miércoles, enero 17, 2007

Mi asesinato favorito - Ambrose Bierce

Traducción de Rafael Menjívar Ochoa, publicada en Del amor de la muerte, Grupo Editorial Vid, Colección MECyF, México, 1999.




Habiendo asesinado a mi madre en circunstancias de singular atrocidad, fui arrestado y llevado a un juicio que se prolongó durante siete años. En un intento por presionar al jurado, el juez de la Corte de Absoluciones señaló que ése era uno de los crímenes más espeluznantes de todos los que le había tocado dictaminar.
Ante esto, mi abogado se puso de pie y dijo:
—Si Su Señoría me permite, los crímenes son espeluznantes o gratificantes sólo por comparación. Si estuviera familiarizado con los detalles del anterior asesinato de mi cliente, el de su tío, notará que en su último delito —si es que puede llamársele delito— hubo una tierna disposición y una filial consideración hacia los sentimientos de su víctima. La apabullante ferocidad de su anterior asesinato es inconsistente con cualquier hipótesis que no sea la de culpabilidad; y de no ser por el hecho de que el honorable juez ante el cual fue juzgado era presidente de una compañía de seguros de vida que cubría por riesgos de ahorcamiento, y en la cual mi cliente había adquirido una póliza, es difícil de entender cómo hubiera podido liberarlo sin pecar contra la decencia. Si Su Señoría quisiera escuchar acerca del particular, para información y mejor criterio de Su Señoría, este infortunado hombre, mi cliente, consentirá en provocarse el terrible dolor de contarlo todo bajo juramento.
El fiscal del distrito dijo:
—Objeción, Su Señoría. Tal declaración tendría el carácter de evidencia, y la parte testimonial del caso está cerrada. La declaración del prisionero debió ser presentada aquí hace tres años, en la primavera de 1881.
—En el sentido estatutario —dijo el juez—, tiene usted razón, y en la Corte de Apelaciones y Asuntos Técnicos podría obtener una resolución favorable. Pero no en la Corte de Absoluciones. Objeción denegada.
—Pido una excepción —dijo el fiscal del distrito.
—No puede hacer eso —dijo el juez—. Debo recordarle que, para que pueda existir la excepción, primero debe pedir con oportunidad que se traslade el caso a la Corte de Excepciones, mediante una petición formal apoyada por sus alegatos. Una moción en ese sentido, presentada por su predecesor en la causa, fue denegada por mí durante el primer año de este juicio. Secretario, tómele juramento al prisionero.
Formalmente juramentado, hice la siguiente declaración, que impresionó tanto al juez, a causa de la comparativa trivialidad del delito por el cual estaba procesado, que no hizo el menor esfuerzo por desestimar los hechos y, simplemente, instruyó al jurado para que me declarara inocente, con lo que abandoné la corte con mi reputación libre de mancha.
—Nací en 1856 en Kalamakee, Michigan, de padres honestos y de buena reputación, a uno de los cuales el Cielo ha tenido la piedad de conservarme para confortarme en mis últimos años. El 1867 mi familia vino a California y se estableció cerca de Cabeza de Negro, donde mi padre abrió una agencia de caminos y se hizo próspero más allá de cualquier sueño de avaricia. Él era entonces un hombre retraído, incluso taciturno, aunque el paso de los años han relajado de alguna manera la austeridad de su natural, y creo que nada, excepto el recuerdo del triste hecho por el que ahora se me juzga, le impediría manifestar una genuina hilaridad.
“Cuatro años después de que estableciéramos la agencia de caminos, llegó un predicador itinerante y, no teniendo otra manera de pagarnos por las noches de alojamiento que le proporcionábamos, nos favoreció con una exhortación que tuvo tal poder sobre nosotros que, alabado sea el Señor, nos encontramos convertidos a la religión. Mi padre envió de inmediato por su hermano, el Honorable William Ridley, de Stockton, y a su llegada le cedió todo lo relacionado con la agencia, sin cobrarle un centavo por la cesión ni por los implementos de trabajo, consistentes estos últimos en un rifle Winchester, una escopeta recortada y una especie de máscaras confeccionadas con sacos de harina. La familia se mudó entonces a Roca Fantasma y abrió un salón de baile. Se llamaba El Organillo de los Santos, y las actividades de cada noche comenzaban con una oración. Fue entonces cuando mi ahora santificada madre, debido a la gracia de su baile, adquirió el sobrenombre de La Morsa Alegre.
“En el otoño del 75 tuve ocasión de visitar el pueblo de Coyote, en el camino a Mahala, y tomé la diligencia en Roca Fantasma. Había otros cuatro pasajeros. A unas tres millas de Cabeza de Negro, unas personas a las que identifiqué como el tío William y sus dos hijos detuvieron la diligencia. Como no encontraron nada en el portaequipajes, se pusieron a revisar a los pasajeros. Actué en este asunto de la manera más honorable: me puse en la línea junto a los demás, con las manos en alto, y permití que me despojaran de cuarenta dólares y un reloj de oro. Nadie hubiera sospechado, por mi comportamiento, que conocía a los caballeros encargados del espectáculo. Pocos días después, cuando fui a Cabeza de Negro y pedí que me devolvieran el dinero y el reloj, mi tío y mis primos juraron que no sabían nada del asunto, y hasta llegaron a insinuar que mi padre y yo habíamos hecho el trabajo, en una deshonesta violación de la buena fe comercial. El tío William incluso trató de desquitarse inaugurando un salón de baile en Roca Fantasma. Como El Organillo de los Santos se había vuelto demasiado impopular, vi que de seguro quedaríamos en la ruina y que se daría al traste con una empresa fructífera, así que le dije a mi tío que estaba dispuesto a olvidar el pasado si me incluía en sus planes y si conservaba ante mi padre el secreto de nuestra sociedad. Este justo ofrecimiento fue rechazado, y me di cuenta de que sería mejor y más satisfactorio que él muriera.
“Mis planes para tal fin fueron perfeccionados en poco tiempo y, al comunicárselos a mis padres, recibí su aprobación con satisfacción. Mi padre dijo que estaba orgulloso de mí, y mi madre me prometió que, aunque su religión le impedía apoyar a alguien que dispusiera de una vida humana, tendría yo la ayuda de sus oraciones para asegurar el éxito. Como medida preliminar para garantizar mi seguridad en caso de que me descubrieran, presenté mi solicitud ante la poderosa orden de los Caballeros del Crimen, y como resultado fui recibido como miembro de la sección perteneciente a Roca Fantasma. El día de mi iniciación se me permitió por primera vez examinar los registros de la orden y enterarme de quiénes eran sus miembros (todos los ritos de iniciación se habían efectuado con máscaras). Imaginen mi deleite cuando, al revisar la lista de miembros, encontré que el tercer nombre era el de mi tío, que era ni más ni menos que el vicecanciller de la hermandad. Tenía ante mí una oportunidad que iba mucho más allá de mis sueños más salvajes: podía añadir al asesinato la insubordinación y la traición. Era lo que mi buena madre hubiera llamado ‘un regalo de la Providencia’.
“Por esos días ocurrió algo que colmó mi copa de gozo, aunque ya se encontraba llena: una verdadera catarata de deleite que se derramaba por todas partes. Tres hombres, extraños en la localidad, fueron arrestados por el asalto a la diligencia en el que había perdido mi dinero y mi reloj. Fueron llevados a juicio y, a pesar de mis esfuerzos para exculparlos y arrojar toda la responsabilidad sobre tres de los más respetables y linajudos ciudadanos de Roca Fantasma, fueron condenados bajo las más convincentes pruebas. El asesinato sería ahora tan inútil y tan gratuito como el que más.
“Cierta mañana me eché al hombro mi rifle Winchester y, llegado al hogar de mi tío, cerca de Cabeza de Negro, le pregunté a la tía Mary, su esposa, si se encontraba en casa, agregando que estaba allí para matarlo. Mi tía replicó, con su peculiar sonrisa, que tantos caballeros habían llegado con tal motivo, y se habían ido de allí sin haberlo logrado, que debía excusarla si dudaba de mis intenciones. Me dijo que no le parecía que yo fuera capaz de matar a nadie, así que, como prueba de mi buena fe, apunté mi rifle y herí a un chino que iba pasando frente a la casa. Mi tía me dijo que sabía de familias enteras que eran capaces de hacer cosas similares, pero que Bill Ridley era harina de otro costal. Me dijo, de todas maneras, que podía encontrarlo del otro lado de la quebrada, en el corral de las ovejas, y agregó que esperaba que ganara el mejor.
“La tía Mary es una de las mujeres con mayor sentido de la justicia que haya conocido jamás.
“Encontré a mi tío arrodillado, ocupado en trasquilar una oveja. Viendo que no tenía pistola ni arma alguna, no tuve corazón para dispararle, así que me acerqué a él, lo saludé con mucha cortesía y le descerrajé un fuerte golpe en la cabeza con la culata del rifle. Me precio de dar buenos golpes; el tío William cayó de lado, luego se giró hasta quedar de espaldas, sus manos se relajaron y se quedó tirado, sin sentido. Antes de que recuperara el uso de sus miembros, tomé el cuchillo que había usado para su tarea y le corté los tendones de las piernas. Sin duda saben que, cuando se cortan los tendones, particularmente el de Aquiles, el paciente se ve imposibilitado de usar la pierna; es igual que si no la tuviera. Yo le corté ambos y, cuando volvió en sí, estaba a mi disposición. Tan pronto como comprendió la situación, me dijo:
“—Samuel, estoy a tu merced, y eso te permite ser generoso conmigo. Sólo tengo una cosa que pedirte, y es que me lleves a mi casa y acabes conmigo en el seno de mi hogar.
“Le dije que me parecía una petición harto razonable, y que así lo haría si me permitía meterlo en un costal de los que se usan para el trigo; me sería más fácil cargarlo y, si los vecinos llegaban a vernos, no llamaría tanto la atención. Él estuvo de acuerdo, y fui al granero por un costal. Sin embargo no era de su talla: era demasiado corto y mucho más ancho que él, así que le doblé las piernas, forcé las rodillas contra su pecho y, puesto de esta manera, cerré el costal sobre su cabeza. Era un hombre muy pesado, e hice todo lo que pude para mantenerlo sobre mis espaldas; lo llevé, tambaleándome, durante cierta distancia, hasta que llegué hasta un columpio que unos niños habían suspendido en las ramas de un roble. Lo puse en el suelo y me senté sobre él para descansar, y la vista de la soga me dio una feliz inspiración. En veinte minutos mi tío, aún dentro del costal, se balanceaba libre ante los embates del viento.
“Yo había quitado la cuerda de su lugar, había amarrado un extremo en la boca del costal, había pasado el otro extremo por la rama y había alzado al tío William a poco más de metro y medio del suelo. Luego de amarrar el otro extremo de la cuerda también a la boca del costal, tuve la satisfacción de ver a mi tío convertido en un largo y hermoso péndulo. Debo añadir que él no estaba enterado de la naturaleza del cambio que se había producido en su relación con el mundo exterior aunque, para hacer justicia a la memoria de un buen hombre, debo decir que no creo que hubiera perdido mi tiempo en ofrecerle una explicación detallada.
“El tío William poseía un carnero que tenía en la región excelente reputación como peleador. Siempre se encontraba en un estado de indignación crónica que era propio de su naturaleza. Algún enojo terrible, durante su juventud, había hecho más profunda tal predisposición, y había declarado la guerra contra el mundo entero. Decir que era capaz de arremeter contra cualquier cosa que se le pusiera enfrente apenas expresaría el carácter y los alcances de su vocación militar: el universo entero era su antagonista; sus métodos eran los de un proyectil. Peleaba como un ejército de ángeles y demonios; surcaba la atmósfera como un pájaro, describía una curva parabólica y descendía sobre su víctima en el ángulo de incidencia exacto para sacar el mejor provecho de su velocidad y peso. Su precisión, si se calculaba en toneladas métricas, era increíble. Se le había visto destruir a un toro de cuatro años con un solo impacto en la poderosa frente del animal. No se conocía pared de piedra que resistiera su embate. No había árboles lo suficientemente fuertes para detenerlo: era capaz de convertirlos en astillas y de pisotear sus hojas caídas. Este bruto irascible e incansable, esa centella encarnada, ese monstruo volador, se encontraba reposando a la sombra de un árbol cercano, soñando sueños de conquista y de gloria. Fue precisamente con la idea de convocarlo al campo del honor que yo había colgado a su amo de la manera antes descrita.
“Luego de completar mis preparativos, le impartí al péndulo filial una ligera oscilación y, retirándome detrás de una roca contigua, alcé mi voz en un grito largo y desgarrado, cuya débil nota final fue opacada por un ruido parecido al gemido de un gato que pide perdón, que emanó del interior del costal. Al instante aquel formidable carnero estuvo sobre sus patas y captó de un vistazo toda la situación militar. En unos momentos había agotado, en estampida, las cincuenta yardas que lo separaban de su enemigo oscilatorio, que avanzaba y se alejaba de él como invitándolo al combate. De repente vi que la cabeza de la bestia descendía hacia la tierra como vencida por el peso de sus enormes cuernos; luego el relámpago ovejuno, confuso, blanco y brutal, se disparó por el claro en una dirección más o menos horizontal hacia un punto ubicado a unos tres metros y medio por debajo de su enemigo. De pronto cambió su dirección hacia arriba y, antes de que yo dejara de ver el lugar donde acababa de estar, escuché un espantoso choque y un grito desgarrador, y mi pobre tío salió disparado hacia el frente. La cuerda se alzó mucho más arriba que la rama a la que se encontraba atada. Detuvo su impulso con un crujido y se deslizó de regreso hacia el extremo opuesto de su arco, en una curva vertiginosa. El carnero había caído a tierra, convertido en un montón confuso de patas, lana y cuernos; pero, recuperándose y maniobrando mientras su antagonista se deslizaba hacia abajo, realizó una retirada táctica, sacudiendo la cabeza y rascando con las pezuñas. Cuando hubo retrocedido más o menos a la misma distancia desde la cual había lanzado su primer ataque, hizo una pausa, bajó la cabeza como si rezara para obtener el favor de la victoria y de nuevo se disparó hacia adelante, tan confuso a la vista como lo había sido antes: un rayo de luz blanca lleno de monstruosos temblores que ascendía cortando el aire. Apuntó esta vez hacia el ángulo derecho con respecto al primer golpe, y su impaciencia era tan grande que chocó contra el enemigo antes de que éste alcanzara el punto más bajo de su arco. Como consecuencia, mi tío voló trazando, una y otra vez, un semicírculo cuyo radio era igual a la mitad del largo de la cuerda que —había olvidado decirlo— era de unos seis metros de largo. Sus alaridos, que se escuchaban in crescendo cuando se acercaban y en diminuendo cuando se alejaban, hacían que la rapidez de sus revoluciones fuera más clara para el oído que para la vista. Era obvio no había recibido golpes en ningún punto vital. Su postura en el costal y la distancia a la que colgaba del suelo obligaría al carnero a concentrarse en sus extremidades inferiores y en la parte baja de su espalda. Como una planta que ha clavado sus raíces en algún mineral venenoso, mi pobre tío, allá arriba, moría lentamente.
“Después de despachar su segundo golpe, el carnero no se retiró. La fiebre del combate bullía en su corazón; su cerebro estaba intoxicado por el vino de la furia. Como un pugilista que en su coraje se olvida de todas sus habilidades y pelea inútilmente con sólo la mitad de la extensión de su brazo, la furiosa bestia trataba de alcanzar al enemigo dando penosos saltos verticales, aunque a veces, sin duda, lograba alcanzarlo ligeramente, en general desviado por su furia sin objeto. Pero, cuando se acabó el impulso y los círculos que daba el hombre se hicieron más cerrados y menos veloces y lo acercaron al suelo, su táctica produjo mejores resultados, permitiendo una calidad superior en los gritos, que yo disfrutaba enormemente.
“De pronto, como si las cornetas hubieran tocado retirada, el carnero suspendió hostilidades y se alejó, arrugando sus aquilinas narices, resoplando y, ocasionalmente, mordiendo un puñado de pasto y masticándolo con lentitud. Parecía que se hubiera cansado del furor de la guerra y hubiese resuelto cambiar la espada por el arado y cultivar con él las artes de la paz. Mantuvo el rumbo fijo, retirándose del campo del honor, hasta que se hubo alejado poco más de medio kilómetro. Allí se detuvo y se quedó parado, con la retaguardia vuelta hacia el enemigo, rumiando, aparentemente adormilado. Observé, sin embargo, que de vez en cuando giraba un poco la cabeza, como si su apatía fuera más simulada que real.
“Mientras tanto, los gritos del tío William se habían ido desvaneciendo junto con el movimiento, y nada se escuchaba de él, excepto algunos gemidos muy suaves y, a intervalos más largos, mi nombre, pronunciado en un tono suplicante que gratificaba mis oídos. Resultaba evidente que el tipo no tenía la menor idea de lo que le había pasado, que se encontraba aterrorizado por algo que no entendía. La Muerte, cuando llega embozada en el misterio, puede ser de veras terrible. Poco a poco las oscilaciones de mi tío disminuyeron, y finalmente se quedó colgando, inmóvil. Fui hacia él y, cuando estaba a punto de darle el golpe de gracia, escuché una serie de golpes firmes que hacían temblar el suelo como una serie de pequeños terremotos. Me volví en dirección al carnero y vi una inmensa nube de polvo que avanzaba hacia mi con una rapidez tan inconcebible que podía resultarme de funestas consecuencias. A unos veinticinco metros se frenó un poco, y desde donde la nube surgió, volando por los aires, lo que al principio confundí con un inmenso pájaro blanco. Su ascenso era tan suave, tan natural y regular que no pude calcular su extraordinaria velocidad; me quedé embobado, admirando su gracia. Hasta el día de hoy queda en mí la impresión de que se trataba de un movimiento lento y deliberado, que el carnero —porque se trataba de él— volaba gracias a un poder que estaba más allá de su propio impulso, que era sostenido, en cada uno de los puntos de su vuelo, con un cariño y un cuidado infinitos. Mis ojos siguieron su viaje a través del aire con inexpresable placer, más profundo aún gracias al contraste con el pánico que sentí mientras se acercaba a la tierra. El noble animal navegaba con firmeza, siempre hacia adelante, su cabeza casi escondida entre sus rodillas, sus patas delanteras echadas hacia atrás, las traseras siguiéndolo como si se tratara de una grulla en pleno vuelo.
“A una distancia de doce o quince metros, según recuerdo, alcanzó su cenit y pareció que por un instante se quedaba inmóvil; luego, echándose repentinamente hacia adelante sin alterar la posición relativa de sus partes, cayó en una curva cada vez más cerrada y a una velocidad cada vez mayor, pasó sobre mí como un suspiro, con un sonido parecido al zumbido de una bala de cañón, y alcanzó a mi pobre tío donde de seguro se encontraba la parte más alta de su cabeza. Tan terrible fue el impacto que no sólo se rompió el cuello del hombre, sino también la cuerda; el cuerpo ya muerto, estrellado de ese modo contra la tierra, fue convertido en pulpa bajo la temible testa del meteórico ovino. El impacto detuvo todos los relojes entre Mano Sola y el rancho de Dan el Holandés, y el profesor Davidson, distinguida autoridad en materia de sismos, que por casualidad se encontraba en los alrededores, rápidamente explicó que las vibraciones siguieron una dirección de norte a sudeste.
“Para ser honesto, no puedo dejar de pensar que, en materia de atrocidades artísticas, el asesinato del tío William difícilmente podrá ser superado.”

1 comentario:

Unknown dijo...

creo que voy a tener pesadillas..

jejee..