas–. Te oyeron.
El cachorro se había puesto a ladrar hacia donde estábamos. Las muchachas se levantaron despacio, alarmadas.
–Ya la fregaste –dijo, y salió.
Las muchachas lo vieron con la pistola y corrieron al carro. El cachorro también corrió, sin dejar de ladrar.
Salí detrás del Loco. Las muchachas estaban subiendo al vocho. Él se volteó y me apuntó.
–No te acerques o te mato –me gritó.
Fue al coche y le apuntó a la que manejaba. Toqué mi pistola; estaba en su lugar.
–¿Quién chingados eres? –oí que le gritaba a la muchacha–. ¿Quién chingados crees que eres?
El cachorro ladraba como poseído. El Loco los va a matar, pensé.
La muchacha debió decirle algo porque bajó un poco la pistola. Me acerqué despacio.
–Me vale madre –gritó el Loco–. Yo estoy muerto. Me morí hace cuatro días. Me vale madre. Tú no eres quién para decirme lo que es bueno y lo que es malo.
El motor del coche se encendió. El Loco levantó otra vez la pistola. Aproveché para rodearlo y acercármele por detrás. Lo tenía a cinco metros. Que las mate, pensé, pero me arrepentí.
El cachorro dejó de ladrar.
–¿Ves que no es difícil? –dijo el Loco; estaba hablando a gritos, pero se oía como si susurrara–. ¿Viste? Dile a tu amiga que salga y después sales tú.
Lo tenía a tres metros. Oí una voz aguda; era de la muchacha que manejaba. No entendí lo que dijo.
–Mira –dijo el Loco y movió la mano frente a la ventanilla; otra vez había bajado la pistola–. Tú nunca has visto algo así. Eres demasiado bonita. Hueles bien, pero yo huelo mejor –se carcajeó–. Yo huelo mejor. Yo huelo pura madre.
Oí un golpe: había roto una ventanilla con la pistola. Las muchachas gritaron y el cachorro volvió a ladrar.
–Loco –le dije. Él bajó la cabeza sin voltearse.
–Me vale madre –dijo.
Se puso la pistola en el cinturón. Me paré detrás de él. Las muchachas estaban pálidas. La del asiento del pasajero se parecía a alguien que no recordé.
–Callen al perro –les grité.
La muchacha que manejaba lo agarró y se lo puso sobre las piernas. Empezó a acariciarlo, con las manos crispadas. El cachorro se calló.
–Les voy a dar un regalo de navidad –dijo el Loco, y se quitó el pañuelo de la mano–. Miren. Es mi mano.
Ellas estaban demasiado asustadas para asquearse.
–Loco.
–Ya te oí –me dijo–. ¿No ves que estoy platicando con las señoritas?
–Váyanse –les dije.
–Ni madre –dijo el Loco–. Que vean. Que se chinguen –miró a la que manejaba–. ¿Qué quieres? –le preguntó–. ¿Qué chingados quieres?
Estuvo a punto de tocarla con la mano podrida.
–Que esté bien –gritó ella histérica–. Que se cure, por favor.
El Loco puso la mano en la pistola. Saqué la mía.
–Suelta eso o te plomeo –le dije.
Volteó a verme. Estaba llorando. Tenía la misma cara de mi hijo cuando se robaron el gato. A mi hijo lo abracé. Al Loco no podía, aunque quisiera.
–¿Por qué? –me preguntó.
Seguí apuntándole.
–Apártate, Loco. Va en serio.
–Tal vez hasta fuera mejor –dijo, y se fue caminando hacia los árboles. Arrastraba los pies y parecía que la cabeza le pesaba.
El cachorro estaba dormido en las piernas de la que manejaba.
–Váyanse –les dije–. Y no se les ocurra decir nada porque las busco.
El piso estaba lleno de pedazos de vidrio. El carro dejó las ruedas marcadas en el pasto. El motor sonaba demasiado fuerte para ser un vocho.
–Ya traté de pegarme un tiro, ahorita, dos veces –dijo el Loco; estaba parado en medio del cementerio de coches–. Se siente feo.
–Hay operativo. Vamos o me corren.
–¿Crees que llegue a navidad? –me preguntó.
–No.
Fue hacia su coche.
–Ya qué –dijo.
Ya no sentía el mal olor. Hacía rato que había dejado de sentirlo. Le abrí la puerta.
–¿Te acuerdas si apagué la tele? –me preguntó mientras se subía.
–Yo la apagué.
–Menos mal. Gasta mucha corriente.
Encendí el coche. El Loco no sabía dónde poner la mano; había perdido el pañuelo.
–Pinche frío –dijo.
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