Publicado por la Dirección de Publicaciones e Impresos, Colección Ficciones, San Salvador, 1998.
–Váyase –dijo el periodista desde dentro–. Por favor. Déjeme en paz.
Se oía mal. De seguro había pescado una pulmonía por las horas que se pasó metido en la cisterna el día anterior. No sé si era inteligente, pero había burlado al Perro y al Ronco, y para eso por lo menos se necesitaba ser valiente. Pero cualquiera deja de ser valiente con una pulmonía entre pecho y espalda, y también inteligente.
Había sido poco inteligente esconderse en su propia casa. El Coronel me dijo desde el principio: “Los periodistas son tontos. Éste leyó en algún libro de casos de la vida real que la policía busca a la gente en todas partes menos en su casa. Por eso se lo va a llevar la chingada, por andar creyendo”. O sea que después de una semana de andar detrásde él sólo hizo falta ir a su casa y sacarlo de la cama.
Hubiera sido más fácil pescarlo el día anterior, pero el Coronel hacía cosas raras. “Hay tiempo”, dijo, y puso al Ronco a cuidar su casa para que no saliera. “Si sale, lo vuelves a meter”. Pero no iba a salir. Estaba demasiado asustado. En la universidad no le enseñaron qué hacer cuando estuvieran a punto de convertirlo en mártir. Estaba solo, y allí fue donde empezó a darme lástima.
–Abre –le dijo el Coronel–. Tenemos cosas que hablar.
El Coronel se volvió y me cerró un ojo. No lo hizo por complicidad ni por burlarse. Sólo me cerró un ojo. Así era él. Hacía cosas que uno nunca terminaba de entender. No las hacía porque le salieran del alma, sino porque le gustaba destantear a la gente. Pensaba cada mirada y cada movimiento. Pensaba hasta cómo respirar. No sé cómo hubiera reaccionado si yo también le hubiera cerrado el ojo, y no estaba allí para averiguar.
Me quedé al lado de la puerta y apreté la Parabellum. El Coronel me había dicho que el periodista no iba a hacer nada aunque estuviera armado. Porque estaba armado. Uno sólo se le podía escapar a tiros al Perro y al Ronco. No creía en la gente inofensiva, así que apunté a la puerta.
–Abre –dijo otra vez el Coronel.
Parecía que le hablaba a su nietecita.
La puerta se abrió y apareció el periodista con el revólver en la mano. Todavía tenía la ropa del día anterior, bien mojada. No podía ser por el agua de la cisterna; era sudor de fiebre. Temblaba como gato en un refrigerador. Tenía barba de varios días y se notaba que ya no le importaba morirse.
–¿Puedo pasar? –preguntó el Coronel.
Lo habíamos perseguido desde hacía una semana, le habíamos ametrallado el coche, estábamos a punto de matarlo y al Coronel se le ocurría preguntarle si podía pasar. Si algún día me preguntan lo mismo voy a contestar que no.
El periodista se metió otra vez a su departamento sin contestar. Dejó caer la pistola en el piso y se acostó en la cama, que estaba a unos dos metros de la entrada. Cerró los ojos. De verdad estaba mal.
El departamento era para dar pena: en un cuarto cabían una estufa, un comedor con tres sillas, una alacena y la cama. Lo que había del otro lado de la puerta que daba al baño olía mal. Temblaba tanto que podía romperse en pedacitos.
–Espérame –me dijo el Coronel.
Entró despacio, miró la pistola tirada en el piso y se sentó en la cama, cerca de la cabeza del periodista. Puso lo más parecido a una sonrisa que le hubiera visto: estiró la boca.
–¿Por qué lo hiciste? –le preguntó.
–Tenía que ayudarlos –dijo el periodista–. Ustedes los empezaron a matar. También me querían matar a mí.
–Les ayudaste a que se escaparan.
–Sólo quedan dos –dijo–. Yo sé dónde están. Se los entrego.
–Eres tonto –dijo el Coronel–. Un periodista no se mete con guerrilleros ni para entrevistarlos. Los guerrilleros no existen.
–No existen –repitió el periodista.
–Ni modo –dijo el Coronel–. Pensábamos pagarte, pero les ayudaste a que se escaparan.
–Ustedes me dispararon.
–También es cierto. Pero si salías vivo te íbamos a pagar.
–Mataron a la muchacha –dijo–. No tenían derecho.
El Coronel levantó los hombros.
–Ni modo.
–Le entrego a los que faltan. Yo sé dónde los pueden encontrar.
–Ya los tenemos. Tú eres el único que queda –se paró–. Mañana vas a salir en los diarios. ¿No te da gusto?
El viejo me dejó con él. El periodista no me vio porque estaba llorando. Tenía lágrimas por todas partes. Como marica, pensé para darme fuerzas. Como pinche niño. No hacía nada para defenderse. Ni siquiera se tapaba la cara o pedía perdón, nada. Un niño por lo menos patalea. Él no tenía fuerzas ni para patalear. Entonces me di cuenta de que era la última vez que hacía algo para el Coronel. No tengo nada contra los trabajos sucios, pero lo que le habían hecho al periodista no era cosa de hombres. Había contactado a un grupo guerrillero de cuatro o cinco diablos creyendo que iba a hacer el reportaje de su vida, que ya tenía ganado el premio nacional de periodismo. Pero se lo contó a su jefe, su jefe nos contó a nosotros y empezamos a seguirlo. Agarramos casas, correos, todo. Identifica¬mos a cada uno de los guerrilleros y empezamos a mandarlos al diablo. El primero tenía que ser el periodista, pero se dio cuenta de qué iba la cosa. Se nos escapó dos veces. En la primera se murieron dos; en la segunda pescamos a una muchacha, con un balazo en la panza, pero viva. Parecía que le gustaba al periodista.
Él se puso a jugarle al héroe. Les había fallado un asalto a una casa de cambios y no tenían dónde esconderse, así que les dio todo su dinero, los mandó a la finca de un pariente y se quedó en una casa de seguridad. Después se fue a su departamento. Allí lo estaban esperando el Ronco y el Perro. se agarró a tiros con ellos y se escondió en la cisterna.
–Déjenlo –dijo el Coronel–. Ya saldrá.
Y salió.
A lo mejor pensó que sólo le íbamos a pegar en las manos con una regla. Nadie toca a un periodista. Eso dicen los periodistas. A la mierda los periodistas.
La idea era que yo tenía que meterle un balazo. No sería la primera vez, pero a ése bastaba con soplarlo para que se muriera. No se puede matar a alguien que está llorando y que ni siquiera trata de meter las manos.
–Yo pesqué a la muchacha –le dije–. Yo me la llevé y la estuve interrogando. ¿Quieres que te cuente cómo le hago para interrogar a la gente?
Siguió llorando.
–Ya la teníamos checada –dije–. Era la puta de todos. Se acostaba con todos. Socialismo, le dicen a eso. Todo es de todos. ¿No te dijo que era la puta de sus compañeros?
Nada.
–¿Tú también la probaste? Fuiste el único que no. No sabes cómo se movía. A lo mejor era por el plomazo que se movía así –el estómago se me volteó–. ¿Tú nunca la probaste?
Siguió llorando. Quizá se puso a temblar más, pero era de puro enfermo. Me estaba oyendo y no le importaba lo que le decía. Me dieron ganas de decirle al Coronel que lo dejara morirse en paz, pero no me pagaban por dar consejos.
–Creí que iba a aguantar más, pero no aguantó. Se murió. Mucho hacerle de puta de los compañeros pero el último no la aguantó. A lo mejor estaba muy usada.
–Por favor –dijo.
Eso era todo. Le puse el disparo en medio de los ojos. Casi no salpicó, así de mal estaba. Pataleó como niñito y las manos se le convulsionaron un rato.
Cuando dejó de moverse yo estaba seguro de que ya no iba a trabajar con el Coronel. No tenía idea de lo que iba a hacer, pero estaba cansado de matar pobres diablos. Lo menos que uno puede hacer es decidir a quién mata y a quién no.
Oí un ruido detrás de mí. Era el Ronco.
–Dice el viejo que te apures. No tardan en llegar las patrullas.
Miré al periodista por última vez. Parecía que todavía estaba llorando. Era un tipo tonto, hubiera dicho el Coronel. Era un pobre pendejo que había querido ganarse una buena noticia, lo bastante miedoso para entregar después a los que había entrevistado. Sólo era asunto de apretarle los tornillos. Después, de la pura vergüenza, se hubiera quedado con el hocico callado. Como quedó al final, pues. La única ventaja era que ya no iba a sentir vergüenza. Fue peor que matar a un bebé. Los bebés gritan. Él ni eso.
–Apúrate –me dijo el Ronco–. Aquí está la propaganda.
Regamos un montón de folletos mimeografiados que hablaban del ajusticiamiento del periodista por ser un infiltrado de la CIA, por delatar a la vanguardia del pueblo en armas y qué sé yo qué más. Querían que pareciera que él y los otros se habían matado entre ellos. Suena tonto, pero funciona.
Corrimos a los coches cuando ya se oían las sirenas de las patrullas. Me metí en el Mustang verde del Coronel y me senté del lado del pasajero.
El viejo manejaba bien con todo y la mano mala. Le gustaba trabajar directamente en la mayoría de casos, interrogar, soltar bala, todo. A mí se me hacía enfermo, porque para eso estábamos nosotros. Pero tampoco me pagaban por diagnosticarle enfermedades a nadie.
La mano derecha del Coronel era un muñón morado, con pedazos de dedos que no paraban de moverse. Hacía quince años el guardaespaldas de un narcotraficante le había descargado una subametralladora. La mayoría de las balas le dieron en la mano derecha y dos o tres en el cuerpo. El Coronel entonces era un capitán a punto de convertirse en cadáver, y contestó disparando con la mano izquierda, a pesar de que no era zurdo ni en sus ratos libres. Así, chorreando sangre por todos lados, se metió en la casa del narco, lo despachó junto con otro par de guardaespaldas y todavía le alcanzó el ánimo para llamar por radio y reportar que todo había salido bien. Como pago lo ascendieron a coronel y lo pusieron al frente de la Sección.
Por esas fechas la formábamos tres: el Ronco, el Perro y yo, además del Coronel. No le gustábamos a nadie. Hasta los federales trataban de no acercarse al final del pasillo principal del tercer piso, donde estaba la oficina. Decían que éramos malos, y a lo mejor. Una vez trataron de matar al Perro por un lío de dinero y cayeron dos jefes, tres pasaron a puestos en provincia y cuatro agentes alcanzaron a morirse. Nos tenían más miedo que a Ortega y su gente, y ya era decir. Ortega era igual de malo que el viejo, algunos decían que más, pero no era cosa de ponerse a averiguar: cada quien en su cueva y todos felices.
–No hacía falta echarse al periodista –le dije al Coronel–. Se iba a morir solito.
–Así es esto.
–No iba a decir nada.
–Pero así es esto.
Nos estacionamos en la placita que estaba junto al edificio de la Sección. El Coronel se restregó el muñón en el pecho y miró a una muchacha que iba pasando.
–Yo antes era así de joven –dijo.
–Es bonita.
–Mi nieta la mayor debe tener la misma edad. A lo mejor menos.
–Ya no quiero trabajar –le dije.
Me miró. Tenía unos ojos demasiado pequeños para no dar miedo, pero estaba acostumbrado y le aguanté la mirada.
–¿Qué te pasa?
No podía explicarle lo del periodista. Yo mismo sigo sin saber qué me pasó. Digo que fue por verlo llorar y temblar y que no haya tratado de defenderse, pero no sé.
–Uno tiene que escoger a quién mata –le dije.
Se pasó el muñón por la boca.
–Si te largas ya no vas a matar a nadie.
–Cada quién hace lo que puede–le dije.
Bajamos del Mustang y dimos una vuelta por el parquecito. Había una pareja de estudiantes de secundaria besándose en una banca. Se besaban como si fuera el último día de su vida.
–Deberían arreglar esos camiones –dijo el Coronel–. Echan humo del que da cáncer.
No había ningún camión por ningún lado. Sentí el muñón en el hombro.
–¿Estás seguro?
Los muchachos de secundaria se levantaron. Las piernas de ella eran flacas, pero tenía cara de princesa. Era más alta que él.
–Seguro –le contesté.
El Coronel subió una pierna en la banca que los muchachos acababan de dejar. Parecía preocupado de que me fuera, pero igual estaba pensando si me iba a matar el Perro o el Ronco.
–¿Sabes qué? –dijo–. Estos cabrones necesitan héroes.
–Sí.
No sabía qué me quería decir, pero nada me costaba seguirle la corriente.
–Siéntate. Voy a hablar un rato. Antes hablaba con mi mujer porque no preguntaba nada, pero se murió. Mis hijos dicen son gente de bien. A veces hasta creo que no son de fiar. Mis nietos son otra cosa, y no sé qué cosa sean. El mundo se está poniendo demasiado moderno. A los nietos hay que quererlos, y que los entienda su madre, que para eso está.
Nos sentamos. Quedamos frente a una pared del edificio donde estaba la Sección. Ladrillos pelones y antenas de todos tamaños en la azotea.
–Sí –le dije.
–No me estás oyendo.
–Estaba hablando de los héroes y de sus nietos.
Se rió. Más parecía que estuviera tosiendo. Levantó la mano mala.
–El guardaespaldas que me hizo esto trabajaba para un diputado. Se llamaba Hilario Garza y era cabrón. Pero yo era más cabrón.
–Sí.
–Era al primer diputado que pescaban en algo así de chueco. No porque no hubiera otros, sino porque éste no supo hacerla. Yo era federal y me encargaron el trabajito. ¿Sabes cuántos hombres me asignaron? Ninguno. Capitán, vaya y captúrelo, me dijeron. Así de huevos. Se estaban jugando el albur: si lo trae, chingamos al diputado; si no, le pagamos el entierro al pendejo del capitán. A mí no me gusta que me paguen los entierros. Si me han de matar yo pago el cajón.
De repente me di cuenta de lo viejo que estaba el Coronel, y eso que no pasaba de los sesenta.
–Me hicieron muchas fiestas –dijo–. Hasta fue a verme al hospital el secretario particular del presidente. Me dijo que era un héroe. Me ofreció dinero y se lo acepté. Se lo llevaron a mi mujer en un sobre. Ella no sabía qué hacer con tanto dinero, creo que cinco mil pesos de aquel entonces. Hablaron de mí en los diarios. Por allí tengo los recortes. La noticia principal se la llevaron los de mero arriba, eso sí. Aparecían diciendo que se había acabado la corrupción y que no le iban a permitir a nadie que se enriqueciera a costa del pueblo, con fotos grandes, apretones de mano y todo. La misma gata, pero revolcada. Después se olvidaron y apareció otra cosa en el diario, algo de uno que mató a todas las novias que había tenido. Me cambiaron por un pinche asesino de viejas.
El Perro apareció a la entrada de la placita y se detuvo con cara de preguntar. El Coronel le hizo una señal y el Perro se fue.
–Me dieron la Sección y me ascendieron a coronel. Sólo le doy cuentas a dos personas y ninguna trabaja en ese edificio. A nadie más le doy cuentas. ¿Sabes por qué?
–No.
–Porque necesitan héroes. Necesitan creer que tienen héroes. Porque me tienen miedo, pero saben que me necesitan para que las cosas funcionen como tienen que funcionar. Los de ahora son puros cabrones corruptos. Ortega también es héroe, pero no deja de ser un cabrón corrupto. Yo siempre he vivido de mi sueldo. Me pagan bien, eso sí. Me tienen donde me tienen y me pagan bien porque me jugué el pellejo y salí vivo.
No sabía dónde quería llegar, y tampoco me interesaba. Me paré.
–¿Cuándo puedo pasar para lo de la renuncia? –le pregunté.
–Oye bien –sentí frío–. Siéntate y oye.
Me quedé parado.
–A ti te mandaron a estudiar fuera. ¿Dos años?
–Casi dos años.
–Casi dos años. Estudiaste treinta mil tonterías con los gringos, medicina forense y cosas así.
–Dos cursos de criminología.
–Dos cursos. Además estuviste en la universidad. ¿Para qué te sirvió tanto quemadero de pestañas? ¿Para que te pasaras todos estos años siguiendo y matando gente? Para matar cristianos no hacía falta tanta es¬tudiadera. ¿Alguna vez has sacado unas huellas digitales?
–No.
–Pero mataste al pobre pendejo de hace rato. No te gustó, pero lo mataste, porque yo te dije. Estudiaste en la universidad y dos años con los gringos y te quedaste haciendo purititas cabronadas.
Nunca había hablado conmigo más de cinco minutos, y la primera vez se estaba pasando de la raya. Pero no quería burlarse. Trataba de decirme algo; se lo leí en los ojos. No leí mucho, pero bastó. Era la primera vez en años que lograba saber qué había en los ojos del viejo.
–¿Ya sabes qué quiero?
–Que yo sea el próximo jefe de la Sección –le dije.
–¿Y?
–¿Por qué yo?
Entonces hizo algo que no creí que fuera capaz de hacer: soltó una carcajada. Una carcajada simpática. No muecas, sino una carcajada.
–Eres inteligente–dijo–. Me gusta la gente inteligente. Yo ya me voy a retirar. Sólo tú puedes hacerte cargo.
–No me interesa –le dije–. Allí que quede.
–El Perro y el Ronco son tontos. Golpean bien, disparan bien, saben gritar y son fieles. Pero son tontos.
–¿Cuándo se retira? –le pregunté.
–Seis, siete meses. Para fin de año.
–No –le dije–. Quiero otra cosa.
–No sabes hacer otra cosa.
Era cierto. Toneladas de teoría criminológica, toneladas de prácticas, cursos de operaciones especiales, infiltración y no sé cuántas porquerías para convertirme en asesino de perio¬distas con pulmonía. Estuve tres años en la federal y hasta llegué a hacer trabajos buenos. En una de ésas le gusté al Coronel y me transfirieron. De teniente pasé a nada, pero me pareció un buen trato: entrenamiento un par de veces a la semana y trabajo muy de vez en cuando. Sólo operaciones encubiertas, infiltración de organizaciones y una red de delatores para dar miedo. De mi red no le daba cuentas ni al Coronel. Mi saldo era de catorce cadáveres comprobados a favor y varios raspones en contra.
–Ninguna otra cosa –repitió el Coronel.
–¿Y por qué yo?
–¿Por qué no?
–¿Por qué sí?
–Eso es hablar tonterías. En primer lugar no hay otro. En segundo tú tienes mi escuela. Yo te ayudaría a resolver los asuntos delicados y a hacer política.
Eso significaba que yo no era tan inteligente, y que si aceptaba el Coronel seguiría ordenando y yo disparándole a quien me ordenara, periodistas incluidos.
–No me gusta –le dije.
–En tercer lugar, si no aceptas van a poner a alguien de fuera y se van a cagar en lo que he hecho.
–No soy héroe –le contesté.
–Pronto vas a ser más héroe que yo –dijo parándose–. Tengo algo que los va a convencer de que eres el mejor de todos. Algo fino, de mucha altura.
–¿Descubrir que la hija de un secretario de Estado se acuesta con un regenteador de putas?
Me miró con sorpresa, si eso era sorpresa. Nunca le había hablado así. Nadie le había subido el tono desde que lo ascendieron a coronel.
–Eso fue tonto –dijo.
–Por eso. Ya estoy hasta acá de tonterías.
Salimos del parque. Se veía preocupado. Dijo no sé qué cosas que no me interesó entender y luego me miró a los ojos.
–¿Fue por el periodista? ¿Te ablandó el periodista?
–No sé.
–Bueno –dijo–. Bueno, bueno.
–No me ablandé.
–¿No quieres saber a quién le vamos a aplicar el trabajo fino? Lo firmas con tu nombre. En una de ésas hasta te condecoran.
–No.
–Pues tendrá que ser el Perro. Es el más antiguo. Él se va a llevar el crédito.
–O el Ronco.
–¿Tienes dinero?
–Me gusta ahorrar.
–Eres igual de tonto que el Perro, pero en sentimental.
–Puede ser.
–¿Te parece que te dé trescientos mil?
–Suficiente –le dije.
–Que sean trescientos cincuenta. Pasa a recogerlos cuando quieras. Mañana o pasado. Y no te vayas a asustar cuando veas en los periódicos que el Perro organizó el desmadre más grande de los últimos diez años.
–Ya casi no me asusto.
Se metió al edificio. Los guardias de la entrada se apartaron como si el viejo estuviera lleno de sarna. Y estaba lleno de sarna. Era de los duros. Ahora que está muerto creo que a lo mejor hasta se merecía una estatua. Pero no hubieran podido ponerle nada en la placa; hay cosas que la gente no quiere saber. Y ni siquiera hubieran podido poner que cayó en el cumplimiento del deber, porque no cayó en el cumplimiento de nada.
Me costó dormir. No por el periodista; esas cosas dan pesadillas, pero no insomnio. Pensaba y pensaba si de verdad podía dirigir la Sección y si por fin iba a ser alguien. Pero un policía nunca puede ser alguien. Además había límites que ni el Coronel podía pasar, gente que podía mandar a desaparecerlo tan tranquilamente como él podía desaparecerme a mí. Un policía de lujo, pero nada más. Un policía no deja de ser policía. Si el Perro iba a ser el próximo, peor para él.
Luego estaba la cuestión de mi retiro. Tenía dinero para ir pasándola durante un rato, a lo mejor un par de años, o tres o cuatro. Pero ¿a quién le importaba ir pasándola? No podía olvidar lo que era, y tampoco quería. Entonces ¿por qué renunciar? Hubiera sido más fácil no entrar a la federal desde el principio y ya hubiera estado echando hijos y barriga.
Así me estuve hasta las cuatro de la mañana. A esa hora me levanté para limpiar las armas.
Eran pocas, pero de lo mejor que se ha fabricado. Mi favorita siempre fue la Parabellum. Uno puede salir a la calle seguro de que va a regresar más o menos vivo. Un par de veces se me había encasquillado, pero teniéndola limpia y dándole cariño rinde más que diez kilos de jabón de espuma.
Estaba el abuelo de la familia: un revólver MK 40 calibre .352, un Webley de los primeros. No tenía balas, y no me interesaba conseguirlas. Cuando la amartillaba se me atravesaba algo en el estómago.
Había una Peacemaker que también me ponía de buenas. Y una Derringer, y una pistola carabina que le decomisé a un pasante de ilegales en la época en que trabajaba en la federal.
Me dormí cuando los camiones llevaban corriendo un buen rato. Por primera vez en años no puse la Parabellum debajo de la almohada ni cerré con llave la puerta de entrada.
–Acuérdate: nada de chistes –me dijo el Coronel en un sueño–. Sin mí no puedes correr ni existir.
–Sólo a veces –le contesté.