sábado, julio 30, 2005

Trece (Fragmento)

Publicado por el Instituto Mexiquense de la Cultura, Colección Confines, Toluca, México, 2003. En proceso de traducción para su publicación por Cénomane, de Le Mans, en traducción de Thierry Davo.



VIII
Me he pasado horas y horas frente a este cuaderno y lo disfruto. En las épocas en que quería ser escritor me tomaba muy a la tremenda lo de la escritura: cuidaba cada coma y cada frase como si la historia de la humanidad dependiera de las palabras. Quemé todo lo que había escrito (¡ah, los rituales!) y nada ocurrió. Ahora escribo por placer, no por angustia, y porque ya no tengo que responder ante nadie de mis palabras ni de mis actos.
Fijé un plazo y de pronto todo estuvo bien. Todo ha caído en su lugar y todo lo de la vida comienza a tener sentido. Veo colores, veo caras, oigo voces, siento el sabor de lo que pasa por mi boca. “Trece”, dije, y la magia de un número mágico –es decir definitivo– me dio una nueva visión de las cosas. “Ocho”, digo ahora.
Han pasado cinco días. Hojeo el cuaderno y he escrito en cinco días más de lo que escribí en años. No me importa si vale la pena gastarme así lo que me queda de vida. Sé que no, y allí encuentro buena parte del placer que siento al escribir y de esta lucidez que me emociona.
Aun así no puedo evitar el pensamiento de que, en efecto, estoy perdiendo un tiempo valioso que podría ocupar en… ¿qué? Me entra una prisa indefinible por hacer algo más que estar aquí sentado y escribir cosas que no tienen finalidad. Dentro de una semana, me consuelo, nada tendrá finalidad.
“Vivir la vida”. Así se le llama a hacer cosas desesperadas que tampoco tienen finalidad: ruido en las discotecas, drogas para ser inmortal, alcohol para no sentir ni la borrachera, velocidad en la carretera para tomar conciencia del poder que da la fragilidad ajena, que es la propia. Escribir puede ser menos emocionante que todo lo demás, pero dentro de nueve días dará igual que haya ido a todos los museos o que haya poseído a todas las mujeres: me quedan ocho días, y en la existencia del plazo encuentro la intensidad que había perdido.
Me doy cuenta, y paradójicamente me preocupa, de que no alcanzaré a corregir lo que he escrito; es un prurito que me queda de la época en que creí que tenía algún talento: uno por ciento de talento, noventa y nueve por ciento de sudor. ¿Quién lo dijo? Alguien que tenía el talento suficiente para crear frases humillantes. Dice el manual que uno debe escribir con locura, dejar que el texto repose y se asiente, retomarlo y corregirlo como si otro lo hubiera escrito, y seguir corrigiendo, y reescribir, y otra vez el cajón, y otra vez el reposo… Es un trabajo de paciencia, y tengo paciencia; lo que no me queda es tiempo. Tampoco quiero posponer lo que ya está decidido: perdería la lucidez y entraría nuevamente en el cauce de la vida, volvería a importarme el estilo, la distribución de las comas, ciertos énfasis, y no tendría nada de qué escribir.
Quizá decida morir sobre este cuaderno, sobre la última hoja que escriba. Quedarán muchas páginas en blanco: hay quinientas, y mi letra es pequeña. Mi sangre, si se lo ve de un modo perverso, sería una firma interesante. Que la última imagen que me lleve sea la de este cuaderno, de las tachaduras, de la s que se confunde con la r, de la mezcla de letra cursiva con letra de imprenta, la a que se parece tanto a la e
No, no sería una buena imagen. Si uno está consciente de su último segundo, sería triste preguntarse si el que lea estas notas entenderá la letra, si comprenderá esa palabra que le da sentido a absolutamente todo, y de la que yo mismo no tengo noción. Quizá debí comprar una computadora portátil, escribir a gusto en un procesador de textos, cuya letra será necesariamente legible, corregir al final del día lo que haya escrito, imprimir. O dejar la computadora encendida para que quien la encuentre –quien me encuentre– vea que allí está la inútil memoria de un tipo que se la pasó escribiendo porque, a lo mejor, escribir era lo más importante para él.
No deja de haber algo de Werther en el cuaderno azul y la tinta negra. La computadora está bien, pero las tachaduras tienen un cierto calor y son, en sí mismas, parte de la nostalgia por la vida. Puede ser que esa persona llamada A Quien Corresponda trate de ver si en la frase tachada hay una pista que indique claramente el porqué de lo que hice, o intente interpretar los glifos o los dibujos y notas al margen para buscar mis motivos. Y no los encontrará, porque no los hay. ¿Qué más claridad que la que dan los hechos simples y llanos? Un cadáver sobre un cuaderno basta para que cualquier razón, más allá del hecho, sea insuficiente o superflua. Pero que busquen en mi letra; talvez encuentren algo que se me pasó por alto.
Me gustaría saber para quién escribo. Le estoy dedicando mucho del tiempo que me queda. Quizá sea para alguno de mis amigos, digamos M. Quizá, si él me encuentra, tire el cuaderno a la basura con horror y ni siquiera piense en leerlo; ¿quién puede creer que todas estas hojas garabateadas son un modo de decir “no se culpe a nadie de mi muerte”? Sí, M. sería capaz de tirarlo o, peor aún, de guardarlo sin leer. Sería un modo de negar mi muerte o los motivos probables de mi muerte.
¿Qué diría mamá? Posiblemente se pondría furiosa; posiblemente se pusiera a llorar porque es lo que se espera de una madre. Pero ella sabría qué es lo que está pasando desde la primera hoja. Mamá sabe más de lo que supongo, y de lo que ella misma supone. También papá sabe, y mi hermana, aunque tratarán de no pensar en eso, es decir en esto. Que no se culpe a nadie de mi muerte, pues, pero que nadie trate de ignorarla o de fingir inocencia. O que la ignoren y que finjan, qué diablos: por algo he de morir. Porque todo lo que escribo aquí no explicará nada. No es un manifiesto, como debe serlo una nota de suicidio. Apenas son palabras de alguien en proceso de convertirse en la carne que la da sentido a una tumba.
(Pienso en una tumba y pienso en El entierro prematuro, de Poe. Quemen mi cadáver. Por favor. No quiero que mi cuerpo se pudra aunque yo no esté en él. Que no quede nada de mí. Por favor. Los cementerios son museos perversos. No quiero ser una de las piezas de exhibición. Hasta ahora sólo he llegado al umbral, a la parte bonita, adornada por grandes monumentos, lápidas con faltas de redacción. No quiero pasar de allí: detrás de esa belleza se encuentra el horror. No quiero que siete años después, si vence el contrato, el enterrador haga su faena y alguien –quizá mi hermana– sienta que algo se le desgarra cada vez que la pala se clave en la tierra, que mi cadáver haga el camino de regreso y ella vea, me vea, se vea en lo que queda de mí. No quiero que reciba un saco con huesos, algo de pelo quemado, unos jirones de la camisa de cuadros que tanto me gustaba. ¿Hay algo más impúdico que ser desenterrado? No me gusta la idea de que todos sepan lo que me ocurrió allá abajo, lo que les pasa a todos mis compañeros de muerte: la galería de los horrores. La cara que recuerden de mí no será la misma, ni mi cabello, ni mis manos que alguna vez acariciaron a la mujer de la ventana. Mi boca ya no tendrá boca, y ellos lo sabrán, y el hecho de que lo imaginen será peor que si lo vieran. Saber, aun sin ver –especialmente sin ver–, será dolor, miedo, angustia. No quiero que piensen en mí, en algún momento, como el ser corrupto que puede abandonar la tumba, no quiero ser el cadáver doliente que se niega a morir. Pienso en los ataúdes de aluminio como el símbolo de la perversidad: no permitir que los muertos escapen, quererlos allí, disponibles, cada grano de materia atrapado en un cajón hermético, caluroso, intolerable. No eres mío, pero no escaparás. Siempre que venga estarás allí, todo, sólo para mí, irrevocable, irreconocible, te extraño. ¿Cómo sería tu cara si me oyeras? ¿Responderías con la misma voz de antes? Mamá me encerraría en un ataúd de aluminio. Por favor, que me quemen.)
Pierdo el tiempo, pero no porque escriba, sino porque no estoy siguiendo las reglas de este juego sin reglas. He gastado un par de páginas del cuaderno en vano porque no quiero hablar del escenario de mi muerte, ni de los cementerios, sino de lo que ocurrió anoche, hoy en la madrugada. (Que el ciclo de sueño sea la división entre un día y otro.)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Deja uno el lápiz para fijarse en tus palabras. Qué angustia, es mejor que te quemen. Un abrazo, Lorena Juárez (en la lejana Casa del Escritor).