domingo, enero 21, 2007

El objeto y sus palabras

Publicado por la revista costarricense Fronteras en 2000 y por la Revista de la Universidad de San Carlos en 2004 o 2005.




1.
Las palabras no designan al objeto: lo evocan.
El objeto no puede traducirse a signos (significarse); los signos, incluso en la escritura ideográfica, no expresan el objeto, porque “el objeto” no existe de manera perfecta: no es el mismo para todos y para cualquiera.
Las palabras, quizá, evocan el objeto ideal de quien las emite o las percibe, o el objeto en su forma más significativa según los referentes de grupo y personales.
Los ideogramas básicos buscan fijar el objeto arquetípico; los más complejos, revelarlo. La escritura no ideográfica es incapaz de cualquiera de ambas cosas: debe apelar a los referentes particulares del lector sin el apoyo de la imagen, sin la ilusión de una imagen.
Los ideogramas simulan. En sus formas más elaboradas, no son la sumatoria de símbolos, sino el contraste entre ellos: hay contradicción, y es en esa contradicción que se revela el significado.
Es curioso: en la búsqueda de los arquetipos (que deberían ser imágenes perfectas e indudables) se llega a rozar lo abstracto en la representación del objeto y, en fin, se termina cayendo en el juego convencional de la escritura no ideográfica: hay que saber que eso es un ojo y que esas líneas en forma de Pi son piernas o representan a un ser humano, y que de la unión debe resultar un significado, si no contradictorio, al menos paradójico, que revele algo que antes estaba oculto. La lógica de la metáfora, ni más ni menos.


2.
El objeto es realidad, certeza, presencia. Es historia: tiene una duración (se desplaza por el tiempo) y es autosuficiente con respecto a su percepción y a las palabras que lo evocan. En el tiempo el objeto se desgasta (envejece); no sólo permanece, sino que evoluciona constantemente a través de las diferentes formas que hacen su proceso histórico: se crea, deviene y se transforma en, o se fusiona con, otro objeto u objetos (“muere”).
Las palabras evocan momentos estáticos del objeto. Lo que en el objeto es devenir y consecuencia, en las palabras es la sumatoria de estados que en lo secuencial de las palabras, apela a los referentes que un lector y sólo él tenga con respecto al objeto y su devenir.
Las palabras simulan (o “simulan simular”) el devenir.


3.
En el momento de enunciar el objeto, las palabras lo niegan, cuando en realidad creemos que lo afirman.
Las palabras tienen dos destinos posibles: desaparecer en el momento de ser emitidas —las habladas— o perdurar en su forma —las escritas.
En una descripción oral, el enunciado —la afirmación— del objeto se esfuma en el momento en que se hace el silencio: no hay devenir, pues el objeto no está siendo en las palabras, sino que fue evocado por éstas.
En un texto, el enunciado del objeto permanece estático. Serán las mismas palabras las que lo designen cada vez que se lea. Es la percepción del texto la que puede cambiar a través del tiempo, no el texto mismo. En ese sentido, el texto puede ser también un objeto con historia: deviene, pero sólo con respecto a las ideas y su evolución.
Cada vez que se lea la descripción del objeto, éste, si aun existe, será más diferente de lo que era cuando se evocó en forma de texto: las palabras hablan de momentos aislados que tampoco están siendo, que necesariamente fueron; las ideas dejan atrás al objeto en su concepción original.


4.
Las palabras, en cualquiera de sus formas, hablan en tiempo pasado, aun las de un oráculo.
El futuro y el presente pueden designarse mediante palabras sólo desde la misma perspectiva histórica en que las palabras designan el objeto: el futuro y el presente no están siendo. En cambio, lo que se evoca está siendo de nuevo, pero no en las palabras, sino en las ideas.
El pasado y el objeto sólo pueden estar siendo de un modo propio a quien hace la evocación, y sólo para él: no es el objeto, el pasado ni todo el tiempo lo que está siendo. (El presente es instantáneo; el futuro es apenas probabilidad.) Lo que designan las palabras es la percepción subjetiva de las cosas.
Las palabras, pues, denotan el objeto. Por facilidad se habla de designación o descripción, pero éstas sólo están en la idea que el transmisor o el receptor tengan del objeto. Como el lenguaje cinematográfico: para quien no haya estado expuesto al cine, no habrá una relación de causa-efecto entre un plano general seguido de un super close-up seguido de un middle-shot: habrá imágenes o secuencias cerradas, sin solución de continuidad. Para quien no tenga una imagen del objeto, la designación o la descripción no evocarán más que el caos, si es que se entiende “caos” como “confusión”: no denotarán. El significado de las palabras, por extensión, se contrastará con la imagen que se tenga del objeto que se pretenda evocar. (Si el objeto está físicamente presente, no se requiere de palabras para evocarlo: está siendo en la percepción del observador.)
La escritura ideográfica sólo hace esto más evidente: los arquetipos que plantea son paradójicamente inciertos, y necesariamente remiten a imágenes previas que existen en la experiencia del lector o escritor. En el ideograma hay imágenes que se modifican: el ideograma es imagen. En la escritura no ideográfica existe la evocación de la imagen.


5.
El objeto existe (está existiendo) sin necesidad de ser designado. ¿Existe el ruido de un árbol que cae en un bosque en el que no hay nadie que escuche? Evidentemente sí, y allí está la trampa: creer que es necesario pasar el objeto por el falso tamiz de las percepciones, y de las percepciones que se convierten en palabras, para que pueda existir, o más aún: para que esté existiendo.
Las palabras —no todas— precisan del objeto para tener cuerpo, para dar la sensación de que tienen cuerpo y de que encierran mucho más que la percepción subjetiva del objeto. Sólo sería objetivo lo que pudiera designarse de un modo tal que el objeto evocado fuera lo mismo para cualquiera, es decir: que fuera lo mismo que las palabras y tuviera una duración y una historia semejantes, y recaemos en la necesidad y la imposibilidad del arquetipo: las palabras, en fin, no son objetivas: de allí la dificultad de trascender el analfabetismo funcional o traducir sin que algo se pierda, algo se gane y algo se modifique para que las palabras y lo que evocan tengan sentido.


6.
Un enunciado tan bueno como cualquiera otro: lo único que las palabras pueden designar son ideas.
Escrita la frase anterior, se cae de nuevo en la imposibilidad: las palabras no son ideas, sino el vehículo mediante el cual se transmiten. De ser cierto esto último se podría dormir a gusto, porque las ideas pertenecerían sólo al reino de las palabras.
Pero las ideas no existen objetivamente en tanto no se conviertan en palabras, al igual que un libro no tiene vida propia si no se escribe.
Al convertirse en palabras, las ideas tienen varios destinos posibles: desaparecer en el momento de enunciarse, quedar fijas en el texto o convertirse a su vez en objetos que se perciben y modifican e interactúan entre sí y con las necesidades “objetivas” (por algo la palabra), de diversos emisores y receptores que las hacen devenir. Pero las ideas nunca serán un “objeto objetivo”. Aunque las ideas sigan el mismo proceso del objeto, aunque sean un instrumento para modificar el entorno y la concepción del objeto, siempre serán palabras y se resolverán en palabras. El “objeto objetivo” simplemente no necesita de palabras para estar siendo.


7.
Si las palabras se designan mediante palabras, también se convierten en objetos, hasta cierto grado. Dicho de otro modo: si las palabras se convierten en objetos, no pueden designarse.
“Esta frase es palabras” parece una obviedad, pero es una contradicción, a menos que la obviedad sea el resultado de la contradicción: en la autorreferencia se anula la evocación, y en el mejor de los casos el efecto es nulo. En el peor (pero ¿desde qué perspectiva moral, que talvez de eso se trate?) las palabras, al designar a las palabras, entran en un loop del que sólo se puede salir renunciando a las palabras y entrando en el terreno de las ideas, que a su vez requieren de las palabras para expresarse: una desviación necesaria y, en principio, lógica.
El ejemplo perfecto son las paradojas de Epiménides, desesperantes como una banda de Moebius (un objeto que existe aunque no pueda designarse y, de hecho, aunque sea imposible su existencia según nuestra percepción del universo y sus leyes):

ESTA ASEVERACIÓN ES FALSA

o más escuetamente:

MIENTO.

Foucault cree que el cuadro de Magritte titulado Esto no es una pipa constituye la imagen de un ideograma (un juego de espejos) y la negación de que la imagen y las palabras sean el objeto. (Se trata de la rosa de Borges, desde luego: la imagen y las palabras son objetos en sí mismos, aunque a la vez nombren o evoquen.)
Pero hay más. La frase

ESTO NO ES UNA PIPA,

junto a la imagen que la acompaña o sin ella, tiene un aire de obviedad que la autorreferencia hace que se resuelva en el plano de las ideas. Decir que una pipa no es una pipa es un juego elemental; es necesaria la definición de “esto” (qué designa “esto”), de “pipa”, de la relación entre la palabra y el objeto, para encontrarle sentido a las palabras, para descubrir el objeto que evocan: para generar una idea.
Si el cuadro se llamara “Esto es una pipa” contendría las mismas paradojas que su contrario, y la simpleza del enunciado (de ambos, en realidad) debe buscar algo de complejidad dentro de un aparato —real o no— de contradicciones —algo que el ideograma es por sí mismo— para poder evocar el objeto (la pipa, la frase debajo de la pipa) y para que la relación entre el objeto y las palabras se complete.
La imposibilidad de la escritura de designar el objeto, de mostrarlo, genera ambigüedad o, más bien, plurivalencia; sólo en las ideas (producto de lo que hay de subjetivo en la percepción del objeto) y en la necesaria contradicción que encierran, sólo por contraste, se puede tener noción del objeto que se pretende evocar.
Se llega así al contraste de percepciones del objeto según el grupo (clase, elite, sector, nación, país, familia) desde el que la percepción se genere y al que pertenezca quien percibe, además de su bagaje personal intransferible. Para un campesino y para un citadino, la frase

ESTO ES UN ÁRBOL

denotará cosas diferentes, igual que para Foucault en contraste con un botánico. (Las comparaciones son siempre necesarias: todo conocimiento es comparativo.)
La frase implica más que el imposible arquetipo del árbol, incluso que la idea de árbol (el objeto trasciende la idea): denota necesidades, perspectivas, utilidad, experiencia de vida.
Un leñador jamás enunciará que “esto” es un árbol: es demasiado obvio que “esto” es un árbol, y esa realidad cotidiana, por su misma cotidianeidad, no necesita de ideas ni de palabras para revelarse. Tendría sentido, acaso, la aclaración del tipo de árbol del que se habla, pero para el leñador ideal en principio sólo existen dos tipos de árbol: los que se talan y los que no se talan, en cuyo caso el enunciado es igualmente inútil.
A alguien que hubiera vivido en medio del hielo o de las arenas habría que explicarle que “esto” es un árbol, y deberá confiar en lo que se le dice. A la vez recurrirá a las ideas y palabras (evocaciones) generadas por sus referentes cotidianos para entender lo que es “esto”, y generará nuevas palabras e ideas para ajustarse a la nueva realidad y a los nuevos objetos, para transmitir su existencia o evocarlos posteriormente.
Dentro de esta lógica, para Foucault el enunciado podría llevar a varias preguntas posibles: “¿Qué es esencialmente un árbol?” o “¿Qué relación tiene el enunciado con un árbol?” Planteado así, el objeto no tiene importancia, sino la idea del objeto: las palabras evocan árboles que, bajo cierta experiencia de vida, serán ideas precisadas por la plurivalencia de las palabras.
La frase:

ESTA PALABRA ES UNA PALABRA: PALABRA.

que es una idea que refiere una idea, y que debería ser tan evidente como un objeto, se convierte en un juego de autorreferencias, connotaciones y significados que ya no puede resolverse en ideas y es, de hecho, una abolición de las ideas y la negación de las palabras como transmisoras de ideas. Las palabras sólo pueden designar ideas, pero no ideas que se autodesignen. Esto nos lleva de nuevo a Epiménides:

TODOS LOS CRETENSES SON MENTIROSOS

y en ese caso

ESTA PALABRA NO ES UNA PALABRA: PALABRA,

ESTO NO ES UN ÁRBOL, Y

ESTA PIPA NO ES UNA PIPA: ESTO ES UNA PIPA.

Lo cual no nos lleva a ningún lado.
Pero ¿es necesario llegar a algún lado? Las palabras, con todo, son sólo palabras, los objetos no necesitan de palabras, y las ideas, aunque precisen de ellas para existir objetivamente, pueden existir sin necesidad de que se las enuncie, y entonces las palabras no tendrían más que una función ornamental.
Lo anterior, desde luego, es falso: las ideas se resuelven en palabras. Las palabras son ideas, aunque no sean las ideas.
Las palabras, también, tienen historia.


8.
En la más pura tradición bizantina, las ideas son las palabras: la coherencia de las ideas depende casi exclusivamente de la coherencia de los enunciados, y más: del orden de las palabras más que de la validez de las ideas que se expresan.
Un enunciado inicial necesariamente subjetivo (“Dios existe”), producto de un acto de fe o una convicción no demostrable físicamente, lleva al encadenamiento de ideas en el que lo importante es la efectividad de las palabras, no la representación de un objeto. Se requiere de un enunciado positivo, autocontenido e imperativo para que la idea funcione.
Un enunciado condicional (“Si Dios existiera...”) lleva a la necesidad de evocar objetos (no la idea de los objetos) y la interacción objetiva con ellos.
En el primer caso (“Dios existe”) las palabras son la idea; en el segundo, denotan ideas, el sueño indirecto del materialismo dialéctico. Muchos materialistas sin embargo, al llegar a la praxis, cayeron bajo en influjo de lo bizantino: la lógica de las palabras negó lo que designaban originalmente —“la realidad”— y creó una representación cerrada y autorreferente de una idea que, en fin, se resolvía sólo en el universo de las palabras. (De Bizancio y Moscú no salió más que la negación de las ideas: como en el caso del objeto, las palabras se resolvieron en designación o descripción; pero no hubo sólo juegos de palabras y con palabras, sino injusticia concreta: ideas objetivizadas. No se tomó en cuenta la historia de las ideas, su devenir, sino que se le dio a las ideas el valor de objetos. Y las ideas sólo pueden ser objetos en el reino de las palabras.)


9.
El esperanto estaba formado por palabras sin historia: el esperanto era su propia historia, jirones de historias contradictorias.
Sin historia (sin un devenir largo y profundo) no hay ideas que puedan denotarse, y que vivan.


10.
La representación implica formas, jerarquías (de las cuales las formas son la parte más visible), discriminación, un valor de uso que se convierte en valor de cambio.
Es imposible pensar en un ajedrez democrático, en el que todas las piezas tengan el mismo valor, las mismas funciones. El resultado sería una suerte de juego de damas (más una habilidad que un arte) o una secuencia previsible que indefectiblemente llevará a un jugador predeterminado a la victoria y a otro a la derrota: la imagen gráfica de las palabras que se designan mediante palabras y mueren de obviedad.
Otro riesgo es el de la confusión. Imaginemos que las figuras del ajedrez poseen todas la misma forma, diferenciadas sólo por su tamaño: los peones son los más pequeños (o los más grandes, si se quiere meter algo de ideología o contradicción en el asunto), siguen los alfiles y así sucesivamente, hasta llegar al rey, en orden ascendente o descendente de tamaños según el valor de cada pieza. En la apertura todo será sencillo: el valor relativo de las piezas será perceptible a simple vista. A medida que se avance en el juego, con la eliminación de piezas, se perderá la noción del tamaño relativo y de los valores asignados a las que resten. (Los jugadores de ajedrez son propensos a la angustia, que disfrutan, pero también al orden, que en este caso es imposible.)
La forma no sirve sin valores, y la representación es ante todo valores, aunque evoque formas.
La representación, en suma, es cruel.


11.
El ideograma es en sí mismo una metáfora. Hacen falta muchas palabras, forzadas en sus valores convencionales, para lograr un efecto similar, e incluso para describirlo. Las palabras no son metáfora: la construyen.


12.
¿Qué palabra representa a las palabras?
En tanto idea, ninguna. En tanto objeto, cualquiera.


13.
Sólo dentro del universo de las palabras el concepto “objeto” (la idea del objeto) tiene sentido: los objetos “reales” son disímiles y múltiples (no hay objeto que sea “el objeto”, y no pueden fijarse arquetipos). Los atributos de cualquiera contradicen los de cualquiera otro; es el contexto lo que afirma.
El objeto, en las palabras, es idea. Es decir: no puede designarse, sólo ser evocado. Ése es otro modo de plantear lo enunciado en el primer párrafo de este ensayo. Esta frase, pues, es una idea. O: Esta frase, pues, es una idea: O: Esta frase, pues, es una idea: O: Esta frase, pues, etcétera.
La idea devenida en palabras, sin objetividad, es sólo palabras.


14.
Las sensaciones: no pueden expresarse en palabras inequívocas: es necesario recurrir al símil para evocarlas, es decir a la contradicción, a metáforas por lo menos básicas. (Quizá, en este caso, el ideograma sea más objetivo que las palabras.)
A la aseveración “Es suave”, seguirá lógicamente la pregunta “¿Como qué?” Porque el objeto puede ser suave —o duro o frío o feo— de muchas maneras, a veces contradictorias o excluyentes. La representación del objeto, además, estará sujeta a los valores, ese terreno pantanoso.
(Otra idea tan buena como cualquiera: hay más cercanía con el objeto en un lenguaje “primitivo” de señales y onomatopeyas que en el lenguaje de las palabras. Las ideas, quizá, alejan a las palabras de la objetividad, y no hay palabras sin ideas.)


15.
Las palabras evolucionan; las ideas se refinan —nacen, crecen, se reproducen y, en la medida en que desaparecen o se disgregan para dar lugar a otras, mueren: el destino de los objetos—, y van evolucionando y deviniendo en tanto las palabras las expresen mejor. Las ideas hacen que las palabras evolucionen en su capacidad denotadora, y con ellas (con ambas) se modifica la percepción y la evocación del objeto.
La palabra escrita inmoviliza los objetos; las ideas que se fijan en el texto. A cambio, la escritura preserva buena parte de la memoria de la especie y comunica en proporciones potencialmente vedadas a la palabra hablada.
La palabra hablada denota la esencia de las ideas: en la secuencialidad hay descripción, pero también desarrollo, evolución, debate. Las ideas se modifican desde el momento mismo de enunciarse. Pero la palabra hablada es también la inmovilidad del objeto, porque no deviene a su ritmo ni del mismo modo; es la idea del objeto la que cambia.
Es decir: en las palabras, el objeto es abolido en su naturaleza cambiante. Como compensación, la idea del objeto se vuelve dinámica


16.
Los ideogramas son simuladores del objeto. Las palabras remiten a ideas en las que el objeto es evocado, pero no hay siquiera el intento de representar (simular) el objeto sino a través de metáforas, que son una opción objetiva falsa.
Las metáforas buscan lo esencial (desde un nivel subjetivo) del objeto. Pero el objeto no es su esencia: el objeto es a secas. El concepto “esencia” pertenece al mundo de las ideas, no de las cosas. Lo esencial sólo puede plantearse y ser en palabras.
Las ideas plantean una realidad diferente de y para el objeto; el vínculo entre la idea (esa realidad alterna) y el objeto son las palabras. Sin palabras no puede existir una identificación entre el objeto y las ideas del objeto o la influencia de las palabras sobre la percepción del objeto. Mientras más complejo el significado de las palabras, mientras más amplio el universo de denotaciones y connotaciones, más ricas las ideas y más rica la percepción de los objetos y la interacción con ellos, la noción de la interacción entre ellos.
Allí encuentran su abono la historia y la idea de historia.
(La historia tampoco es: depende de las palabras. El objeto sólo tiene historia, entonces, cuando se percibe en palabras. Es decir: cuando se erige en idea.)


San José, junio-julio de 2000

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ha sido una excelente catedra, llevarlo a la practica es el reto. Gracias Rafa, aprendo y me divierto