sábado, enero 20, 2007

Borradores

Inicios de novelas negras, escritos entre 1987 y 1989.




Cuando la vi por última vez lucía mal. El rojo nunca había combinado con su color de piel y allí, sobre la acera, la muerte tampoco combinaba con su piel ni con nada. Era una mujer digna de mejor muerte. La horca, por ejemplo.

* * *

Vivir metido entre la mierda no es difícil. Te acostumbras. Lo difícil es mantener la nariz por encima de la línea de flotación. Si metes la nariz, estás perdido. Si alguien llega y logra hundirte la cabeza, estás perdido. Te ahogas en mierda. Lo peor es que casi siempre se trata de tu propia mierda, y ésa es la que da más asco.

* * *

Los imbéciles no siempre son los que se mueren primero. A veces tienen suerte y se pasan la vida metiéndose en problemas y metiendo en problemas a la gente. Se ponen la pistola entre los ojos, disparan y fallan el tiro. Y, cuando fallan, alguien que vale la pena anda por allí para recibirlo. Los imbéciles a veces son gente con suerte, a veces no. Como todo el mundo.

* * *

Desde la muerte de N*** no he salido de casa. Allá fuera hay gente. Hay una bala o un carro a exceso de velocidad o una ventana abierta.
También podrían venir a buscarme; entrar aquí es fácil. Quizá estoy jugando al estúpido y ya me olvidaron, o nunca pensaron en deshacerse de mí.
No quiero averiguar.
Y, aunque saliera otra vez a la calle, aunque pasara un año o diez y nada ocurriera, no habría forma de librarme del miedo que me clavaron para siempre.


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Borrador para Los héroes tienen sueño, escrito en algún momento entre 1987 y 1989. El personaje narrador, con modificaciones, se tranformaría en el narrador de Los héroes. En esa novela el personaje no tiene nombre; en Al director no le gustan los cadáveres y en Cualquier forma de morir se le menciona con el apodo de El Profesor, "tan helado como una culebra que hubiera estudiado matemáticas".




–El comandante lo espera –dijo la muchacha.
Vestía un uniforme severo, mitad militar y mitad de hospiciana. Era tan joven que daban ganas de sonreírle. Uno hubiera esperado encontrarla en una secundaria o una heladería, vistiendo minifalda y luciendo con descaro las piernas, y no allí, en la antesala del ministro del Interior de un país tan caliente.
En la calle uno podía darse cuenta de que los jóvenes no abundaban; habían muerto miles en la guerra, hacía cuatro años. Sin embargo parecían salir de todas partes, orgullosos, demasiado seguros de sí mismo, en forma de policías mal vestidos y con armas viejas o de soldados sudorosos y con cara de tomárselo en serio. Casi todos eran adolescentes jugando a cosas de adultos. Pero no jugaban: estaban dispuestos a morir y, sobre todo, a matar por motivos que no terminaba de entender.
Era lo que había tratado de averiguar durante buena parte de mi vida: los motivos necesarios para matar. Yo lo había hecho, una vez, sólo una vez, y seguía sin encontrar una razón suficiente. Pero todos allí parecían orgullosos de la muerte, de su muerte, de las muertes que debían. Si es que las debían: ¿quién se las iba a cobrar? Las muertes en guerra son justas, excepto cuando uno pierde. No hay castigo para los que ganan.
Me preguntaba si algún acto en la vida podía quedar sin castigo.
–¿Señor? –dijo la jovencita.
–¿Sí?
–El comandante lo espera.
Lo dijo como si no entendiera por qué no había saltado de gusto, corrido por las paredes y después abierto la puerta para tirarme a los pies del comandante.
–Gracias –le dije.
Abrí la puerta y choqué contra una pared de frío. Parecía que el motor del aire acondicionado se iba a romper; zumbaba como una convención de mosquitos hambrientos. Había una alfombra verde violento, las paredes forradas de libros. En medio de uno de los libreros había un bar lleno de copas, vasos y botellas desordenadas, un refrigerador pequeño, mezcladores. Quizá no estaba tan desordenado; más bien parecía que todo había sido colocado cuidadosamente para que diera una impresión de descuido y casualidad.
El comandante estaba sentado detrás de un escritorio, que evidentemente le quedaba grande. Tenía la cantidad justa de papeles para que uno pudiera decir que se pasaba todo el día trabajando. En esos momentos examinaba el contenido de una carpeta, lápiz en mano, con una expresión tan concentrada que resultaba obvio que estaba fingiendo. A la gente le gusta hacerse la ocupada.
–Ah, mi amigo –dijo por fin dando una palmada sobre el escritorio–. Me encuentra en un momento difícil, pero siempre es grato recibir al emisario de un país tan querido como el suyo.
Pensé en veinte respuestas y no se me ocurrió ninguna. Por lo menos sonreí.
–¿Un trago? –dijo el comandante poniéndose de pie–. Acaba de llegarme un vodka estupendo, finlandés. Uno no cree que los finlandeses se dediquen a fabricar vodka. Pero se lo recomiendo especialmente.
–Agua mineral, gracias.
Me llegaba abajo del hombro. Vestía un uniforme de soldado raso y lentes gruesos y feos. Sirvió el agua mineral en un vaso largo sin dejar de medirme. Tenía ojos agudos, como de sastre que calcula las dimensiones del señor gordo. No me gustaron. Él mismo no me gustó. Tenía aire de burlarse del mundo, y quiza así fuera.
Llenó el vaso de más. Me lo tendió.
–Prefiero el ron –dijo–. Dirán que soy contrarrevolucionario, pero me gusta el Barcardí. Es... cómo le diré... más bravío que el Havana Club. Éste será un país verdaderamente grande cuando fabrique un buen ron.
Se rió. Tampoco me gustó su risa.
–Brindemos por la amistad –dijo alzando su vaso– y por la grandeza de dos países como los nuestros, un solo corazón y el mismo ideal: la libertad.
El agua mineral estaba tibia, perfecta para un brindis como aquél. Había brindado por putas famosas, por putas desconocidas, por putas heroicas, por actrices que parecían putas y por putas disfrazadas de condesas, pero nunca por la libertad. Me preguntaba por qué brindaría el comandante con sus amigos, cuando ya estaba borracho. Por las putas, suponía.
–¿Cómo está México? –preguntó–. Es un país en el que me gustaría vivir. Pero la revolución me tiene encadenado. A veces los problemas son tantos que quisiera renunciar e irme, pero no puedo abandonar a mi pueblo.
Me miró como si esperara una respuesta. A cambio metí la mano en la bolsa interior del saco y saqué los papeles. Se los di.
–Mis credenciales –dije.
–Sí –dijo–. Sí, sí.
Se puso serio y fue a sentarse detrás del escritorio. No me dijo que me sentara y me quedé donde estaba. El aire acondicionado empezaba a cerrarme la garganta.
–Vaya –dijo leyendo los papeles–. Vaya vaya.
–¿Hay algo mal?
–No, espero que no.
Tardó quince o veinte minutos en leer todas las hojas, a pesar de que sólo eran tres: dos de la carta del secretario y una con mis datos y la autorización. Estaba pensando qué decirme, era obvio.
–No entiendo –dijo por fin, mirándome a los ojos.
Tuvo que alzar mucho la cabeza, pero no hizo que me sentara. Peor para él.
–Me dijeron que aclarara sus dudas.
–No hay dudas, ése es el problema. Lo que aquí me piden es que le dé ayuda para que usted observe cosas que... vaya... que tienen que ver con la política interna de mi país. Si no viniera de su gobierno, inmediatamente llamaría a la prensa para denunciarlo como un grave intento de injerencia. ¿Me comprende?
–Sólo soy policía.
El comandante miró una de las hojas.
–Aquí dice que estudió sociología.
–No terminé la carrera.
–También criminología.
–Sí.
–¿A qué rama de la policía está adscrito?
–Seguridad del estado. Le dicen de otro modo.
El comandante se puso de pie, cerrando con un golpe la carpeta.
–Es inaudito –dijo–. Es humillante. Es indescriptible.
Puso la misma cara que le vi una vez a un cura acusado de seducir jovencitas.
–¿Se da cuenta de lo que pretenden?
–Me dijeron que pidiera información y que examinara el lugar del crimen. De ser posible que hablara con algunas personas –saqué un sobre de otro bolsillo–. Aquí está la lista.
Abrió el sobre con rapidez y leyó.
–Yo estoy en tercer lugar.
–Me dijeron que hablara primero con usted.
Se sentó otra vez, con expresión conciliadora.
–De acuerdo. Lo que no entiendo es por qué no se comunicaron con mi gobierno por los cauces diplomáticos acostumbrados.
–No sé.
–Era más sensato enviar a alguien de la embajada. Siempre nos hemos hablado con franqueza. ¿Por qué a un... policía?
–Fue un asesinato. Los policías investigan asesinatos.
–Usted no es de homicidios. Y, si lo fuera, no tendría por qué venir a mi país. Disculpe, pero esta situación me altera.
–Tengo que informar hoy mismo sobre su respuesta.
–Vaya a su hotel –dijo–. Necesito hacer algunas consultas.
Parecía cansado.


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Borrador para De vez en cuando la muerte. La idea original, escrita en 1989 o principios de 1990, no funcionó, pero hubo elementos ede ambientación para dos escenas en una morgue y algunos detalles del personaje central.




Estaba muerta. Tenía el maquillaje corrido, el pelo revuelto y el cuerpo de siempre: bien formado y pálido como la piel de las gallinas. Las marcas casi negras en el cuello no la habían mejorado, pero al menos ya no hablaba.
–¿Sí es? –me preguntó el de la morgue. Tenía cara chistosa.
–Sí.
–Bueno –dijo.
No me gustó que alzara la sábana más de la cuenta, ni que la mirara con aquellos ojos; era mi esposa y uno tiene que ponerse celoso cuando miran así a su esposa. Estaba tan desnuda como la madre que la parió, pero era mi esposa. No la veía desde hacía más de tres años y había dejado de quererla hacía miles, pero era mi esposa. Tampoco podía evitar que la viera de aquel modo: cuando uno se muere pasa a ser del dominio público. Había entrado al gran mundo del dominio público, como si nunca hubiera estado allí.
–Lástima, ¿verdad? –dijo el hombre.
La tapó.
–¿Qué más hay que hacer?
–Firme en el libro y llévesela. Por ahí deje algo para los refrescos.
Para los refrescos. ¿Cuánto se le da al tipo de la morgue por un cadáver? Mucho dinero, suponía. O muy poco. No lo mismo que a una mesera o a un taxista. Y ¿cómo transporta uno el cadáver de su esposa? Tenía que hablar por teléfono para ver si los de la funeraria podían hacerse cargo. A la mierda las funerarias. Encima de todo iba a tener que pagarle el entierro.
Salimos de la sala y caminamos por un pasillo larguísimo. El aire ya no olía a cadáver, pero estaba seguro de que iba a sentir aquel olor por el resto de mi vida. Ahora, todavía, a veces me despierto con el olor a cadáver y formol clavado más allá de la nariz. Es algo de lo que el cuerpo no puede deshacerse, igual que del miedo a las alturas y a los aviones que caen en picada.
–¿Cuándo le avisaron? –me preguntó el tipo. Parecía que la libreta de registro se iba a deshacer.
–Hace dos horas. Había mucho tráfico –dije–. ¿Dónde firmo?
–Donde está el nombre de la señora.
La señora.
–¿No encuentra el nombre? –me preguntó.
–No.
De pronto no recordaba el apellido de la mujer que había vivido conmigo durante tantos años. Algo se me atravesó en la garganta; era trágico.
–Déjeme ver –dijo.
Se puso a buscar. Buscó tres o cuatro veces. Me miró como si me viera por primera vez y volvió a buscar. Pasaba las páginas lentamente, rápidamente, leía uno a uno los nombres y luego ni siquiera se paraba a leer. Nada.
–¿Cómo se llama usted? –me preguntó.
Le dije.
–No, no está.
–No tiene por qué estar –le dije.
Me estaba aburriendo.
–¿Cómo dice que se llamaba su esposa?
–¿A quién carajos le importa cómo se llaman los muertos?
Me miró con lástima.
–Ya sé que está alterado, pero no la agarre conmigo.
–¿Y con quién?
–Con el que la mató.
Me puse a reír.
–Estoy nervioso –le dije.
Le dije el nombre de mi esposa. Volvió a buscar.
–No, pues no está. ¿Está seguro de que así se llama?
–Creo que sí.
–¿Está seguro?
–Sí.
–Entonces va a tener que esperar a que venga el agente del Ministerio Público. Salió a comer y luego se tarda.
Había esperado demasiado. La vida se me iba en esperar. Pero un Ministerio Público es un Ministerio Público. Me senté.


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Borrador para De vez en cuando la muerte, escrito entre 1990 y 1991. Se trataba de desarrollar el personaje de Cristina.




Epílogo

–Entonces –dijo ella– no hubo asesinato. Eso significa que tampoco hubo asesino, y que no hay un misterio que resolver.
–Un caso extraño, realmente –dijo McCall apagando otro de sus cigarrillos con olor a alquitrán; ella frunció la cara con desagrado–. Pero las cosas no son tan sencillas como usted dice. Por supuesto que nadie en su sano juicio diría que se trató de un crimen. Todo fue planeado de manera que alguien poco perspicaz, como los muchachos de Homicidios, dijera que no existe ningún misterio que resolver. Pero usted sabe tan bien como yo que hay un asesino suelto. No somos personas tan en su sano juicio como para negarlo.
–No entiendo –palideció la mujer.
McCall volvió a su sonrisa triste. “Es un hombre guapo”, se dijo ella, pero de inmediato descartó el pensamiento. En realidad, se corrigió, ese bigote entrecano, amarillento de nicotina, luciría bastante mejor en un rostro más vigoroso, el de Paul por ejemplo. Pero Paul estaba muerto. Muerto para siempre. Era una lástima que también McCall debiera morir. Todos los hombres que se habían acercado a ella, excepto uno, habían terminado igual, y estaba segura de que McCall no sería el último en confirmarlo; la sobrevivencia es un asunto arduo, y esperaba vivir una larga vida. Quizá no muy digna de vivirse, pero sí bastante larga. Como la de su padre, ese hombre viejo e indefenso por quien valía la pena soportar incluso la más larga de las vidas.
McCall se puso serio de repente, y ella supo lo que diría de un momento a otro. Había que adelantársele o todo se iría al demonio: la conspiración, el medio millón, el reencuentro con su hijo y, por encima de todo, el honor de su padre y la venganza. Por otra parte McCall no era de los que se dejaban impresionar por un rostro bonito; con él no valía la pena intentar lo que con otros era su mejor arma.
–¿Usted cree en Dios, McCall?
Él se rascó la cabeza. La sonrisa había vuelto. Mientras sonriera ella tenía posibilidades de salvarse.
–Usted ya está dando la respuesta en su pregunta –dijo–. Usted parte de que existe un dios, y sólo me da la posibilidad de responder si creo o no en algo que no está en cuestión. Debería preguntar si creo en la existencia de un dios.
–¿Cree? –debía controlar el temblor de manos. Sólo unos pasos más hacia el buró y todo estaría bien de nuevo.
–Lo he intentado –dijo McCall–, pero no se me da. Uno se acostumbra a tratar con la gente, con todo tipo de gente; eso lo hace a uno escéptico. Además, en mi oficio uno no busca tan lejos la respuesta de las cosas. El cielo está demasiado lejos.
Un paso más.
–En el fondo usted no es tan duro. Lo he visto hacer cosas... uh... muy violentas en los últimos días, pero usted no es eso. Tiene demasiada sangre fría y demasiada precisión para ser realmente así. Usted es un profesional, pero íntimamente es un hombre tierno. A veces me recuerda a mi padre.
–¿Eso le decía a Paul?
Ella dio un respingo. Miró a McCall a la cara. La sonrisa seguía allí, pero sus ojos eran fríos y afilados como la navaja de un peluquero.
–No sé a qué se refiere.
–Sí lo sabe. Sabe qué quise decir al principio con eso de que hay un criminal aunque no haya crimen. Lo sabe mejor que nadie.
–Vamos, McCall –sonrió ella–. Es absurdo. Una cosa implica la otra. Si no hay crimen, no hay criminal. Además –intentó la expresión de ingenuidad que tantas veces la había sacado de problemas–, parecería que me acusa de la muerte de mi propio esposo.
–Es lo que trato de hacer desde hace un par de horas –dijo–. Lo descubrí anoche, en la cena con Ruiz. Pudieron ser un poco más cuidadosos al hablar. Las paredes oyen, ¿recuerda?.
–Esto ya se pasa de la raya. Ayer se portó usted grosero conmigo y con el señor Ruiz, pero él supo ponerlo en su lugar. No trate de tomarla conmigo ahora que estoy sola.
Los ojos de McCall se suavizaron. Era un hombre extraño; sus reacciones eran difíciles de prever. Recordó lo que le dijo Paul en cierta ocasión: "Hay hombres que tienen en las venas nitroglicerina y miel al mismo tiempo. Son los más peligrosos". McCall era uno de ellos. Quizá por eso había llegado a agradarle. Lo del bigote no era importante, después de todo; combinaba con su cara redonda y con esos ojos grandes y ligeramente vidriosos. Aunque sin duda un bigote así se vería mejor en un rostro como el del pobre de Paul. McCall le gustaba; lástima.
–Usted cree en muchas cosas, señora –la compadeció–. Pero no es capaz de creer en todas al mismo tiempo, aunque ninguna de ellas se oponga a las demás. Usted es una fanática, y créame que en el fondo la envidio. Yo nunca pude creer en nada durante más de quince o veinte minutos, mientras que usted es capaz de dar la vida por algo que pronto despreciará, pero en lo que cree con todo el corazón.
McCall le dio la espalda y se dirigió con su paso desgarbado hacia la mesita donde estaba la estatuilla. Entonces él sabía que ésa había sido el arma; un hombre admirable. Y guapo. Guapo a su modo, se corrigió. No había tiempo que perder. Abrió el cajón rápidamente y, antes de que McCall alcanzara a darse vuelta, lo encañonó con la vieja Colt de su padre, el que había sido la verdadera víctima de aquella historia sin sentido. La vieja Colt que nunca sirvió para lo que debió servir. Su padre era un hombre débil y bueno; acabar con McCall era lo menos que podía hacer por él ahora que las cosas habían llegado tan lejos.
–Otro error, señora –dijo McCall con tristeza al ver el arma; la estatuilla brillaba en sus manos–. Está admitiendo su culpa.
–¿Y qué?
–Nada. Pero hay pruebas suficientes para que a ningún juez le quepan dudas de que Ruiz es alguien muy parecido a una mala persona y usted... Bueno, usted aparecerá como una mujer confiada. Claro que eso no disminuye su cuota de responsabilidad con la ley.
–Habla demasiado de la ley, McCall.
–Eso dice el manual. Yo no inventé las palabras.
–Perdóneme que no quiera seguir con esta plática, McCall, pero no me queda mucho tiempo. De seguro alguien más sabe ya lo que pasó, por ejemplo su secretaria –sonrió con desprecio–. Espero que entienda que el señor Ruiz y yo tenemos que desaparecer. Hay demasiado dinero de por medio y demasiada gente que puede salir dañada.
–Y, por supuesto, están sus ideas.
–Hay más de por medio que mis ideas. Se equivocó al decir que soy una fanática, McCall. Ni usted ni nadie me conocen.
Jaló el gatillo.
–Me parece que su padre le mintió –dijo McCall.
Ella miró la pistola con desconcierto. No había disparado. Ruiz la había cargado el día anterior. Le dijo lo mismo que durante años le había dicho su padre: que era la mejor arma que hubiera salido jamás de manos de un armero, y que con ella hasta un tirador mediocre era capaz de matar a un hombre a cien metros.
–Usted la arregló para que no disparara –le gritó a McCall con voz de niña resentida.
–¿Y por qué tenía que hacer algo así? –preguntó McCall acercándose lentamente.
–No me toque.
–Todo fue una mentira de su padre –dijo–. No hubo intento de suicidio. La balacera fue real –señaló la cicatriz de su frente, que ya casi había desaparecido–. Pero nadie disparó esta arma. Debió descomponerse hace muchísimos años, si es que alguna vez sirvió.
–Entonces, ¿quién…?
–Ruiz y sus muchachos, por supuesto. Y su padre estaba detrás de todo ese embrollo. Es un viejo astuto. Y terriblemente cobarde; no se atrevió a matar a Paul y movió todo de modo que lo hicieras usted. Si descubrían el asunto usted iría a la cárcel. Lo peor es que así será: usted irá a la cárcel y él se quedará en el mundo exterior. No hay forma de involucrarlo en esta locura, por ningún lado que se le busque. Ni siquiera su testimonio, señora, será capaz de hacerle pagar por lo que hizo, aunque de todos modos dudo que tenga intenciones de delatarlo. No debió confiar ni en su propio padre. En él menos que en nadie. Tampoco en Ruiz. Es un hombre con demasiados intereses para enamorarse de una mujer como usted o como cualquiera. Ahora por favor deme la pistola.
–Pero es que...
–Por favor.
Ella suspiró y le entregó el revólver. No era un final feliz, pero al menos todo había terminado.
–Gracias –dijo McCall. Su cara era la de un ave rapaz.
Eso era McCall, y eso había sido siempre: un ave rapaz. Apenas en ese instante se daba cuenta.
–No hay de qué –respondió con cansancio.
Había sido un mes largo y necesitaba reposo.

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