Fragmento de la novela Trece, publicada por el Instituto Mexiquense de la Cultura, Toluca, 2003, y por editorial Cénomane en Le Mans, en 2006, en traducción de Thierry Davo.
Con las primeras mujeres hubo algo de maravilloso que no podía repetirse, y que no se repitió. Había una sorpresa en cada cosa que ocurría. Después uno creyó que las cosas eran tan sencillas como esas primeras veces, como con la primera mujer: se guiaba por los gemidos, por las reacciones del cuerpo que tenía entre los brazos, a veces violen-tas, a veces de una sutileza enloquecedora. No había recetas, no había premeditación: un movimiento llevaba al otro, un toque daba la pista para el toque siguiente, un beso se convertía en luz o llanto, un olor era el fuego que producía la luz o que evaporaba las lágrimas, todo maravilloso.
Después uno se dio cuenta de que las reacciones pueden fingirse, y que los gemi-dos pueden ser de plástico. Muchas cosas dejaron entonces de tener importancia. La seducción se convirtió en un ritual controlado, en una sucesión de palabras, hechos y pensamientos predefinidos que llevaban a un final egoísta. Si cada uno cumple con su papel, todo está bien: el ritual debe respetarse, el placer debe tener un límite, la pasión es, digamos, algo de lo que se prescinde en aras de que todo vaya como debe ir.
Uno empieza a ponerse viejo cuando ya no sabe qué reacción del cuerpo o del es-píritu es cierta o falsa, qué sonrisa esconde amargura, qué indiferencia esconde sonri-sas, qué gritos de odio esconden amor, qué gemidos son de aburrimiento y cuáles de placer, qué nombre es el que uno mismo pronuncia con deseo y cuál con lástima o de-sesperación. Uno se pone viejo cuando necesita convencer al compañero de cama de que todo está bien, de verdad, fue único, nunca como hoy, te amo.
La segunda fue la mujer de la ventana. Era la mujer perfecta y lejana (perfecta por lejana) que no exigía nada sencillamente porque no existía, y a la que no le pedía más que ser el material del que estaban hechos mis sueños. Yo tenía quince años y tanto amor que sólo podía dárselo a alguien que pudiera vivir sin él. Era amor, de eso nunca hubo duda. Un amor tan profundo como todos los amores imposibles e inexpertos, tan egoísta como el amor de un niño. No había hablado jamás con ella (¿cómo hablar con un sueño?), no la había visto en otro lugar que no fuera su ventana, en la planta alta de una casa verde del puerto, detrás de unos cristales, asomada hacia la calle con unos ojos que apenas adivinaba, pero que en mi imaginación contenían el universo.
Se paraba del otro lado de su ventana a eso de las tres de la tarde y se quedaba allí media hora, quince minutos, una hora, toda la eternidad, viendo hacia ninguna parte. Desde mucho antes de la hora me paraba del otro lado de la calle, apoyado en un árbol que era incapaz de ocultarme, pero que me mantenía aferrado al mundo. Me apoyaba en él y sentía en el brazo la textura rugosa de su corteza; me raspaba, me dolía, dejaba marcas. El dolor era algo terrenal que evitaba que me volviera loco de amor. Ella no parecía fijarse en mí. Miraba hacia el frente, por encima del árbol que me protegía, como viendo algo que estuviera oculto a los ojos humanos. Detrás de mi árbol no había nada: un terreno baldío, la pared trasera de una casa y, muy al fondo, un cerro plagado de viviendas miserables. Ella miraba más allá de todo eso: ¿cómo no amarla?
Y siempre el aire del mar, que formaba remolinos a mi alrededor. El mar estaba a sus espaldas. Hubiera sido el colmo de la poesía que mirara hacia el mar.
La mujer de la ventana vivía a unas seis o siete cuadras de mi casa, en una de las calles más populosas del puerto: un suspiro en medio del estrépito. La gente, mucha gente, formaba a mi alrededor una coraza móvil que me daba el valor de estar allí y de verla, sólo verla. Sudaba. El sol era intenso, pero el calor venía de adentro, de un lugar indefinido entre el estómago y la pelvis.
A mi alrededor pasaban las mujeres semidesnudas que sólo se encuentran en los puertos: mulatas de cuerpos sorprendentes, rubias de piel tostada, ancianas en las que aún podía adivinarse la sensualidad que las poseyó cincuenta años atrás. Apenas me daba cuenta de que existían.
No pensaba en nada mientras veía a la mujer de la ventana; sólo la veía. Era impo-sible adivinar su edad; la distancia era mucha y su figura se desdibujaba tras los crista-les. Sospechaba que tenía entre 23 y 28 años, un terreno lo suficientemente amplio pa-ra inventar historias en las que ella era la protagonista principal, a veces —casi siem-pre— la única. A cada edad, imaginaba —ahora lo sé—, pasan cosas que sólo son propias de esa edad; cada edad que le daba a la mujer de la ventana le otorgaba un ca-rácter diferente, una voz diferente, diferentes sueños.
La intensidad de la luz determinaba la nitidez con la que la veía a través de su ven-tana: a veces el sol era violento y apenas adivinaba su silueta, desdibujada como cuan-do uno está en medio de una borrachera. A veces estaba nublado y veía con una clari-dad alucinante sus vestidos floreados de colores tan vivos que parecían moverse, sus piernas bien formadas, las manos recargadas contra un reborde de la ventana.
Quince minutos. Una hora. Media hora. Hubo un par de veces que se quedó allí toda la tarde, un regalo maravilloso. Su quietud era casi total: sabía que estaba viva porque de tanto en tanto cambiaba su pie de apoyo.
(Fue entonces, sin llegar a concebirlo, que supe que los humanos hacen mucho de lo que hacen para darle un nuevo, desesperado e inútil sentido al tiempo: deportes, drogas, sexo, cine, libros… Un corredor depende de cada centésima de segundo para ganar, para vivir más. Vive en cada centésima de segundo, vive cada centésima de se-gundo, siente pasar por su cuerpo cada número del cronómetro, siente cada gota de sudor y cada gota de resequedad en la boca, cada grano de polvo que los zapatos arrancan de la pista. Cada fracción de segundo es larga como cien años, como estar ahogándose. En el sexo también hay una noción de cosa eterna, de tiempo que no puede terminar nunca porque siempre estará sucediendo eso, esa sensación, ese roce, esa monotonía deliciosa e injustificada. La explosión debe ser placentera a un grado casi insoportable, o nada tendría sentido: después vendrá el tedio del tiempo que pasa al ritmo de siempre. Las drogas dan más de lo que ofrece cualquier religión: la eterni-dad en una dosis. ¿Quién no está harto del tiempo? Cuando quise ser escritor sentía que encerraba el tiempo en una cajita. Ahora mismo trato de encerrar el tiempo en una cajita. Si alguien lee este cuaderno será porque estoy muerto; pero seguiré viviendo y escribiendo mientras alguien lea esta frase, esta palabra, este punto y seguido. Seguiré vivo entre las tapas de este cuaderno porque aquí es donde he estado más vivo que nunca y que en ninguna parte: aquí se encierra lo que vale la pena de todos mis años. O no; quién puede saberlo. Aquí es donde el tiempo no tiene sentido: no hay tiempo más allá de la última palabra que escriba. Aquí es donde no importa más que el hoy, el hoy, el hoy, mi pluma que se desliza sobre las hojas. Siempre se vive en el hoy. Estoy vivo hoy porque estoy escribiendo. Hoy. Y tú, quien seas, lees a medida que escribo. Si todo resulta como debe resultar, en este momento —tu momento— soy un montón de ceniza. No tengo conciencia. No tengo deseos. No tengo pasado. He roto con el presente. Estoy muerto. Y sin embargo aún faltan nueve días para morir. Cuando leas la palabra FIN, si es que escribo la palabra FIN, el tiempo volverá a su cauce normal. Si lees FIN es porque has participado en mi muerte: en el momento en que termines de leer me habrás matado. Y quizá de eso se trate: de hacerte cómplice de mi muerte.)
Fueron tres, cuatro meses de ver a la mujer de la ventana desde mi árbol. Mientras la veía no existía el tiempo del modo que existía en los demás lugares del mundo, no había pensamientos, no había más que mis ojos y ella. Después, de regreso en casa, con la luz apagada, armaba historias en las que era la protagonista. La oía hablar, aun-que no conocía el tono de su voz. La sentía respirar sobre mi cara, exhalar su último aliento en mi cuello o entre mis labios. A veces la veía desnuda, perfecta, y tocaba su piel, y era como tocar un trozo de neblina. A veces la veía bailar, y sus pies no llega-ban al suelo. No podía imaginar un nombre para ella: ¿cómo darle nombre a la belleza? Era casada, de eso no había duda: por las noches entraba en el garage de su casa un automóvil con un hombre dentro; un hombre común y corriente, moreno, de bigote, con el pelo corto y un portafolios. El que fuera su esposo no significaba absolutamente nada: ella no haría el amor con él, no le hablaría durante la cena, no le serviría la cena, no lavaría sus platos ni ninguno. Era incidental que su marido viviera con ella, y que fuera su marido; incidentalmente dormían en la misma cama, pero él era tan incapaz de tocarla como yo, o de oír su voz o de verla de otro modo que no fuera como yo la ve-ía: una imagen difusa detrás de los cristales de una ventana.
En esa época veía todos los días a T., mi primera amante. Era una mulata seria que vivía en un cuarto, en la parte pobre del puerto. La había conocido casi por casua-lidad, una tarde en que ambos estábamos perdidos; una historia como todas las que no vale la pena contar. Mi madre nos había visto un par de veces caminando de la mano por el malecón.
—No te cases con una negra —me decía—. Tus hijos van a sufrir. Nadie quiere a los negros, y menos a los que se casan con blancos.
Por las tardes, después de hacer las tareas y de ver a la mujer de la ventana, iba a casa de T. y sudábamos y gritábamos hasta las ocho de la noche. Regresaba a casa, cenaba y me metía en mi cuarto a soñar. Cuando estaba con T. pensaba también en la mujer de la ventana, pero mis pensamientos no tenían que ver con sexo. La imaginaba detrás de los cristales, con los ojos clavados en ninguna parte, a veces cambiando el pie de apoyo. Jamás se me ocurrió fantasear que lo que hacía con T. lo hacía con ella; T. únicamente era el vehículo para que el tiempo funcionara de otro modo, para que la mujer de la ventana estuviera en esa otra dimensión en la que el placer físico y el pla-cer de recordarla fueran exactamente lo mismo. (Vi a T. durante algo más de un año. Antes de cierta Navidad me dijo que se casaría, que se iría a vivir a Estados Unidos con su esposo. La última vez su cuarto estaba vacío; ya había mandado a la central de autobuses las cosas que no había regalado. Sólo la cama estaba allí, con un colchón más desnudo que nosotros. Estaba pintado con las manchas oscuras del sudor antiguo. Lloró mientras hacíamos el amor y después se fue.)
Al tercer mes dejó de llegar el marido de la mujer de la ventana. Ella seguía apare-ciendo a la misma hora, en el mismo lugar, en la misma posición, con la misma mirada que no alcanzaba a distinguir. Un par de veces me pareció que me veía, y el mundo se detuvo en seco. Me quedé recargado contra el árbol, rodeado de toda la gente que pa-saba con sus olores y prisas, y descubrí que estaba solo.
Cuando regresaba de ver a T., las cortinas de su casa estaban corridas y, si acaso, se veía un hilo muy delgado de luz por los intersticios. (Intersticios: qué palabra pe-dante.)
Un día oscureció y ella seguía en la ventana. Hacía meses que montaba guardia todas las tardes para verla y nunca se había quedado tanto tiempo. Hizo algo que nun-ca había hecho: abrió la ventana, se recargó en el marco y me miró de frente, sonrien-do. Mi cuerpo se quedó hueco. Alguien me arrancó las vísceras de golpe. (Fue la pri-mera vez que morí.) Pensé en ir a casa de T. para fantasear con esa mirada. Ya había pasado la hora de la cita, aunque todavía podía encontrarla. Pero los muertos no cami-nan.
La mujer de la ventana me hizo un gesto con la mano para que esperara. Desapa-reció de su lugar. Quise correr, pero los cadáveres no corren, y mi cadáver la esperó.
La puerta de su casa se abrió y ella apareció de cuerpo completo, por fin bien de-finida gracias al alumbrado público, que acababa de encenderse. Caminó hacia mí con una sonrisa grande. Movía el cuerpo con una naturalidad que no imaginé en mis sue-ños; las películas de vampiresas hacen estragos con la imaginación.
A medida que caminaba se fue haciendo más pequeña. Hasta ese momento la había visto desde abajo, desde mi árbol, mientras desplegaba su inmensa belleza a tra-vés de la ventana. Cuando estuvo frente a mí apenas me daba al hombro.
—¿Por qué no vienes y tomas algo? —me dijo.
Se dio la vuelta y caminó de regreso a su casa. La seguí. Antes de entrar vi a mi madre pasar en el coche.
La casa de la mujer de la ventana era más normal de lo que hubiera querido. Los muebles eran de los que se compran en cualquier tienda departamental. Había un par de libreros llenos de adornos, sin libros. El aire del mar entraba por unas ventanas traseras que estaban abiertas de par en par (las del frente, hasta ese día, habían estado cerradas). El baño era de mal gusto, de un diseño que pocos años antes hubiera sido modernista y ahora era simplemente feo, con una cortina llena de flamingos color pas-tel.
Me dijo que me sentara. Su voz era un tanto aguda, aunque agradable. No era una voz dulce, ni siquiera sensual; era la voz de cualquier mujer. Tenía los ojos oscuros y esa sonrisa entre tímida e insinuante que sólo he visto en las costeñas. Durante todo el tiempo que llevaba de verla me había parecido que era blanca; en realidad era morena, bastante morena.
Platicamos durante un par de horas. Me preguntó que por qué me paraba frente a su casa para verla; le contesté que no sabía. Me preguntó a qué me dedicaba; a estu-diar, le dije. Qué edad tenía. Cómo me llamaba. Si mi madre era la señora del sedán, la que se parecía tanto a mí. Me habló de sus discos favoritos (la música que sonaba en la radio), de un par de fiestas a las que fue cuando tenía mi edad (confesó treinta años, y me di cuenta de que ya tenía algunas arrugas en esos ojos que de lejos se veían perfec-tos), de lo alto que era. Era una esfinge sin enigma. No era tonta ni fea: era una mujer como tantas. La había hecho diferente el hecho de estar detrás de una ventana, tres o cuatro metros por encima de mi cabeza, como una imagen en un iglesia o sobre una puerta colonial. Había sido diferente porque yo la había visto. Se tomó seis cervezas mientras platicábamos; yo acepté un par de vasos de agua de sabor a la que le sobraba azúcar y la faltaba misterio.
A las nueve de la noche me besó.
T. disfrutaba del sexo sólo porque lo disfrutaba; la mujer de la ventana tenía nece-sidad de sexo, igual que alguna vez tendría necesidad de comer o rascarse o vestirse de azul. No había disfrute en ella; había necesidad.
Despertamos a las dos de la mañana.
—¿Te parece que soy bonita para mi edad? —me preguntó cuando regresó del baño.
—Eres bonita —le dije.
—¿Te parece que merezco un buen hombre?
—No sé —empecé a vestirme—. Tengo quince años.
Me abrazó cuando trataba de subirme el pantalón. Casi me caí y me sentí ridículo. Ella quería jugar, pero no había diversión en su juego. Era un juego instintivo. La mu-jer de la ventana era un ser instintivo.
—Todas las tardes me ponía en la ventana sólo para que me vieras. Nadie me ha visto como tú —confesó—. ¿Qué sentías cuando me veías?
—Amor —le dije.
—Qué tierno —me besó—. Vas a regresar, ¿verdad?
—No —le dije.
Desde ese día, cuando estaba con T., a veces fantaseaba con las horas que estuve con la mujer de la ventana, pero en general no pensaba en nada; sólo me deslizaba por el tiempo que se extendía más allá de los brazos de T.
Quizá la mujer de la ventana hubiera sido el amor de mi vida si no la hubiera oído hablar y si no hubiera estado en su cama, si la hubiera conocido unos años después, si no hubiera sido tan real, si el placer no hubiera sido tanto. Porque hubo placer. Dema-siado placer. Más del que nunca me dio T. Los amores ideales no son placenteros. Si no duelen, no sirven.
Cuando llegué a casa, papá y mamá estaban despiertos, sentados en la sala, en pi-jama. Mi padre me miró con severidad cómplice; mi madre con odio.
—¿Y bien? —dijo mamá—. ¿Qué explicación tienes?
—Ninguna —le dije.
—Dile algo —apremió a mi padre.
—Ten cuidado con esa mujer —dijo papá—. Lo que dicen de ella no es bueno.
—¿Qué vas a hacer si la embarazas? ¿Me puedes decir? —gritó mi madre.
—Tengo sueño —les dije—. Quiero dormir.
—Mañana vamos a hablar —dijo papá guiñándome un ojo.
—¿Así nada más? —protestó mamá—. ¡Es un niño y no tiene por qué saber cier-tas cosas!
—Vete a dormir —dijo mi padre—. Mañana hablamos.
Papá y mamá se gritaron durante un buen rato. No quise entender lo que decían.
Muchos años después mamá me preguntó qué había pasado entre la mujer de la ventana y yo.
—Nada —le dije.
Era cierto.
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