lunes, enero 15, 2007

Manual del perfecto transa. Introducción

Publicado por PROMEXA, México, 1999.




ESTE LIBRO Y USTED
Si adquirió este libro, hay dos posibilidades:
1. Usted no es un transa; de lo contrario no necesitaría de un manual para aprender a serlo, y lo compró porque:
a) Tiene la esperanza de triunfar en la vida, o por lo menos de mejorar su nivel de ingresos, gracias a los secretos que encontrará aquí.
b) Quiere protegerse de los que sí son transas, o que son más transas que usted.
2. Usted es un transa, y lo que lo motiva a leer este libro es:
a) Aprender nuevas técnicas y conceptos para perfeccionar su oficio.
b) Convencerse de que usted es tan buen transa que sus métodos ni siquiera aparecen en este libro, y que su carrera no peligra.
c) Burlarse del autor.
Si usted se encuentra entre las personas descritas en el apartado 1, inciso a), sepa de una vez que los transas nacen, no se hacen; es un talento inexplicable como el que mueve a los músicos, los poetas, los mecánicos automotrices y los políticos.
Y desde luego que hay transas que se dedican a la música, la poesía y, más particularmente, a la mecánica automotriz y a la política; lo transa va más allá de los oficios, el sexo, la posición social, la religión o el equipo de fútbol al que se le vaya (también en el fútbol hay transas); lo transa es una categoría espiritual, un estado del alma al que sólo unos cuantos mortales pueden acceder.
No espere, pues, ser un maestro de la transa con sólo leer este manual: nuestro objetivo es, si no tiene el talento natural suficiente, ayudarlo a que adquiera los conocimientos y las armas necesarias para que pueda ganarse la vida deshonestamente —como todos los transas—, con la conciencia de que está haciendo su mejor esfuerzo. Sea realista y comprenda de una vez que habrá gente mejor que usted en este duro oficio; pero, así como hay escritores, políticos y mecánicos de gran talento, también los hay de segunda fila, y todos tienen su lugar —modesto, pero necesario— en el orden natural de las cosas.
Aplíquese, practique, ejerza la transa, y en muy poco tiempo estará colmado de satisfacciones: lo admirarán en el trabajo, se encontrará rodeado de mujeres que nunca soñó que le harían caso, será respetado por sus compañeros y sus hijos se avergonzarán de usted, la más alta recompensa que un perfecto transa puede pedirle a la vida.
Si usted está entre los comprendidos en el apartado 1, inciso b), es decir los que quieren protegerse de los transas, probablemente este libro pueda ayudarlo a evitar algunas malas jugadas, pero no de todas (y más bien muy pocas), por los motivos que se explican en el mismísimo capítulo primero, unas cuantas páginas más adelante. Si cae en las garras de un transa después de leer este libro —y es seguro que así será—, podrá decir que ya sabía lo que le esperaba y, qué rayos, al menos no lo agarraron desprevenido.
Si usted es un profesional de la transa, este libro no es para usted: se trata de un manual básico, para principiantes, dedicado a aquellas personas a las que la naturaleza les dio menos dotes que a usted, pero que desean progresar. Se dará cuenta de que hay muchas cosas que se le han pasado por alto al autor, y muy pocas de las que no deben ser divulgadas al público para que usted (sí, usted) siga ganándose la vida gracias a su talento.
Si lo que pretende al leer este libro es burlarse del autor, bienvenido; pero sólo hágalo si adquirió este libro sin pagar un centavo, pues lo más probable es que en esta ocasión el transado haya sido usted.

TRANSAS Y ESTAFADORES
No se puede negar que hay verdaderos magos de la transa, en todos los estratos de la sociedad y en todos los oficios, pero no se deje llevar por las apariencias: la transa, aunque involucre millones y millones de pesos, y aunque requiera de cierto don para llevarla hasta sus grados de mayor sofisticación, en materia artística es sólo una actividad secundaria. La transa, para decirlo con todas sus letras, es apenas una pálida sombra de una de las actividades creativas más admirables del ser humano: la estafa.
Encárelo de una vez: el estafador es un artista. El transa, a lo mucho, aspirará a ser un buen técnico. La diferencia entre uno y otro es la que hay entre Leonardo da Vinci y el señor que pinta bardas en las campañas electorales. El señor de las bardas cumple con su misión en la vida, y quizá hasta ejerza la transa creativamente (“¿Cómo que se gastó diez mil litros de pintura en una sola barda?”, “Es que le di dos manos para que se viera mejor”); pero Leonardo, con un simple pincel, ha llegado mucho más lejos de lo que ha llegado cualquiera con una brocha gorda.
Hay una diferencia fundamental entre el estafador y el transa. El estafador trabaja solo: es un romántico. Sus únicas armas son su ingenio, su poder de convicción, su inteligencia y, sobre todo, su audacia. No hay nada ni nadie que lo proteja, excepto su capacidad para saber cuándo actuar, cuándo detenerse, cuándo retirarse y cuándo irse al diablo. No tiene credenciales que lo respalden —a menos que las haya falsificado—, altos puestos en el gobierno ni posiciones influyentes; desprecia las armas, el chantaje y la violencia; el dinero que gana con el sudor de su ingenio es, para él, muchísimo más que dinero: es una recompensa espiritual. El estafador es básicamente un solitario, como el vaquero que se enfrenta solo contra todo un pueblo repleto de bandidos… con la diferencia de que él es el bandido.
El transa, ante todo, se aprovecha de su posición —social, administrativa o laboral—, que necesariamente es más alta que la del transado. El ejemplo más claro son los policías de tránsito que perdonan infracciones reales o imaginarias a cambio de un reconocimiento en metálico que estimula los procesos químicos que afectan la región cerebral dedicada al olvido.
Llámesele soborno, mordida o cohecho, no sería posible que recibieran nuestra voluntaria contribución si no tuvieran la autoridad para levantarnos una infracción, cuyo monto sería mucho más elevado que el billete que les damos, o si por ley no tuvieran la capacidad y la credibilidad suficiente para llevarnos a la delegación y acusarnos ya no de pasarnos un alto o de darnos la vuelta en un lugar prohibido, sino de ataque a la autoridad, resistencia al arresto, cantar canciones patrias en estado de ebriedad, incitación a la rebelión en la vía pública, estupro y faltas a la moral.
Si las negociaciones con el agente de tránsito fallan, y por algún motivo (decencia, quizá) no queremos estimular sus procesos cerebrales con una inyección en efectivo, no nos hemos librado de ser víctimas de una transa. Por el contrario, la dosis de medicina deberá ser masiva, pues habrá que aplicársela a un agente del ministerio público, cuyas tarifas son mayores porque es mucho mayor la dignidad de su puesto; los encargados del corralón, el guardia de la entrada, la señora que hace la limpieza, la secretaria del licenciado (que no tiene que ver en el asunto, pero que anda por allí viendo a quién se transa) y, claro, el policía que nos detuvo originalmente.
El estafador es sutil. No se aprovecha de su posición en la sociedad, porque no tiene ninguna: se aprovecha de las debilidades humanas —todos los pecados capitales y la parte más interesante de los mortales—, y hasta es capaz de hacer que nosotros mismos le supliquemos que por favor se quede con nuestro dinero. El transa también se aprovecha de nuestras debilidades, pero sólo de las que tienen que ver con nuestra posición inferior con respecto a él. Es el caso de los funcionarios de cualquier nivel que piden propinas a cambio de realizar algún trámite (a pesar de que su obligación es que los trámites se realicen), del prestamista que cobra intereses del cien por ciento mensual, semanal o diario a personas que no tienen otra opción que aceptar, y del constructor que utiliza materiales de calidad inferior (y los cobra como si hubiera usado uranio en la mezcla) gracias al apoyo de un inspector que tiene el poder suficiente para que la construcción se efectúe o se clausure, y que con toda justicia recibirá una parte de las ganancias derivadas de la transa.
Los transas, pues, son gente común y corriente que se encuentran en la posición adecuada para aprovecharse de la gente común y corriente que no se encuentra en ninguna posición. La carne de la que se nutren los estafadores, por otra parte, son los mismísimos transas.
Está, por ejemplo, aquel tipo que en 1925 vendió dos veces la torre Eiffel a empresarios franceses. El tipo, de nombre Victor Lustig, logró convencerlos de que uno de los símbolos más importantes de Francia sería desmantelado, pues mostraba fallas estructurales graves. El gobierno (al que él representaba, según lo demostraban las cartas credenciales que había falsificado con gran primor) quería mantener el asunto en secreto, para evitar reacciones adversas de la ciudadanía; si se llegaba a difundir el asunto, lo más probable era que la torre Eiffel permaneciera en su lugar, así que cuidadito con decir palabra. Los cinco empresarios que participaban en la operación se callaron la boca (que a esas alturas ya tenían hecha agua): el negocio para el que supuestamente concursaban era el desmantelamiento de la torre Eiffel, cuyo material el ganador podría vender después. A precio de chatarra, de acuerdo, pero sólo hay que imaginarse lo que les redituarían los cientos de toneladas de chatarra de la torre para darse cuenta de que se trataba de un negocio de lo más redondo.
La trama de la estafa era absurda, desde luego: los franceses de entonces (y de ahora) son capaces de declarar el alemán o el inglés como idioma oficial antes de tirar la torre Eiffel, así se esté cayendo en pedazos. Pero Lustig, gracias a sus dotes personales (con las credenciales falsas de por medio), convenció a transas verdaderamente experimentados de que podían hacer el negocio de su vida. Por supuesto que sólo uno de los participantes iba a llevárselo, como en todos los concursos de oposición; pero, qué rayos, ya habría modo de inclinar la balanza gracias a un interesante soborno que se le ofrecería al hombrecito gris que representaba al gobierno francés.
El hombrecito gris, por su parte, les dijo que para entrar al concurso había que entregar una cantidad más o menos respetable de dinero, por supuesto a cambio de un recibo, magníficamente falsificado, con la firma del ministro del Interior, de Obras Públicas o algo así. Los empresarios ni siquiera dudaron: entregaron el dinero, recibieron a cambio un papel que no valía nada y se pusieron a esperar.
Esperaron en vano: Lustig desapareció del mapa, junto con el dinero de los depósitos y el soborno que le había dado uno de ellos para obtener su favor. Y aquí es donde se puede notar muy claramente una de las diferencias entre un transa y un estafador. El transa hubiera seguido adelante para ganar más dinero, siempre más dinero; el estafador, modesto y nada deseoso de bienes materiales, se retiró en el momento oportuno. Sus ganancias no fueron despreciables, pero su satisfacción fue sobre todo espiritual: haberle vendido la torre Eiffel a una bola de transas. Los empresarios no presentaron denuncia alguna, de la pura vergüenza.
Lustig probó suerte otra vez y vendió la torre Eiffel a otro empresario; éste seguramente era un mejor transa que los anteriores, porque no tenía sentido de la vergüenza: denunció al estafador, que debió huir a Estados Unidos para seguir ejerciendo su arte. Pero ésa es una historia que deberá ser contada en otra ocasión y en otro lugar.
Está el caso de Enrico Sampietro, que tenía unas manos maravillosas a la hora de agarrar el pincel o el lápiz. Era capaz de copiar a la perfección un cuadro de Rembrandt, pero le faltaba lo más importante: talento para hacer sus propios cuadros, y que valieran la pena. Aunque dedicó su juventud a estudiar pintura, sus obras eran de lo más aburrido. ¿Qué hacer con tanta técnica y tan poco talento? Falsificar billetes, por supuesto. Falsificó todo tipo de moneda, en varios países, durante muchos años. Sus billetes eran simplemente perfectos… o casi perfectos, porque al final fue atrapado en México y cumplió una larga sentencia en Lecumberri.
Con sólo sus manos y su audacia, Enrico Sampietro logró que lo persiguieran las policías de decenas de países, y fue considerado el mejor falsificador de moneda del mundo. Pasó a la posteridad como uno de los mejores estafadores de la historia, y se le recuerda con respeto. Hay transas famosos, pero, en lugar de ellos o su obra, la que pasa a la posteridad —sin respeto, por cierto— es la autora de sus días.
Veamos en cambio cómo funciona una transa:

Automovilista: ¿Qué pasa, agente?
Policía: Se brincó un alto y venía a exceso de velocidad.
Automovilista: ¿Cuál alto? ¡Ni siquiera hay semáforo!
Policía: No, pero como si lo hubiera. Aquí tengo un cronómetro y voy contando lo que se tardan las luces del semáforo, y usted se pasó cuando le tocaba al rojo.
Automovilista: ¡Está loco!
Policía: Son las nuevas disposiciones. Como no hay presupuesto para comprar semáforos, nos dieron estos relojitos y nos dijeron que así le hiciéramos. Y si me dice loco otra vez, me lo jalo por falta de respeto a la autoridad competente.
Automovilista: Además yo no venía a exceso de velocidad: estoy estacionado aquí desde hace un rato.
Policía: Es que se le ve en la cara que corre mucho.
Automovilista: ¿Y qué?
Policía: Pues que yo soy de la policía preventiva, y tengo que prevenir que provoque una desgracia por andar a exceso de velocidad. Además, ¿qué hace aquí estacionado?
Automovilista: Estoy esperando a que mi esposa salga del banco. Mire, allí viene.
Policía: ¿La señora de la minifalda? No, pues ahora sí está en problemas: me los voy a llevar a los dos por faltas a la moral, porque con esa ropa su señora sólo provoca malos pensamientos.

Y así sucesivamente. Como se ve, entre la creatividad de los estafadores y la de los policías de tránsito hay una diferencia abismal. Los estafadores improvisan a cada segundo, adulan, convencen. Los transas simplemente tienen más autoridad que el cliente y lo ponen entre la espada y la mordida. Eso en el caso de que hubiera un “cliente”: la mayoría de las transas no tienen el calor humano que tienen las estafas.
A lo mucho, los transas aprovechan el poder de su firma (que se les ha dado como funcionarios públicos o privados que son), realizan una transferencia y ya. Hasta en eso el mundo moderno se vuelve más funcional y frío, sin el contacto personal que solía haber en los viejos tiempos. En los niveles más altos, así como en los más bajos, no es pues el ingenio lo que caracteriza los modos de ejercer la transa. Vea el diálogo que sigue:

Funcionario: ¿Ya está aprobado el presupuesto?
Secretario particular: Ya.
Funcionario: Bien. Toma el diez por ciento para ti…
Secretario particular: Habíamos quedado en el quince por ciento.
Funcionario: Agarra el trece y que no se hable más.
Secretario particular: De acuerdo.
Funcionario: Entonces toma el once por ciento para ti y el resto transfiérelo a mi cuenta en Suiza.
Secretario particular: El trece.
Funcionario: Que sea el doce. Y cómprame un boleto a Río de Janeiro para hoy mismo, porque después de ésta sí me agarran. Ah, y háblale a mi esposa para decirle que no me espere a cenar.

En los niveles más bajos de la transa están los que aceptan pequeños regalos en especie (unas flores, un boleto para el fútbol) por hacer lo que de todos modos deben hacer. Para ellos este manual puede ser útil, pues sin duda se trata de personas que necesitan de ayuda para superarse: ¿cómo puede creer que unas flores o un boleto de sol para el fut son la recompensa que un buen transa pueda merecer?
En los niveles más elevados están los sacadólares, los prestanombres, los secretarios de estado que otorgan contratos a sus propias empresas, los que abren cuentas secretas en Suiza con fondos de la nación, etcétera. Está de más decir que este manual no es para ellos, y más bien se les agradecería que publicaran uno para que al menos nos enteráramos de por qué estamos como estamos.

LOS MOTIVOS DEL TRANSA
No se haga ilusiones: para un transa no hay motivos elevados. Lo único que lo mueve es el dinero y lo que se puede comprar con él, sea comida o poder. Están los que transan para sobrevivir (los policías de tránsito que ya mencionamos: sus sueldos son malísimos), los que transan por transar (sí, los hay que son compulsivos, y hasta se está planeando la creación de una organización totalmente lucrativa llamada Transas Anónimos) y los que transan para pertenecer al selecto grupo de los que dictan los destinos de los países y los pueblos.
¿A cuál clasificación pertenece o quiere pertenecer usted? En este manual encontrará algunas pistas que le serán útiles, junto con algunos métodos que le ayudarán para lograr su objetivo —siempre pensando en su superación personal— y el contexto histórico de la transa para que no digan que es usted un ignorante que gana su dinero sin conocimiento de causa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un carismatico tambien se confunde con transa, ya que tiene una actitud de buscar constantemente la felicidad, y sabe como...
En general los loosers (que son unos cuantos) envidian a los transas y winners (estan en un mismo nivel altisimo de carisma, por lo que tienen mas minas y al menos no pagan por sexo, incluso tienen habilidad para generar trabajos no siempre ilicitos).
El transa es un producto tipico argentino. Reconozcanlo!!!!
Sigan envidiandome, me esfuerzo cada dia por ser mejores que ustedes. Chau a ustedes fracasados, gracias a ustedes me adoran las putas (o sea sus hermanas y esposas).
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Subject: QUe >LinDo es GanAr... haha