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sábado, noviembre 24, 2007

Breve recuento de todas las cosas (fragmento)

Publicado por Editorial Cénomane (La Mans), en traducción de Thierry Davo, y en español por Índole Editores (San Salvador), ambas ediciones en 2007.




Y ¿quién es Dios, quién sería, quién debería ser? ¿Y dónde está, por favor, dónde ha estado mientras lo buscamos, mientras lo negamos, mientras lo mencionamos como una fórmula que rara vez significa algo: una muletilla, una repetición mecánica, gracias a Dios, ojalá, si Dios permite, adiós? Porque de las palabras sólo es cierto que se gastan a medida que las violenta el tiempo. Porque Dios es los miedos y los deseos: “Dios es esto” o “Dios es lo otro” o “Dios está en los cielos”, y en los cielos sólo existe el vacío, el vacío, nada más que el vacío, como lo vio Gagarin y como lo temen los sacerdotes de Dios. Y ese hombre absurdo podría ser no obstante Dios o la casa de Dios, porque no hay nada dentro de él, y entonces la humanidad ha vivido y muerto en vano, y habría que volver a las fórmulas antiguas y vacías para no matarse colectivamente: “Dios es amor”, pero el amor de Dios ha provocado mártires y guerras santas. “Dios es como un padre”, y los padres tienen sexo y lo aplican y matan a otros padres para destruir la inocencia de las hijas ajenas. “Dios es como el mar.”
Y Dios en efecto es como el mar, que es tantas cosas y ninguna en particular, tan múltiple como único, tan monótono y convulsivo. Porque el mar es mucho más que esa cantidad estúpida de agua, sus fosfatos y naufragios, es más que las ostras y sus madreperlas, los delfines y su canto: es también los niños que se mojan los pies en la playa, los que ven desde lejos su luminosidad imposible, a un lado de la carretera; es los poemas sobre el mar, la memoria atávica de los que saborean sus propias lágrimas en la noche de su suicidio, el sudor en los ijares de los caballos, la saliva que pasa de una boca a otra en busca de la ilusión del amor. Porque Dios es más que todo lo que fue creado –incluso el mar y lo que lo habita–, es mucho más que esa cantidad infinita de silencio y de incomprensión: es los ojos de los mártires, los pujidos desesperados de las solteronas, las guerras donde los hombres son más profundamente hermanos y se odian y se matan y se dicen héroes o traidores, todo para evitar hacerse la única pregunta que vale la pena hacerse: ¿por qué?
Y en los porqués y en los para cuándos está Dios, en los milagros y en la falta de milagros, y en el pecado –esa tristeza–, y el pecado es uno solo: amar. Porque hasta el odio es amor, hasta en el tiro en la nuca de las ejecuciones sumarias hay amor, el amor del metal a la carne, de la carne al metal, del verdugo a la víctima; porque hasta en la desesperación del homicida casual hay amor, y en ese amor el pecado encuentra su perdón, si hay perdón posible.
Pero el mar no es sus rocas: las rocas son intrusas que buscan algo de razón en un elemento ajeno, al precio de desaparecer y convertirse en arena en unos cuantos millones de años; al precio de la humedad, porque la roca es seca y debe serlo para que sea seco el golpe y seco el paisaje y a secas la noción de que allí, en la roca y dentro de la roca, no está el mar. Y Dios no es sus creaturas –¿cómo podría serlo?–, ni la imagen de sus creaturas, porque su materia es tan diferente como la de la roca y la del mar, como la espuma y el aire, como las olas y el color del cielo; porque si Dios fuera sus creaturas se trataría de un dios múltiple y colectivo y no habría las guerras en el nombre de Dios, que dan sentido a la vida y la muerte de los hombres y dolor a las mujeres y a sus hijos, y noches frías, y veranos pálidos como un cirio que no quiere encenderse, o que no puede.
El mar y Dios tampoco son la memoria, ni siquiera lo que hay del mar y de Dios en la memoria, porque los recuerdos son menos que agua y que infinito, menos que aire y menos que la necesidad de no estar solo, de nunca estar solo: son olvido.

sábado, enero 20, 2007

Trece: Mujer en la ventana

Fragmento de la novela Trece, publicada por el Instituto Mexiquense de la Cultura, Toluca, 2003, y por editorial Cénomane en Le Mans, en 2006, en traducción de Thierry Davo.




Con las primeras mujeres hubo algo de maravilloso que no podía repetirse, y que no se repitió. Había una sorpresa en cada cosa que ocurría. Después uno creyó que las cosas eran tan sencillas como esas primeras veces, como con la primera mujer: se guiaba por los gemidos, por las reacciones del cuerpo que tenía entre los brazos, a veces violen-tas, a veces de una sutileza enloquecedora. No había recetas, no había premeditación: un movimiento llevaba al otro, un toque daba la pista para el toque siguiente, un beso se convertía en luz o llanto, un olor era el fuego que producía la luz o que evaporaba las lágrimas, todo maravilloso.
Después uno se dio cuenta de que las reacciones pueden fingirse, y que los gemi-dos pueden ser de plástico. Muchas cosas dejaron entonces de tener importancia. La seducción se convirtió en un ritual controlado, en una sucesión de palabras, hechos y pensamientos predefinidos que llevaban a un final egoísta. Si cada uno cumple con su papel, todo está bien: el ritual debe respetarse, el placer debe tener un límite, la pasión es, digamos, algo de lo que se prescinde en aras de que todo vaya como debe ir.
Uno empieza a ponerse viejo cuando ya no sabe qué reacción del cuerpo o del es-píritu es cierta o falsa, qué sonrisa esconde amargura, qué indiferencia esconde sonri-sas, qué gritos de odio esconden amor, qué gemidos son de aburrimiento y cuáles de placer, qué nombre es el que uno mismo pronuncia con deseo y cuál con lástima o de-sesperación. Uno se pone viejo cuando necesita convencer al compañero de cama de que todo está bien, de verdad, fue único, nunca como hoy, te amo.
La segunda fue la mujer de la ventana. Era la mujer perfecta y lejana (perfecta por lejana) que no exigía nada sencillamente porque no existía, y a la que no le pedía más que ser el material del que estaban hechos mis sueños. Yo tenía quince años y tanto amor que sólo podía dárselo a alguien que pudiera vivir sin él. Era amor, de eso nunca hubo duda. Un amor tan profundo como todos los amores imposibles e inexpertos, tan egoísta como el amor de un niño. No había hablado jamás con ella (¿cómo hablar con un sueño?), no la había visto en otro lugar que no fuera su ventana, en la planta alta de una casa verde del puerto, detrás de unos cristales, asomada hacia la calle con unos ojos que apenas adivinaba, pero que en mi imaginación contenían el universo.
Se paraba del otro lado de su ventana a eso de las tres de la tarde y se quedaba allí media hora, quince minutos, una hora, toda la eternidad, viendo hacia ninguna parte. Desde mucho antes de la hora me paraba del otro lado de la calle, apoyado en un árbol que era incapaz de ocultarme, pero que me mantenía aferrado al mundo. Me apoyaba en él y sentía en el brazo la textura rugosa de su corteza; me raspaba, me dolía, dejaba marcas. El dolor era algo terrenal que evitaba que me volviera loco de amor. Ella no parecía fijarse en mí. Miraba hacia el frente, por encima del árbol que me protegía, como viendo algo que estuviera oculto a los ojos humanos. Detrás de mi árbol no había nada: un terreno baldío, la pared trasera de una casa y, muy al fondo, un cerro plagado de viviendas miserables. Ella miraba más allá de todo eso: ¿cómo no amarla?
Y siempre el aire del mar, que formaba remolinos a mi alrededor. El mar estaba a sus espaldas. Hubiera sido el colmo de la poesía que mirara hacia el mar.
La mujer de la ventana vivía a unas seis o siete cuadras de mi casa, en una de las calles más populosas del puerto: un suspiro en medio del estrépito. La gente, mucha gente, formaba a mi alrededor una coraza móvil que me daba el valor de estar allí y de verla, sólo verla. Sudaba. El sol era intenso, pero el calor venía de adentro, de un lugar indefinido entre el estómago y la pelvis.
A mi alrededor pasaban las mujeres semidesnudas que sólo se encuentran en los puertos: mulatas de cuerpos sorprendentes, rubias de piel tostada, ancianas en las que aún podía adivinarse la sensualidad que las poseyó cincuenta años atrás. Apenas me daba cuenta de que existían.
No pensaba en nada mientras veía a la mujer de la ventana; sólo la veía. Era impo-sible adivinar su edad; la distancia era mucha y su figura se desdibujaba tras los crista-les. Sospechaba que tenía entre 23 y 28 años, un terreno lo suficientemente amplio pa-ra inventar historias en las que ella era la protagonista principal, a veces —casi siem-pre— la única. A cada edad, imaginaba —ahora lo sé—, pasan cosas que sólo son propias de esa edad; cada edad que le daba a la mujer de la ventana le otorgaba un ca-rácter diferente, una voz diferente, diferentes sueños.
La intensidad de la luz determinaba la nitidez con la que la veía a través de su ven-tana: a veces el sol era violento y apenas adivinaba su silueta, desdibujada como cuan-do uno está en medio de una borrachera. A veces estaba nublado y veía con una clari-dad alucinante sus vestidos floreados de colores tan vivos que parecían moverse, sus piernas bien formadas, las manos recargadas contra un reborde de la ventana.
Quince minutos. Una hora. Media hora. Hubo un par de veces que se quedó allí toda la tarde, un regalo maravilloso. Su quietud era casi total: sabía que estaba viva porque de tanto en tanto cambiaba su pie de apoyo.
(Fue entonces, sin llegar a concebirlo, que supe que los humanos hacen mucho de lo que hacen para darle un nuevo, desesperado e inútil sentido al tiempo: deportes, drogas, sexo, cine, libros… Un corredor depende de cada centésima de segundo para ganar, para vivir más. Vive en cada centésima de segundo, vive cada centésima de se-gundo, siente pasar por su cuerpo cada número del cronómetro, siente cada gota de sudor y cada gota de resequedad en la boca, cada grano de polvo que los zapatos arrancan de la pista. Cada fracción de segundo es larga como cien años, como estar ahogándose. En el sexo también hay una noción de cosa eterna, de tiempo que no puede terminar nunca porque siempre estará sucediendo eso, esa sensación, ese roce, esa monotonía deliciosa e injustificada. La explosión debe ser placentera a un grado casi insoportable, o nada tendría sentido: después vendrá el tedio del tiempo que pasa al ritmo de siempre. Las drogas dan más de lo que ofrece cualquier religión: la eterni-dad en una dosis. ¿Quién no está harto del tiempo? Cuando quise ser escritor sentía que encerraba el tiempo en una cajita. Ahora mismo trato de encerrar el tiempo en una cajita. Si alguien lee este cuaderno será porque estoy muerto; pero seguiré viviendo y escribiendo mientras alguien lea esta frase, esta palabra, este punto y seguido. Seguiré vivo entre las tapas de este cuaderno porque aquí es donde he estado más vivo que nunca y que en ninguna parte: aquí se encierra lo que vale la pena de todos mis años. O no; quién puede saberlo. Aquí es donde el tiempo no tiene sentido: no hay tiempo más allá de la última palabra que escriba. Aquí es donde no importa más que el hoy, el hoy, el hoy, mi pluma que se desliza sobre las hojas. Siempre se vive en el hoy. Estoy vivo hoy porque estoy escribiendo. Hoy. Y tú, quien seas, lees a medida que escribo. Si todo resulta como debe resultar, en este momento —tu momento— soy un montón de ceniza. No tengo conciencia. No tengo deseos. No tengo pasado. He roto con el presente. Estoy muerto. Y sin embargo aún faltan nueve días para morir. Cuando leas la palabra FIN, si es que escribo la palabra FIN, el tiempo volverá a su cauce normal. Si lees FIN es porque has participado en mi muerte: en el momento en que termines de leer me habrás matado. Y quizá de eso se trate: de hacerte cómplice de mi muerte.)
Fueron tres, cuatro meses de ver a la mujer de la ventana desde mi árbol. Mientras la veía no existía el tiempo del modo que existía en los demás lugares del mundo, no había pensamientos, no había más que mis ojos y ella. Después, de regreso en casa, con la luz apagada, armaba historias en las que era la protagonista. La oía hablar, aun-que no conocía el tono de su voz. La sentía respirar sobre mi cara, exhalar su último aliento en mi cuello o entre mis labios. A veces la veía desnuda, perfecta, y tocaba su piel, y era como tocar un trozo de neblina. A veces la veía bailar, y sus pies no llega-ban al suelo. No podía imaginar un nombre para ella: ¿cómo darle nombre a la belleza? Era casada, de eso no había duda: por las noches entraba en el garage de su casa un automóvil con un hombre dentro; un hombre común y corriente, moreno, de bigote, con el pelo corto y un portafolios. El que fuera su esposo no significaba absolutamente nada: ella no haría el amor con él, no le hablaría durante la cena, no le serviría la cena, no lavaría sus platos ni ninguno. Era incidental que su marido viviera con ella, y que fuera su marido; incidentalmente dormían en la misma cama, pero él era tan incapaz de tocarla como yo, o de oír su voz o de verla de otro modo que no fuera como yo la ve-ía: una imagen difusa detrás de los cristales de una ventana.
En esa época veía todos los días a T., mi primera amante. Era una mulata seria que vivía en un cuarto, en la parte pobre del puerto. La había conocido casi por casua-lidad, una tarde en que ambos estábamos perdidos; una historia como todas las que no vale la pena contar. Mi madre nos había visto un par de veces caminando de la mano por el malecón.
—No te cases con una negra —me decía—. Tus hijos van a sufrir. Nadie quiere a los negros, y menos a los que se casan con blancos.
Por las tardes, después de hacer las tareas y de ver a la mujer de la ventana, iba a casa de T. y sudábamos y gritábamos hasta las ocho de la noche. Regresaba a casa, cenaba y me metía en mi cuarto a soñar. Cuando estaba con T. pensaba también en la mujer de la ventana, pero mis pensamientos no tenían que ver con sexo. La imaginaba detrás de los cristales, con los ojos clavados en ninguna parte, a veces cambiando el pie de apoyo. Jamás se me ocurrió fantasear que lo que hacía con T. lo hacía con ella; T. únicamente era el vehículo para que el tiempo funcionara de otro modo, para que la mujer de la ventana estuviera en esa otra dimensión en la que el placer físico y el pla-cer de recordarla fueran exactamente lo mismo. (Vi a T. durante algo más de un año. Antes de cierta Navidad me dijo que se casaría, que se iría a vivir a Estados Unidos con su esposo. La última vez su cuarto estaba vacío; ya había mandado a la central de autobuses las cosas que no había regalado. Sólo la cama estaba allí, con un colchón más desnudo que nosotros. Estaba pintado con las manchas oscuras del sudor antiguo. Lloró mientras hacíamos el amor y después se fue.)
Al tercer mes dejó de llegar el marido de la mujer de la ventana. Ella seguía apare-ciendo a la misma hora, en el mismo lugar, en la misma posición, con la misma mirada que no alcanzaba a distinguir. Un par de veces me pareció que me veía, y el mundo se detuvo en seco. Me quedé recargado contra el árbol, rodeado de toda la gente que pa-saba con sus olores y prisas, y descubrí que estaba solo.
Cuando regresaba de ver a T., las cortinas de su casa estaban corridas y, si acaso, se veía un hilo muy delgado de luz por los intersticios. (Intersticios: qué palabra pe-dante.)
Un día oscureció y ella seguía en la ventana. Hacía meses que montaba guardia todas las tardes para verla y nunca se había quedado tanto tiempo. Hizo algo que nun-ca había hecho: abrió la ventana, se recargó en el marco y me miró de frente, sonrien-do. Mi cuerpo se quedó hueco. Alguien me arrancó las vísceras de golpe. (Fue la pri-mera vez que morí.) Pensé en ir a casa de T. para fantasear con esa mirada. Ya había pasado la hora de la cita, aunque todavía podía encontrarla. Pero los muertos no cami-nan.
La mujer de la ventana me hizo un gesto con la mano para que esperara. Desapa-reció de su lugar. Quise correr, pero los cadáveres no corren, y mi cadáver la esperó.
La puerta de su casa se abrió y ella apareció de cuerpo completo, por fin bien de-finida gracias al alumbrado público, que acababa de encenderse. Caminó hacia mí con una sonrisa grande. Movía el cuerpo con una naturalidad que no imaginé en mis sue-ños; las películas de vampiresas hacen estragos con la imaginación.
A medida que caminaba se fue haciendo más pequeña. Hasta ese momento la había visto desde abajo, desde mi árbol, mientras desplegaba su inmensa belleza a tra-vés de la ventana. Cuando estuvo frente a mí apenas me daba al hombro.
—¿Por qué no vienes y tomas algo? —me dijo.
Se dio la vuelta y caminó de regreso a su casa. La seguí. Antes de entrar vi a mi madre pasar en el coche.
La casa de la mujer de la ventana era más normal de lo que hubiera querido. Los muebles eran de los que se compran en cualquier tienda departamental. Había un par de libreros llenos de adornos, sin libros. El aire del mar entraba por unas ventanas traseras que estaban abiertas de par en par (las del frente, hasta ese día, habían estado cerradas). El baño era de mal gusto, de un diseño que pocos años antes hubiera sido modernista y ahora era simplemente feo, con una cortina llena de flamingos color pas-tel.
Me dijo que me sentara. Su voz era un tanto aguda, aunque agradable. No era una voz dulce, ni siquiera sensual; era la voz de cualquier mujer. Tenía los ojos oscuros y esa sonrisa entre tímida e insinuante que sólo he visto en las costeñas. Durante todo el tiempo que llevaba de verla me había parecido que era blanca; en realidad era morena, bastante morena.
Platicamos durante un par de horas. Me preguntó que por qué me paraba frente a su casa para verla; le contesté que no sabía. Me preguntó a qué me dedicaba; a estu-diar, le dije. Qué edad tenía. Cómo me llamaba. Si mi madre era la señora del sedán, la que se parecía tanto a mí. Me habló de sus discos favoritos (la música que sonaba en la radio), de un par de fiestas a las que fue cuando tenía mi edad (confesó treinta años, y me di cuenta de que ya tenía algunas arrugas en esos ojos que de lejos se veían perfec-tos), de lo alto que era. Era una esfinge sin enigma. No era tonta ni fea: era una mujer como tantas. La había hecho diferente el hecho de estar detrás de una ventana, tres o cuatro metros por encima de mi cabeza, como una imagen en un iglesia o sobre una puerta colonial. Había sido diferente porque yo la había visto. Se tomó seis cervezas mientras platicábamos; yo acepté un par de vasos de agua de sabor a la que le sobraba azúcar y la faltaba misterio.
A las nueve de la noche me besó.
T. disfrutaba del sexo sólo porque lo disfrutaba; la mujer de la ventana tenía nece-sidad de sexo, igual que alguna vez tendría necesidad de comer o rascarse o vestirse de azul. No había disfrute en ella; había necesidad.
Despertamos a las dos de la mañana.
—¿Te parece que soy bonita para mi edad? —me preguntó cuando regresó del baño.
—Eres bonita —le dije.
—¿Te parece que merezco un buen hombre?
—No sé —empecé a vestirme—. Tengo quince años.
Me abrazó cuando trataba de subirme el pantalón. Casi me caí y me sentí ridículo. Ella quería jugar, pero no había diversión en su juego. Era un juego instintivo. La mu-jer de la ventana era un ser instintivo.
—Todas las tardes me ponía en la ventana sólo para que me vieras. Nadie me ha visto como tú —confesó—. ¿Qué sentías cuando me veías?
—Amor —le dije.
—Qué tierno —me besó—. Vas a regresar, ¿verdad?
—No —le dije.
Desde ese día, cuando estaba con T., a veces fantaseaba con las horas que estuve con la mujer de la ventana, pero en general no pensaba en nada; sólo me deslizaba por el tiempo que se extendía más allá de los brazos de T.
Quizá la mujer de la ventana hubiera sido el amor de mi vida si no la hubiera oído hablar y si no hubiera estado en su cama, si la hubiera conocido unos años después, si no hubiera sido tan real, si el placer no hubiera sido tanto. Porque hubo placer. Dema-siado placer. Más del que nunca me dio T. Los amores ideales no son placenteros. Si no duelen, no sirven.
Cuando llegué a casa, papá y mamá estaban despiertos, sentados en la sala, en pi-jama. Mi padre me miró con severidad cómplice; mi madre con odio.
—¿Y bien? —dijo mamá—. ¿Qué explicación tienes?
—Ninguna —le dije.
—Dile algo —apremió a mi padre.
—Ten cuidado con esa mujer —dijo papá—. Lo que dicen de ella no es bueno.
—¿Qué vas a hacer si la embarazas? ¿Me puedes decir? —gritó mi madre.
—Tengo sueño —les dije—. Quiero dormir.
—Mañana vamos a hablar —dijo papá guiñándome un ojo.
—¿Así nada más? —protestó mamá—. ¡Es un niño y no tiene por qué saber cier-tas cosas!
—Vete a dormir —dijo mi padre—. Mañana hablamos.
Papá y mamá se gritaron durante un buen rato. No quise entender lo que decían.
Muchos años después mamá me preguntó qué había pasado entre la mujer de la ventana y yo.
—Nada —le dije.
Era cierto.

sábado, enero 13, 2007

Breve recuento de todas las cosas. Fragmentos

Novela aún inédita y en proceso de traducción por Thierry Davo para su publicación en FRancia. Los fragmentos se han tomado al azar; no necesariamente habrá continuidad entre ellos. Fue escrita entre 1998 y 2004.



I. La rabia inútil
Ahora, en este preciso día y en este preciso lugar, quizá en espera de alguna señal visible sólo para él, esos ojos vacíos se encuentran a veinte centímetros de la pared, abiertos, sensibles de un modo más bien mecánico a la insensible erosión en la pintura, a la creación de una pátina que tardará años en comenzar a notarse porque, a pesar de que algo en la luz prefigure el moho, todo a su alrededor es árido, podría decirse “un desierto” sin miedo al lugar común, porque ¿qué más desierto que un lugar que sólo sirve para contenerlo a él, un cuerpo sin conciencia? Si fuera capaz de sentir y de traducir a pensamientos sus sensaciones, si tuviera la voluntad necesaria para activar sus sensaciones, si generara pensamientos y contara con la capacidad de percibir o distinguir sensaciones, diría que hace mucho tiempo que no siente sus piernas, no del modo en que las siente un caballo o una mujer con dolor de pies, incluso un paralítico, que necesariamente tiene la noción de estar inmóvil e insensible. Cuando se levante –tarde o temprano deberá levantarse, se dé cuenta o no, lo quiera o no–, el cosquilleo y el dolor en las coyunturas deberían darle una nueva sensación en la cual concentrarse, pero no se concentrará, no se concentrará, no sentirá nada, no se concentrará, y si tuviera noción de ello seguramente lloraría como un niño, si no hubiera olvidado su niñez, si alguna vez la tuvo, si la niñez fuera un estado deseable y no un proceso larvático, una etapa hacia algo (pero ¿es que él se dirige hacia alguna parte que no sea hacia adelante en el tiempo, si el tiempo es secuencial?), sin más esperanza que la de llegar hasta el día siguiente y así hasta una indefinida adultez; si la niñez fuera algo más que contradicción y dolor, la certeza de una culpa ante cualquier acto futuro o imaginario, la carne del psicoanálisis, la carroña de la que se ceban los progenitores y los enfermeros psiquiátricos, y la iglesia, cualquier iglesia; si la niñez, en fin, fuera sólo sus juegos y no la violación y el incesto repentino, el síndrome de muerte en la cuna, los golpes en las mejillas y en los glúteos, la calle hostil –¿aún hay calles?–, el cuarto de las ratas, la mentira, los profesores que olvidaron su niñez porque fue lo peor que pudo pasarles y quieren que se sepa y se transmita hasta la última generación.
La sensación de incomodidad en las piernas desde luego estará allí cuando se ponga de pie, y su cerebro transmitirá las señales adecuadas para que él las perciba, pero sólo las percibirá como un impulso eléctrico, no como pensamiento estructurado o como necesidad de que la sensación se acabe. La desagradable sensación de cosquilleo en las piernas debería ser un buen sucedáneo de la razón cuando la razón se ha perdido, pero él no tiene esa opción: está mucho más allá de las sensaciones, está en un lugar donde nadie puede tocarlo ni aun superficialmente, tocar una representación de lo que es en el fondo, en el oscuro y lejano fondo donde talvez brille el último brillo de su razón. No es que esté loco: está bien, de verdad, está mejor que nunca. Hablar de catatonia sería de risa loca, o de autismo o de algún tipo exquisito de esquizofrenia. Tampoco debe pensarse en desajustes neurológicos, de malas conexiones o de algún súbito cortocircuito que lo envió hacia muy dentro de sí mismo, es decir hacia ningún lugar que valiera la pena visitar. Talvez esté mejor que nadie, después de todo, de verdad que está bien, y talvez conserve la razón que estrenó el día en que dijo por primera vez “Buenos días” o “Me duele”, y en realidad la razón que se ha perdido es la del universo que gira a su alrededor, no la suya: talvez él es lo único cuerdo que queda en cualquier parte, y no es el universo quien lo castiga, sino él quien castiga al universo con su silencio, con su inmovilidad a veces, con sus movimientos de autista en ocasiones, con su estupidez inexpresiva que cualquiera que no supiera calificaría de seriedad porque de algún modo hay que llamar a las expresiones de cualquier rostro; castiga al universo, pero al universo parece no importarle –él está allí para que a nadie le importe–, no puede importarle, no debe importarle, o el universo dejaría de ser El Universo y se convertiría en la expresión de sus caprichos, en su juguete: existiría solamente para que su encierro fuese posible, y él sería Dios, y el universo su inútil obra.
Pero ¿cómo podría ser Dios si se encuentra allí y solamente allí, y no en todas partes; específicamente allí, con la apariencia frágil de cualquier hombre al que puede aplastar una roca, deshidratar el cólera, dejar sin dientes el escorbuto, marcar la viruela y –si los tuviera– los recuerdos más tristes? ¿Cómo podría ser Dios él, que no sabe ni puede ni pretende saber por qué están rotas –eso parece, eso es– las conexiones entre sus ojos y el cerebro, entre el cerebro y su voluntad, entre la voluntad y sus manos? No podría ser Dios porque huelen su piel y su boca y sus pies y, si se le abriera en canal, olerían sus intestinos, a menos que Dios de verdad estuviera hecho a imagen y semejanza de sus hijos, y entonces tampoco sería Dios, sino un padre a secas, mortal y desechable.
¿Qué fuerza hubiera podido apresarlo, encerrarlo, conducirlo a ese estado casi vegetal si fuera Dios? Aunque talvez –sólo talvez– él mismo accedió a que le pusieran ese uniforme, después de ser capturado, juzgado y condenado –si hubo captura, juicio y veredicto después de que condescendió a esa forma imperfecta y a esa materia deleznable en la que está más encerrado que en una simple celda–, porque hay antecedentes en la historia y porque la historia debe repetirse para que los actos no sean fortuitos; talvez –sólo talvez– dijo “Aquí se acaba” o su equivalente en el idioma de un ser único e infinito, y armó ese tinglado sin emoción y se recluyó para siempre, y simplemente dejó que las cosas pasaran sin él, que siguieran como estaban en el momento de comenzar su encierro, el universo, los universos, todo, presas de la inercia original del big-bang o de la chispa divina –si no son lo mismo– y que se fuera todo a la mierda: él ya había cumplido y ahora le tocaba vivir un séptimo día de proporciones cósmicas. Quizá allí, así, está siendo Dios: deja que las cosas se muevan como mejor les convenga, y la entropía y el polvo cósmico desatado, y las estrellas convirtiéndose en novas, colgadas de ninguna parte, como los focos excesivos de un viejo árbol de navidad, y el libre albedrío y cada átomo en su orden exacto. ¿Quién sería capaz de asegurar que él no es Dios? ¿Quién para juzgar su pasada grandeza, su pequeñez actual, su falta de ánimos? ¿Quién, en fin, para comprenderlo y decir “Ese hombre es esto y lo de más allá, aunque sea Dios que se esconde del destino, si Dios puede ser manipulado por el destino como nosotros, los demás”? Sólo, quizá, los ángeles malditos que lo han derrocado y puesto en una celda vulgar en la que no pasa nada, ni siquiera él, ni siquiera el aire, ni siquiera las rejas que cortan el paisaje –no hay ventanas ni paisaje– y le dan un sentido perverso al paisaje: el de estar afuera, intocable, imposible. (¿Quién ha visto la luna herida por barrotes y no ha llorado?) Pero ¿qué ángeles? Pero ¿por qué los ángeles? Pero ¿cómo y cuándo?
Si él fuera Dios y estuviera preso, si alguien lo puso a recorrer el vacío que hay más abajo de la piel, mucho más allá de las percepciones y de la lógica de las cosas, debió ser más poderoso que la omnipotencia que se le atribuye, o quizá tan débil como la doncella –si aún quedan doncellas– que abate con su amor a bestias y vampiros. Quizá un coro de arcángeles que hizo cantar sus espadas hasta volverlo sordo y confundirlo, quizá la ira de todos los humanos y de todo lo que salió de sus manos –pero ¿qué podría la ira contra él, que le dio nombre?–, quizá el aliento virgen de la última vestal se le emponzoñó en el alma y fue llevándolo a ese estado tras siglos y milenios de incubación: si tan sólo hubiera a la vista un calendario o un reloj o una tabla cronológica podría saberse cuánto duró la incubación, cuánto la ira, cuánto el canto de las espadas de los ángeles, y desde hace cuánto está allí, y cuál es el motivo de su encierro. Pero talvez bastaría con acercarse, poner los labios cerca de su oído y preguntarle “¿Desde hace cuánto?” y “¿Por qué?” para que recuperara la conciencia y hablara como si apenas ayer por la noche hubiera decidido quedarse mudo: uno a veces no quiere hablar y por eso calla; uno a veces no quiere ver ni oír, y por eso se encierra; uno a veces no quiere nada y punto, y por eso se sienta en el suelo a observar la pared o cualquier cosa, la mente convertida en un torbellino de brumas y silencios. Quizá, si a alguien se le hubiera ocurrido decirle “Hola” o “¿Cómo has estado?”, él hubiera vuelto desde hace mucho del lugar donde se encuentra; quizá, si alguien le hubiera preguntado “¿Quién?”, él hubiera contestado “Luzbel, el más bello de todos, que ahora usurpa mi nombre”. Pero sería tan obvio que no valdría la pena abrir la boca para sacarlo del marasmo.

II. Ágata
AGOSTO 26.
No tengo un nombre, Ágata. No lo necesito.
Quisiera ser viejo para necesitar de un nombre. Hay mucha vida en mí sin embargo, y no es cómodo. No es cómodo ver cómo cambias y te conviertes en una parodia de ti misma, mientras yo envejezco al ritmo habitual. Quisiera sentir miedo; me liberaría de estar a tu lado y de seguir amándote.
Me canso. Respiro y me canso. El sudor es últimamente más denso, tu olor se me impregna con sólo pensarte y me produce arcadas. ¿Recuerdas cómo sudé entre tus piernas? A veces las gotas de sudor caían en tus ojos y, sobre todo, en tu boca. Tú casi no sudabas, pero siempre busqué tu humedad como se busca un desierto. Ahora tu humedad se desborda, y la evito.
Me canso y no duermo. Me siento en tu mecedora a sufrir las horas que se me resbalan viscosas por la piel.
Tu nombre es mi conciencia, ahora lo sé. Tu conciencia es mi duda. Aún lo es. Nunca supe por qué tu nombre era tu nombre.
Si te hubieras llamado de otra manera, intuyo, las cosas hubieran sido iguales a lo que fueron. Duda de quien crea que una persona es su nombre: sólo busca una justificación por haberse equivocado de vida. Duda de quienes sientan vergüenza de su segundo nombre, de su apellido común y corriente, de los que respetan la heráldica y veneran a sus antepasados. Duda de mí, Ágata: no quiero un nombre. No quiero necesitarlo.
Cuando decía “Ágata” de cierta manera, sonreías. Mi tono no era intencional, lo juro. Traté premeditadamente de decirlo así en muchas ocasiones, en más ocasiones de las que quisiera confesar, y no obtuve tu sonrisa. Me extraña, me duele, me perturba que sólo siendo espontáneo haya obtenido tu sonrisa. ¿Qué dejabas entonces para esta máscara que ha sido la guía de mis actos? ¿Qué hiciste durante todo este tiempo para entender que esto, esta máscara, era yo, profundamente yo, que lo superficial también puede ser esencia?
Me estabas matando, Ágata. Me estabas matando en serio. Ahora tú sólo eres tu nombre; ésa es mi venganza. No necesito de un nombre: ése es mi orgullo, pero también mi dolor.

III. Nostalgia del cadáver
Maquillar el cadáver. Pintarle las uñas. Ponerle un vestido que le luzca, de preferencia de color durazno pálido, su favorito. Arreglarle el pelo, peinárselo y luego adornarlo con cintas y flores, un detalle anacrónico que no podría lucir mal: Ágata –hay que decirlo– comenzaba a ponerse vieja, así los cadáveres no tengan edad. Colocarla después sobre la cama nuevamente, sonriente y con las manos cruzadas sobre el pecho. (Pero no tiene manos. Pero no tiene labios.) Las piernas alinearlas con delicadeza, un tanto curvadas, un tanto separadas para lograr cierto efecto perturbador, los pies quizá unidos por los talones en un ángulo de cuarenta y cinco grados –grado más, grado menos–, con una ligera desviación hacia la izquierda con respecto al ángulo del colchón para lograr un aire casual. (Pero las rótulas: ¿cómo colocarlas de nuevo? Y ¿cómo lograr que ajusten entre tanta carne rasgada, ligamentos cortados y ya inflexibles, materia al aire y sin piel que la contenga?) Que la luz llegue tenue desde el jardín a través de las cortinas de tul, y que el aire esté abolido para no perturbar su sonrisa sin boca, su mirada sin párpados y ya casi sin ojos, sus mejillas que ya ningún beso rozará sin el riesgo de que se desgarren, tanta muerte han acumulado.
Veamos las sábanas. Es necesario, ya, cambiarlas constantemente, mucho más a menudo que en los primeros días. Es inútil intentar limpiarlas; no hay suficientes detergentes ni suavizantes en el mundo. Los fluidos son cada vez más densos y esenciales, y cada vez escapan del cuerpo con mayor rapidez, con mayor constancia, al menor cambio en el clima, sin motivo. Junto con las sábanas es también necesario cambiar el vestido, la ropa interior –el pudor es necesario: lo que la ropa interior oculta produce a estas alturas más terror que apetencia–, las flores y las cintas en el pelo. Con los colchones no puede hacerse nada, y colocar plástico entre éstos y el cuerpo es empeorar las cosas: se forman charcos, ella tiende a flotar como una Ofelia imposible y sin flores.
El maquillaje se corrompe. Las uñas crecen con una rapidez desesperante, y es necesario despintarlas y volver a pintarlas –la acetona daña los dedos, el olor de la acetona corrompe aún más el ambiente– para mantener constante ese color rojo intenso que contrasta con los demás colores que surgen y se transforman a su alrededor. (Se habla de las uñas de los pies, desde luego. Son pequeñas y perfectas hasta la ternura. Cortarlas es difícil: se resisten a permanecer pegadas a los dedos, y el pegamento epóxico sólo fue una solución provisional que ahora lamenta.) El pelo se reseca. El cuero cabelludo es inestable. La boca huele, y la falta de los labios no alivia ese hálito de cosa que debe enterrarse. Los ojos siguen allí, pero no se sabe –es ésta una etapa ambigua que no estaba prevista: ¿qué puede preverse cuando se habla de un cadáver al que nadie ha llorado, ni siquiera quien amó tanto a su antigua dueña?– si se hinchan o se secan, si se vuelven de piedra o de luz, si brillan tanto que parecen opacos o si se han apagado de tal modo que pareciera que el sol y todo lo luminoso que vieron alguna vez se ha cristalizado en su interior.

IV. El llanto perdido
el aire reseca los ojos que no parpadean, y la verdadera súplica tiene los ojos fijos y húmedos, como los suyos, que de tan húmedos parecen siempre a punto de llorar, de llover porque me han visto –quizá sea él quien necesita suplicar–, porque ven más allá de mi cuerpo y llegan más lejos de las fronteras finales de mi alma: ven todo lo que soy, y todo eso se resume en mi nombre, que pronuncia como un suspiro:
ágata, dice a veces, y se va,
y la mecedora lo extraña, y por eso sigue moviéndose como se movía en su presencia, impulsada por los latidos regulares de sus ojos, por la dilatación brutal de sus pupilas, por la contracción brutal y no obstante imperceptible de todo su cuerpo, por los latidos irregulares de su sangre:
mi cuerpo se sincroniza con sus latidos, que me empujan irregularmente contra la mecedora, me separan de ella y hacen que me balancee, me aplastan nuevamente contra el respaldo, me succionan hacia él con tal fuerza que creo que voy a derrumbarme de cara contra el piso, como si quisiera derrumbarme a sus pies;
y quisiera también apretar las manos contra los brazos de la mecedora para no moverme con toda esa violencia que sin embargo es embriagadora, pero las manos no me responden:
siento perfectamente cómo mi voluntad le ordena a mi cerebro que le ordene a mis manos que aprieten hasta que los nudillos se pongan blancos y los tendones se tensen y los músculos duelan, pero no tengo manos, ya no tengo manos ni nudillos ni tendones ni músculos que hagan posible que me aferre a la mecedora:
mis manos son suyas,
son suyas porque él las vio

V. Sobre la continuidad del silencio
De pronto, nuevamente se acaba el tiempo –si alguna vez lo hubo–, o el observador parpadea, o las cosas retroceden a otra época, a otra hora, y ahora él está de pie con un plato en una mano, y en el plato hay comida, y agua en un vaso que sostiene en la otra mano. Quizá sea agua. Quizá sea comida. Su cuerpo sabe que debe sentarse ante la mesa, colocar el plato y el vaso frente a su pecho, tomar un trozo de pan y arreglárselas para trasladar con él la comida del plato a la boca.
Es probable que en los primeros días o meses –si no está de nuevo en los primeros días o meses– el pan no alcanzara para consumir toda la comida, si puede llamársele comida a ese puré grumoso de color indefinible; habrá recurrido entonces a los dedos o habrá dejado en el plato —si tuvo dignidad— la comida restante.
Es posible que a veces le sobrara pan, aunque el problema sería entonces menos grave: nada que un par de mordidas extra no resiolvieran. Ahora —desayuno, almuerzo, cena— el último trozo de pan que se lleva a la boca contiene la última porción de comida adherida, y esa porción no es un gramo mayor o menor que el primer bocado.
El sabor, aunque el color y la textura no prometan lo mejor, sería bueno si tuviera la voluntad de activar sus papilas. Mastica dieciséis veces del lado izquierdo, dieciséis del lado derecho. Traga. Siempre la misma velocidad y presión, siempre la misma pasión: ninguna. El mismo tiempo para todos los desayunos, el mismo para todas las comidas, los mismos latidos del reloj para todas las cenas, para todos los sueños, para lavarse las manos, para orinar, para parpadear, para todo.
Dormirá después de comer. Dormirá en paz.

martes, enero 09, 2007

Los héroes tienen sueño. Capítulo 1

Publicado por la Dirección de Publicaciones e Impresos, Colección Ficciones, San Salvador, 1998.





–Váyase –dijo el periodista desde dentro–. Por favor. Déjeme en paz.
Se oía mal. De seguro había pescado una pulmonía por las horas que se pasó metido en la cisterna el día anterior. No sé si era inteligente, pero había burlado al Perro y al Ronco, y para eso por lo menos se necesitaba ser valiente. Pero cualquiera deja de ser valiente con una pulmonía entre pecho y espalda, y también inteligente.
Había sido poco inteligente esconderse en su propia casa. El Coronel me dijo desde el principio: “Los periodistas son tontos. Éste leyó en algún libro de casos de la vida real que la policía busca a la gente en todas partes menos en su casa. Por eso se lo va a llevar la chingada, por andar creyendo”. O sea que después de una semana de andar detrásde él sólo hizo falta ir a su casa y sacarlo de la cama.
Hubiera sido más fácil pescarlo el día anterior, pero el Coronel hacía cosas raras. “Hay tiempo”, dijo, y puso al Ronco a cuidar su casa para que no saliera. “Si sale, lo vuelves a meter”. Pero no iba a salir. Estaba demasiado asustado. En la universidad no le enseñaron qué hacer cuando estuvieran a punto de convertirlo en mártir. Estaba solo, y allí fue donde empezó a darme lástima.
–Abre –le dijo el Coronel–. Tenemos cosas que hablar.
El Coronel se volvió y me cerró un ojo. No lo hizo por complicidad ni por burlarse. Sólo me cerró un ojo. Así era él. Hacía cosas que uno nunca terminaba de entender. No las hacía porque le salieran del alma, sino porque le gustaba destantear a la gente. Pensaba cada mirada y cada movimiento. Pensaba hasta cómo respirar. No sé cómo hubiera reaccionado si yo también le hubiera cerrado el ojo, y no estaba allí para averiguar.
Me quedé al lado de la puerta y apreté la Parabellum. El Coronel me había dicho que el periodista no iba a hacer nada aunque estuviera armado. Porque estaba armado. Uno sólo se le podía escapar a tiros al Perro y al Ronco. No creía en la gente inofensiva, así que apunté a la puerta.
–Abre –dijo otra vez el Coronel.
Parecía que le hablaba a su nietecita.
La puerta se abrió y apareció el periodista con el revólver en la mano. Todavía tenía la ropa del día anterior, bien mojada. No podía ser por el agua de la cisterna; era sudor de fiebre. Temblaba como gato en un refrigerador. Tenía barba de varios días y se notaba que ya no le importaba morirse.
–¿Puedo pasar? –preguntó el Coronel.
Lo habíamos perseguido desde hacía una semana, le habíamos ametrallado el coche, estábamos a punto de matarlo y al Coronel se le ocurría preguntarle si podía pasar. Si algún día me preguntan lo mismo voy a contestar que no.
El periodista se metió otra vez a su departamento sin contestar. Dejó caer la pistola en el piso y se acostó en la cama, que estaba a unos dos metros de la entrada. Cerró los ojos. De verdad estaba mal.
El departamento era para dar pena: en un cuarto cabían una estufa, un comedor con tres sillas, una alacena y la cama. Lo que había del otro lado de la puerta que daba al baño olía mal. Temblaba tanto que podía romperse en pedacitos.
–Espérame –me dijo el Coronel.
Entró despacio, miró la pistola tirada en el piso y se sentó en la cama, cerca de la cabeza del periodista. Puso lo más parecido a una sonrisa que le hubiera visto: estiró la boca.
–¿Por qué lo hiciste? –le preguntó.
–Tenía que ayudarlos –dijo el periodista–. Ustedes los empezaron a matar. También me querían matar a mí.
–Les ayudaste a que se escaparan.
–Sólo quedan dos –dijo–. Yo sé dónde están. Se los entrego.
–Eres tonto –dijo el Coronel–. Un periodista no se mete con guerrilleros ni para entrevistarlos. Los guerrilleros no existen.
–No existen –repitió el periodista.
–Ni modo –dijo el Coronel–. Pensábamos pagarte, pero les ayudaste a que se escaparan.
–Ustedes me dispararon.
–También es cierto. Pero si salías vivo te íbamos a pagar.
–Mataron a la muchacha –dijo–. No tenían derecho.
El Coronel levantó los hombros.
–Ni modo.
–Le entrego a los que faltan. Yo sé dónde los pueden encontrar.
–Ya los tenemos. Tú eres el único que queda –se paró–. Mañana vas a salir en los diarios. ¿No te da gusto?
El viejo me dejó con él. El periodista no me vio porque estaba llorando. Tenía lágrimas por todas partes. Como marica, pensé para darme fuerzas. Como pinche niño. No hacía nada para defenderse. Ni siquiera se tapaba la cara o pedía perdón, nada. Un niño por lo menos patalea. Él no tenía fuerzas ni para patalear. Entonces me di cuenta de que era la última vez que hacía algo para el Coronel. No tengo nada contra los trabajos sucios, pero lo que le habían hecho al periodista no era cosa de hombres. Había contactado a un grupo guerrillero de cuatro o cinco diablos creyendo que iba a hacer el reportaje de su vida, que ya tenía ganado el premio nacional de periodismo. Pero se lo contó a su jefe, su jefe nos contó a nosotros y empezamos a seguirlo. Agarramos casas, correos, todo. Identifica¬mos a cada uno de los guerrilleros y empezamos a mandarlos al diablo. El primero tenía que ser el periodista, pero se dio cuenta de qué iba la cosa. Se nos escapó dos veces. En la primera se murieron dos; en la segunda pescamos a una muchacha, con un balazo en la panza, pero viva. Parecía que le gustaba al periodista.
Él se puso a jugarle al héroe. Les había fallado un asalto a una casa de cambios y no tenían dónde esconderse, así que les dio todo su dinero, los mandó a la finca de un pariente y se quedó en una casa de seguridad. Después se fue a su departamento. Allí lo estaban esperando el Ronco y el Perro. se agarró a tiros con ellos y se escondió en la cisterna.
–Déjenlo –dijo el Coronel–. Ya saldrá.
Y salió.
A lo mejor pensó que sólo le íbamos a pegar en las manos con una regla. Nadie toca a un periodista. Eso dicen los periodistas. A la mierda los periodistas.
La idea era que yo tenía que meterle un balazo. No sería la primera vez, pero a ése bastaba con soplarlo para que se muriera. No se puede matar a alguien que está llorando y que ni siquiera trata de meter las manos.
–Yo pesqué a la muchacha –le dije–. Yo me la llevé y la estuve interrogando. ¿Quieres que te cuente cómo le hago para interrogar a la gente?
Siguió llorando.
–Ya la teníamos checada –dije–. Era la puta de todos. Se acostaba con todos. Socialismo, le dicen a eso. Todo es de todos. ¿No te dijo que era la puta de sus compañeros?
Nada.
–¿Tú también la probaste? Fuiste el único que no. No sabes cómo se movía. A lo mejor era por el plomazo que se movía así –el estómago se me volteó–. ¿Tú nunca la probaste?
Siguió llorando. Quizá se puso a temblar más, pero era de puro enfermo. Me estaba oyendo y no le importaba lo que le decía. Me dieron ganas de decirle al Coronel que lo dejara morirse en paz, pero no me pagaban por dar consejos.
–Creí que iba a aguantar más, pero no aguantó. Se murió. Mucho hacerle de puta de los compañeros pero el último no la aguantó. A lo mejor estaba muy usada.
–Por favor –dijo.
Eso era todo. Le puse el disparo en medio de los ojos. Casi no salpicó, así de mal estaba. Pataleó como niñito y las manos se le convulsionaron un rato.
Cuando dejó de moverse yo estaba seguro de que ya no iba a trabajar con el Coronel. No tenía idea de lo que iba a hacer, pero estaba cansado de matar pobres diablos. Lo menos que uno puede hacer es decidir a quién mata y a quién no.
Oí un ruido detrás de mí. Era el Ronco.
–Dice el viejo que te apures. No tardan en llegar las patrullas.
Miré al periodista por última vez. Parecía que todavía estaba llorando. Era un tipo tonto, hubiera dicho el Coronel. Era un pobre pendejo que había querido ganarse una buena noticia, lo bastante miedoso para entregar después a los que había entrevistado. Sólo era asunto de apretarle los tornillos. Después, de la pura vergüenza, se hubiera quedado con el hocico callado. Como quedó al final, pues. La única ventaja era que ya no iba a sentir vergüenza. Fue peor que matar a un bebé. Los bebés gritan. Él ni eso.
–Apúrate –me dijo el Ronco–. Aquí está la propaganda.
Regamos un montón de folletos mimeografiados que hablaban del ajusticiamiento del periodista por ser un infiltrado de la CIA, por delatar a la vanguardia del pueblo en armas y qué sé yo qué más. Querían que pareciera que él y los otros se habían matado entre ellos. Suena tonto, pero funciona.
Corrimos a los coches cuando ya se oían las sirenas de las patrullas. Me metí en el Mustang verde del Coronel y me senté del lado del pasajero.
El viejo manejaba bien con todo y la mano mala. Le gustaba trabajar directamente en la mayoría de casos, interrogar, soltar bala, todo. A mí se me hacía enfermo, porque para eso estábamos nosotros. Pero tampoco me pagaban por diagnosticarle enfermedades a nadie.
La mano derecha del Coronel era un muñón morado, con pedazos de dedos que no paraban de moverse. Hacía quince años el guardaespaldas de un narcotraficante le había descargado una subametralladora. La mayoría de las balas le dieron en la mano derecha y dos o tres en el cuerpo. El Coronel entonces era un capitán a punto de convertirse en cadáver, y contestó disparando con la mano izquierda, a pesar de que no era zurdo ni en sus ratos libres. Así, chorreando sangre por todos lados, se metió en la casa del narco, lo despachó junto con otro par de guardaespaldas y todavía le alcanzó el ánimo para llamar por radio y reportar que todo había salido bien. Como pago lo ascendieron a coronel y lo pusieron al frente de la Sección.
Por esas fechas la formábamos tres: el Ronco, el Perro y yo, además del Coronel. No le gustábamos a nadie. Hasta los federales trataban de no acercarse al final del pasillo principal del tercer piso, donde estaba la oficina. Decían que éramos malos, y a lo mejor. Una vez trataron de matar al Perro por un lío de dinero y cayeron dos jefes, tres pasaron a puestos en provincia y cuatro agentes alcanzaron a morirse. Nos tenían más miedo que a Ortega y su gente, y ya era decir. Ortega era igual de malo que el viejo, algunos decían que más, pero no era cosa de ponerse a averiguar: cada quien en su cueva y todos felices.
–No hacía falta echarse al periodista –le dije al Coronel–. Se iba a morir solito.
–Así es esto.
–No iba a decir nada.
–Pero así es esto.
Nos estacionamos en la placita que estaba junto al edificio de la Sección. El Coronel se restregó el muñón en el pecho y miró a una muchacha que iba pasando.
–Yo antes era así de joven –dijo.
–Es bonita.
–Mi nieta la mayor debe tener la misma edad. A lo mejor menos.
–Ya no quiero trabajar –le dije.
Me miró. Tenía unos ojos demasiado pequeños para no dar miedo, pero estaba acostumbrado y le aguanté la mirada.
–¿Qué te pasa?
No podía explicarle lo del periodista. Yo mismo sigo sin saber qué me pasó. Digo que fue por verlo llorar y temblar y que no haya tratado de defenderse, pero no sé.
–Uno tiene que escoger a quién mata –le dije.
Se pasó el muñón por la boca.
–Si te largas ya no vas a matar a nadie.
–Cada quién hace lo que puede–le dije.
Bajamos del Mustang y dimos una vuelta por el parquecito. Había una pareja de estudiantes de secundaria besándose en una banca. Se besaban como si fuera el último día de su vida.
–Deberían arreglar esos camiones –dijo el Coronel–. Echan humo del que da cáncer.
No había ningún camión por ningún lado. Sentí el muñón en el hombro.
–¿Estás seguro?
Los muchachos de secundaria se levantaron. Las piernas de ella eran flacas, pero tenía cara de princesa. Era más alta que él.
–Seguro –le contesté.
El Coronel subió una pierna en la banca que los muchachos acababan de dejar. Parecía preocupado de que me fuera, pero igual estaba pensando si me iba a matar el Perro o el Ronco.
–¿Sabes qué? –dijo–. Estos cabrones necesitan héroes.
–Sí.
No sabía qué me quería decir, pero nada me costaba seguirle la corriente.
–Siéntate. Voy a hablar un rato. Antes hablaba con mi mujer porque no preguntaba nada, pero se murió. Mis hijos dicen son gente de bien. A veces hasta creo que no son de fiar. Mis nietos son otra cosa, y no sé qué cosa sean. El mundo se está poniendo demasiado moderno. A los nietos hay que quererlos, y que los entienda su madre, que para eso está.
Nos sentamos. Quedamos frente a una pared del edificio donde estaba la Sección. Ladrillos pelones y antenas de todos tamaños en la azotea.
–Sí –le dije.
–No me estás oyendo.
–Estaba hablando de los héroes y de sus nietos.
Se rió. Más parecía que estuviera tosiendo. Levantó la mano mala.
–El guardaespaldas que me hizo esto trabajaba para un diputado. Se llamaba Hilario Garza y era cabrón. Pero yo era más cabrón.
–Sí.
–Era al primer diputado que pescaban en algo así de chueco. No porque no hubiera otros, sino porque éste no supo hacerla. Yo era federal y me encargaron el trabajito. ¿Sabes cuántos hombres me asignaron? Ninguno. Capitán, vaya y captúrelo, me dijeron. Así de huevos. Se estaban jugando el albur: si lo trae, chingamos al diputado; si no, le pagamos el entierro al pendejo del capitán. A mí no me gusta que me paguen los entierros. Si me han de matar yo pago el cajón.
De repente me di cuenta de lo viejo que estaba el Coronel, y eso que no pasaba de los sesenta.
–Me hicieron muchas fiestas –dijo–. Hasta fue a verme al hospital el secretario particular del presidente. Me dijo que era un héroe. Me ofreció dinero y se lo acepté. Se lo llevaron a mi mujer en un sobre. Ella no sabía qué hacer con tanto dinero, creo que cinco mil pesos de aquel entonces. Hablaron de mí en los diarios. Por allí tengo los recortes. La noticia principal se la llevaron los de mero arriba, eso sí. Aparecían diciendo que se había acabado la corrupción y que no le iban a permitir a nadie que se enriqueciera a costa del pueblo, con fotos grandes, apretones de mano y todo. La misma gata, pero revolcada. Después se olvidaron y apareció otra cosa en el diario, algo de uno que mató a todas las novias que había tenido. Me cambiaron por un pinche asesino de viejas.
El Perro apareció a la entrada de la placita y se detuvo con cara de preguntar. El Coronel le hizo una señal y el Perro se fue.
–Me dieron la Sección y me ascendieron a coronel. Sólo le doy cuentas a dos personas y ninguna trabaja en ese edificio. A nadie más le doy cuentas. ¿Sabes por qué?
–No.
–Porque necesitan héroes. Necesitan creer que tienen héroes. Porque me tienen miedo, pero saben que me necesitan para que las cosas funcionen como tienen que funcionar. Los de ahora son puros cabrones corruptos. Ortega también es héroe, pero no deja de ser un cabrón corrupto. Yo siempre he vivido de mi sueldo. Me pagan bien, eso sí. Me tienen donde me tienen y me pagan bien porque me jugué el pellejo y salí vivo.
No sabía dónde quería llegar, y tampoco me interesaba. Me paré.
–¿Cuándo puedo pasar para lo de la renuncia? –le pregunté.
–Oye bien –sentí frío–. Siéntate y oye.
Me quedé parado.
–A ti te mandaron a estudiar fuera. ¿Dos años?
–Casi dos años.
–Casi dos años. Estudiaste treinta mil tonterías con los gringos, medicina forense y cosas así.
–Dos cursos de criminología.
–Dos cursos. Además estuviste en la universidad. ¿Para qué te sirvió tanto quemadero de pestañas? ¿Para que te pasaras todos estos años siguiendo y matando gente? Para matar cristianos no hacía falta tanta es¬tudiadera. ¿Alguna vez has sacado unas huellas digitales?
–No.
–Pero mataste al pobre pendejo de hace rato. No te gustó, pero lo mataste, porque yo te dije. Estudiaste en la universidad y dos años con los gringos y te quedaste haciendo purititas cabronadas.
Nunca había hablado conmigo más de cinco minutos, y la primera vez se estaba pasando de la raya. Pero no quería burlarse. Trataba de decirme algo; se lo leí en los ojos. No leí mucho, pero bastó. Era la primera vez en años que lograba saber qué había en los ojos del viejo.
–¿Ya sabes qué quiero?
–Que yo sea el próximo jefe de la Sección –le dije.
–¿Y?
–¿Por qué yo?
Entonces hizo algo que no creí que fuera capaz de hacer: soltó una carcajada. Una carcajada simpática. No muecas, sino una carcajada.
–Eres inteligente–dijo–. Me gusta la gente inteligente. Yo ya me voy a retirar. Sólo tú puedes hacerte cargo.
–No me interesa –le dije–. Allí que quede.
–El Perro y el Ronco son tontos. Golpean bien, disparan bien, saben gritar y son fieles. Pero son tontos.
–¿Cuándo se retira? –le pregunté.
–Seis, siete meses. Para fin de año.
–No –le dije–. Quiero otra cosa.
–No sabes hacer otra cosa.
Era cierto. Toneladas de teoría criminológica, toneladas de prácticas, cursos de operaciones especiales, infiltración y no sé cuántas porquerías para convertirme en asesino de perio¬distas con pulmonía. Estuve tres años en la federal y hasta llegué a hacer trabajos buenos. En una de ésas le gusté al Coronel y me transfirieron. De teniente pasé a nada, pero me pareció un buen trato: entrenamiento un par de veces a la semana y trabajo muy de vez en cuando. Sólo operaciones encubiertas, infiltración de organizaciones y una red de delatores para dar miedo. De mi red no le daba cuentas ni al Coronel. Mi saldo era de catorce cadáveres comprobados a favor y varios raspones en contra.
–Ninguna otra cosa –repitió el Coronel.
–¿Y por qué yo?
–¿Por qué no?
–¿Por qué sí?
–Eso es hablar tonterías. En primer lugar no hay otro. En segundo tú tienes mi escuela. Yo te ayudaría a resolver los asuntos delicados y a hacer política.
Eso significaba que yo no era tan inteligente, y que si aceptaba el Coronel seguiría ordenando y yo disparándole a quien me ordenara, periodistas incluidos.
–No me gusta –le dije.
–En tercer lugar, si no aceptas van a poner a alguien de fuera y se van a cagar en lo que he hecho.
–No soy héroe –le contesté.
–Pronto vas a ser más héroe que yo –dijo parándose–. Tengo algo que los va a convencer de que eres el mejor de todos. Algo fino, de mucha altura.
–¿Descubrir que la hija de un secretario de Estado se acuesta con un regenteador de putas?
Me miró con sorpresa, si eso era sorpresa. Nunca le había hablado así. Nadie le había subido el tono desde que lo ascendieron a coronel.
–Eso fue tonto –dijo.
–Por eso. Ya estoy hasta acá de tonterías.
Salimos del parque. Se veía preocupado. Dijo no sé qué cosas que no me interesó entender y luego me miró a los ojos.
–¿Fue por el periodista? ¿Te ablandó el periodista?
–No sé.
–Bueno –dijo–. Bueno, bueno.
–No me ablandé.
–¿No quieres saber a quién le vamos a aplicar el trabajo fino? Lo firmas con tu nombre. En una de ésas hasta te condecoran.
–No.
–Pues tendrá que ser el Perro. Es el más antiguo. Él se va a llevar el crédito.
–O el Ronco.
–¿Tienes dinero?
–Me gusta ahorrar.
–Eres igual de tonto que el Perro, pero en sentimental.
–Puede ser.
–¿Te parece que te dé trescientos mil?
–Suficiente –le dije.
–Que sean trescientos cincuenta. Pasa a recogerlos cuando quieras. Mañana o pasado. Y no te vayas a asustar cuando veas en los periódicos que el Perro organizó el desmadre más grande de los últimos diez años.
–Ya casi no me asusto.
Se metió al edificio. Los guardias de la entrada se apartaron como si el viejo estuviera lleno de sarna. Y estaba lleno de sarna. Era de los duros. Ahora que está muerto creo que a lo mejor hasta se merecía una estatua. Pero no hubieran podido ponerle nada en la placa; hay cosas que la gente no quiere saber. Y ni siquiera hubieran podido poner que cayó en el cumplimiento del deber, porque no cayó en el cumplimiento de nada.
Me costó dormir. No por el periodista; esas cosas dan pesadillas, pero no insomnio. Pensaba y pensaba si de verdad podía dirigir la Sección y si por fin iba a ser alguien. Pero un policía nunca puede ser alguien. Además había límites que ni el Coronel podía pasar, gente que podía mandar a desaparecerlo tan tranquilamente como él podía desaparecerme a mí. Un policía de lujo, pero nada más. Un policía no deja de ser policía. Si el Perro iba a ser el próximo, peor para él.
Luego estaba la cuestión de mi retiro. Tenía dinero para ir pasándola durante un rato, a lo mejor un par de años, o tres o cuatro. Pero ¿a quién le importaba ir pasándola? No podía olvidar lo que era, y tampoco quería. Entonces ¿por qué renunciar? Hubiera sido más fácil no entrar a la federal desde el principio y ya hubiera estado echando hijos y barriga.
Así me estuve hasta las cuatro de la mañana. A esa hora me levanté para limpiar las armas.
Eran pocas, pero de lo mejor que se ha fabricado. Mi favorita siempre fue la Parabellum. Uno puede salir a la calle seguro de que va a regresar más o menos vivo. Un par de veces se me había encasquillado, pero teniéndola limpia y dándole cariño rinde más que diez kilos de jabón de espuma.
Estaba el abuelo de la familia: un revólver MK 40 calibre .352, un Webley de los primeros. No tenía balas, y no me interesaba conseguirlas. Cuando la amartillaba se me atravesaba algo en el estómago.
Había una Peacemaker que también me ponía de buenas. Y una Derringer, y una pistola carabina que le decomisé a un pasante de ilegales en la época en que trabajaba en la federal.
Me dormí cuando los camiones llevaban corriendo un buen rato. Por primera vez en años no puse la Parabellum debajo de la almohada ni cerré con llave la puerta de entrada.
–Acuérdate: nada de chistes –me dijo el Coronel en un sueño–. Sin mí no puedes correr ni existir.
–Sólo a veces –le contesté.

domingo, diciembre 31, 2006

Historia del traidor de Nunca Jamás. Fragmento.

Premio Latinoamericano de Narrativa EDUCA 1984, publicado por EDUCA, Costa Rica, en 1985, y por Cénomane, Le Mans, 1989, en traducción de Thierry Davo.




Había una vez un policía feo con cara de policía que apareció volando volando entre los postes y los parquímetros del bosque y aterrizó al lado de una tienda con viejita en el mostrador y caramelos de miel en tarros de vidrio; un policía feo con cara de policía que le preguntó a donde creés que vas, es con vos el asunto, caperucito rojo de cas¬taños cabellos y ojitos de colibrí asustado —¿has visto los colibríes, primor?—; un policía feo con cara de policía que después de volar volar volar por toda la ciudad tenía que verlo a él y a nadie más y decirle te me haces sospechoso, a ver qué traes en tu cestita de mimbre, cartapacio de cuero maletita café, y la abuelita tan lejos pero tan tan lejos que como la extrañaba para decirle cualquier cosa que fuera del corazón, pero el lobo feroz llegó —otro lobo feroz, invisible a los ojos y con nombre de cosa fea—, el leñador no apareció y la abuelita se murió, urió, rió, ió, ó, na nada se señor po policía, y él de verdad que no sabia de esas cosas. Y como por cambiar de tema le dijo: Qué ojos más grandes tenés, lobo. Lo más grande son las orejas, bobito: sirven para comerte mejor. Y el lobo siguió diciendo: Me caés bien, pero me parecés sospechoso, a lo mejor por eso me caés bien. Enseñame lo qué traés en tu maleti¬ta café, cartapacio de cuero, cestita de mimbre con cositas para la abuelita clandestina. Y Javier ya no supo qué ni cómo pasó y ya no importa, porque si importara se acabaría el cuento y sólo le quedaría la vida real, que es menos real que los cuentos y duele y a veces no deja dormir, de verdad, no deja. Te vamos a pegar si no cola¬borás, ya sabés que los animales grandes del bosque somos como si fuéramos los papis de los animalitos inconscientes como vos, le dijo entonces el lobo, no te pongas pálido porque me da tristeza triste y pobrecito yo, que sólo cumplo con mi deber de lobo; mejor dame el cartapacio y si estás armado cuidadito, mis amiguitos tan lindos te están apun¬tando a la cabeza y no les gusta los movimientos bruscos, se ponen nerviosos y cuidado, que yo tampoco soy man¬co, no es por nada que me dicen Tim MacCoy, Hopalong Cassidy, pasame la maletita por favor, no hagás que sufra de impa¬ciencia y de desesperación. Y cuando uno dice la primera palabra ya no se puede pensar en callarse las que siguen, aunque no se sepa de lo que se habla o no se crea en lo que le han dicho a uno hasta ese mismísimo día o no se viva tan en paz como se ha vivido o no sea o. No importa, de verdad que no importa. Y no te mo¬vás por favor que va a salir movida la foto, y cuidadi¬to que yo soy un lobo muy listo y sé dónde llevan la pistola los animalitos irres¬ponsables como vos: ni siquiera alcanzarías a llevarte la mano allí por donde haces pipí, arribita de la bragueta, donde guardan la pistola los animalitos que llevan pistola, y a veces hasta los que no llevan, porque una pistola es más que un arma, es un estado del alma, es el miedo que te corroe, corazón de conejo, corazón que palpita de miedo y terror. Y Javier no tenía intenciones de llevarse la mano a ninguna parte, porque el bosque lo había rodeado y estaba perdido en medio de ninguna parte, con los animalotes sonriéndole como de hambre. Qué orejas más grandes, señor policía vestido de civil, dijo para aliviar la tensión. Ésas no fueron las primeras palabras que dijo, pero sí las segundas, y des¬pués vinieron todas las demás, las terceras y las cuartas, como en cadenita cadenita, hasta que pasó lo que todos ya saben, da¬mas y caballeros, y que aquí se cuenta: una catarata de ora¬ciones en las que no faltó, en algún momento de soledad, el padrenuestro y los tres avemarías que el cura le ponía de penitencia a Javier cuando era niño, porque te portaste mal, hijo mío, y Dios quiere que sus ovejas irresponsables paguen sus culpas aunque sea con palabras, que son menos peores que el infierno y sus eternidades, tú tú, niño pequeñito y asustado producto de la creación. Y Javier no podía arriesgarse a que. ¿A que qué? Y allí se cortaba el pensamiento, porque el infierno sería poco, creía, aunque lo vio solamente de lejitos cuando se murieron todos. Todos muertos, te dijeron, los que no hablan se quedan todos muertos, como congelados, como las estatuas de marfil uno-dos-ytrés, así, se que¬dan congelados porque el que se mueva pierde. Uno-dos-ytrés, así. Y yo la verdad no nací para morirme. Todos nacimos para morirnos, corazón, pero a vos te va a doler más: te podes morir tantas veces, de tantas formas y tan a lo tonto que ya me empezás a dar lástima, porque yo sólo quiero que me digas dos o tres cositas, bobito, sólo dos o tres chiquitas, no seás bobito, a nadie le duele decir tres o cuatro cositas, o siete. Es que yo no sé. Entonces vas a tener lo que siem¬pre quisiste, amorcito tan lindo, o sea un entierro de lujo con escolta militar y disparos de fusilería directo a la nariz, que son los honores que se le dan a los animalitos como vos. Y por unos carteles que qué le importaban, de puro estúpi¬do, de puro animal —animalito, animalito—, de puro puro se le ocurrió hacerlos, y sólo porque su hermano se lo pidió, y siem¬pre su hermano, cómo no a su hermano, su hermano que se murió / porque él lo cantó / aó aó. Pero eso lo supo después, porque su hermano antes—o sea mucho antes, en los años sesenta de ese bosque sin fechas— lo llevaba a las manifestaciones y después iba él solo, animalito sin noción del peligro y de la mortalidad; también veía pasar, después—o sea mucho después, casi ahorita—, las manifestaciones del así llamado Bloque Popular Revolucionario, del Frente de Acción Popular Unificada, de las Ligas Populares, y vio también el último desfile bufo de los estudiantes universitarios que acabó en balacera, no como en los sesenta que los cuilios sólo tiraban gases lacrimógenos que después le dejaban los ojos resplandecientes de llorar, y él podía pensar —sólo pensar— en partirle la jeta a ladrillazos a los guardias y policías, rico sentía de sólo pensarlo. Vos traés algo, ¿verdad?, le dijo el policía feo con cara de policía, por eso es que no me que¬rés dar la maletita café, dámela por piedad, así está mejor. Ajajay, estos carteles los hiciste vos solito y sin ayuda de nadie, no me digás que no es cierto y me de¬cepcionés: vos sos el subversivo, ¿me oíste?, el que manda a todos los subversivos, y aunque parezcás un animalito inofensivo sos el que planea todas las cosas feas que pasan en el bosque, como bombas y lobos feroces ametrallados y manifestaciones con gritos de patria o muerte, como si los animalitos supieran de patria, cuantimenos de muerte, que son cosa de gente seria. Y vos creíste, Javier, que una guerra, tu batallita particular con los animales grandotes podía ser a tu imagen y semejanza tan pequeñita; que nada podía sobrevivir si vos no seguías vivo, pero fijate que no te culpo: los traidores a veces se van al cie¬lo y juegan con los angelitos y le besan los pies a Dios Nues¬tro Señor, qué lindo. Porque nadie en general —ni en capitán ni en soldado ni en nada— sale vivo, es verdad, de las manos rasposas de los guardias, y por esa maletita subver¬siva Javier iba a pagar el purgatorio en la tierra, y ni siquiera merecido se lo tenía. Y un colaborador chiquitito chiquitito se convirtió en los cuarteles de la Guardia en un dirigente grandotote grando¬tote y con voz de estruendo y condenación. Firmanos por favor este papelito, aquí donde está la rayita que sirve para firmar (“Yo, Javier Saladrigas...”), y después grabanos esto que estás leyendo con tus propios ojitos de colibrí asustado para que salgás en la tele, y después vas a hablar con unos seño¬res muy simpáticos que te van a hacer preguntitas. Y en¬tonces vino el único momento de rebeldía, tontito rebel¬de, tontito Javier: ¿Y si no quiero?, dijiste. Y una patadita en medio de sus pati¬tas rebeldes y una carcajadota del animal grandote lo conven¬ció de que él era el que iba a hacer el papel de muerto y ellos el de los eternos vi¬vos en su película particular. Y el dirigente grandotote grandotote —pero no tanto como los animalotes que lo tenían preso— se convirtió en estrella de cine en la televisión, aunque les falto el maquillaje para que se viera hecho una chulada, qué lástima porque se le veían un par de barritos en la frente y lunares y todas las imperfecciones de un cutis descuidado, descuidadito que sos. Y después, un día antes de que pasaran por la tele el videotape —o sea el día anterior a que los diarios publicaran sus fotos a muchas columnas y pasara a la fama, clap clap— vinieron todas las malcriadezas que de niño no se atrevía a hacer: no señalés con el dedo que es de mala educación, te decía tu mamá, pero vos señalaste; no te gustó, pero señalaste casas y señalaste a tus amiguitos, aunque a Carlos no, ¿te acordás?, porque era el único que ya estaba muerto desde antes, desde el mismo día en que nació, porque todos nacen para morirse, es cierto, y él más que nadie. Y el policía feo con cara de policía agarró la maleta, vio lo que había adentro y la volvió a cerrar, y a varios metros apa¬recieron policías apuntándote, un montón, millones, aunque no pasaran de tres. Agárrenme a éste. Clic. Clic. (Las esposas.) Zámpenlo en el carro. Y adiós.

sábado, diciembre 09, 2006

El momento de morir y otros momentos

Fragmentos de Cualquier forma de morir. Publicado por F&G Editores, Guatemala, 2006.




Los suicidas, cuando se dan un tiro, no siempre se disparan a la sien o en la boca. Ese año hubo dos que se dispararon en la boca. Uno fue mi comandante, aunque se reportó como asesinato. El otro fue el Coronel. El primero era zurdo natural. El segundo era zurdo porque no le quedaba de otra. No sé si tuviera algo que ver lo zurdo con la forma de morirse, pero ese tipo de detalles no se olvida.
Los demás se pusieron originales, a lo mejor porque era año electoral y querían quedar bien con el candidato, que también terminó con un tiro.
El primero de la serie, unos meses antes de mi comandante, fue un empresario de transporte. El tipo estaba para un anuncio de pasta de dientes: bien plantado, buena sonrisa, buena casa, esposa con mucho dinero, hijos modelo, todo el numerito. Se disparó en el corazón con un revólver.
Dos veces.
En ese entonces no sabía lo que sé ahora, pero tampoco era tonto. Con una pistola automática de gatillo sensible a lo mejor puedan irse dos tiros con un solo jalón. A lo mejor. Con un revólver se necesita fuerza para cada disparo, y los muertos se ponen débiles después del primero. Hace falta voluntad para pegarse el primer tiro, y un milagro para el segundo. Hasta ahora no he encontrado un cadáver con tanta voluntad. [...]
Hubo otro que tampoco se disparó en la sien ni en la boca, pero sólo lo consideraron suicida durante un par de días. Lo encontraron con un tiro en la nuca. [...]
Otro comandante se dio un tiro en el cuello frente a la escuela de su hijita, a la hora de la salida. Más desagradable que la clase de matemáticas. Hubo docenas de testigos que declararon lo que había ocurrido. No dejaba de ser raro, porque en esos casos nadie ve nada, así le caiga el muerto encima, y es la primera persona de la que se sabe que se mata disparándose en el cuello.




La gente se pasa toda la vida teniéndole miedo a la muerte, y a la hora de las horas se da cuenta de que no era para tanto. O ni siquiera se da cuenta y hasta se la pasa bien en lo que se va al carajo. Claro que uno no es un experto mientras no le toque por lo menos una vez, y con una es suficiente.
Todos se asombran cuando se enteran en los documentales de la segunda guerra mundial sobre los montones de judíos que se metían tranquilamente en la cámara de gas. Muchos hasta se sonreían y parecía que los estuvieran llevando a una fiesta. Y a lo mejor era una fiesta, pero a ellos les tocaba hacer de jamón de los sandwiches. Quizá hasta les habían dicho lo que les iba a pasar, pero se metían en la cámara de gas sin hacer drama. Y no porque quisieran que los asfixiaran y los convirtieran en lamparitas, sino porque uno sabe que se va a morir en algún momento, pero no cree que el momento sea ése.
Por ejemplo la abuela. Sabía que se estaba muriendo y se quejaba de que había desperdiciado la vida criando a un montón de hijos y nietos que la habían abandonado o que no servían para nada. Siempre se había quejado de lo mismo, y ni siquiera el primo se salvaba, pero en la época en que se estaba muriendo lo decía en serio.
Un día dijo “Voy a estornudar” y en vez de eso dio un suspiro y se quedó muerta. Seguro sintió los síntomas de la muerte, pero creyó que eran otra cosa y listo, adiós quejas, adiós abuela. [...]
Mamá no se suicidó. Nada más no creyó que se fuera a morir si el autobús le pasaba por encima, porque la muerte siempre está en el futuro, y el futuro nunca llega. Por eso se cuidaba tanto y tenía tanto miedo, para que el futuro no le llegara. Lo que le llegó fue el presente a ochenta kilómetros por hora, y el futuro se le quedó en el pasado, que es a lo que vamos todos.




–¿Has salido alguna vez a la calle sintiéndote contento porque todo lo que te pasa es bueno? Te atienden bien en el supermercado, te abren la puerta cuando entras al banco, no hay una pinche cola larga para llegar a la caja, y cuando llegas la cajera te sonríe y te dice buenos días. Llegas a tu casa y tu mujer te quiere y tus hijos no te chingan. Pones la televisión y están pasando una película que querías ver. Te acuestas y no tienes broncas para dormirte. ¿Te ha pasado?
–No tengo mujer.
–Digamos que te ha pasado. Ése va a ser un día que vas a recordar toda la vida. O a lo mejor no, porque uno es tonto y sólo se acuerda de lo malo. Pero todo el mundo tiene días así –había terminado de limpiar y armar la pistola–, y es por tener un día de ésos que todo el mundo hace cosas que no le gustan o que le aburren, se mete en líos, mata a otra gente o se enamora de la mujer equivocada. Sólo por la esperanza de que el día siguiente sea igual de bueno. Nunca hay dos días como ése, pero quién quita. Lo que tienes que preguntarte es cuánta gente necesita morirse para que tengas un día así.
–Que yo sepa, ninguna.
–Entonces no sabes ni madre. Nosotros somos los que nos morimos para que la gente tenga días así. El Ronco se murió para que alguien tuviera un día así. Se murió para que un pobre pendejo crea que lo mejor del mundo es que su pinche vieja lo quiera tantito. Tú eres de la misma raza, pero no estás obligado a entender. Tu papel es otro.
–¿Cuál es mi papel?
Puso el cargador y cortó cartucho. Lo siguiente era pegarse un tiro, y no quería que se muriera todavía. A lo mejor en su cerebro estaba algo que yo andaba buscando, y dentro de unos segundos ya no iba a tener cerebro. No me dio tiempo ni de respirar.
–Ser testigo –dijo, y se mató.

domingo, noviembre 19, 2006

De vez en cuando la muerte

Fragmento. Publicada por la Dirección de Publicaciones e Impresos, San Salvador, 2002.




Un día apareció en una delegación una muchachita asustada. No tendría más de catorce años. Era flaca, pequeña y tenía la ropa desgarrada.
–Acabo de matar a mis tíos –le dijo al policía de la entrada–. Vengo para que me metan presa.
Cualquiera, en las mismas circunstancias, se hubiera revolcado de la risa, pero el policía la tomó en serio y la llevó con el agente del ministerio público: la muchacha estaba cubierta de sangre desde los pies, que llevaba descalzos, hasta el cabello, largo y lleno de nudos.
El agente del ministerio público la pasó con un médico antes de interrogarla. Después de los exámenes la bañaron y la revisaron minuciosamente. Había poco de su cuerpo que no tuviera cicatrices. Era un catálogo de golpes y heridas de todos los tamaños y colores.
No tenía uñas, ni en las manos ni en los pies. Se las habían arrancado y en su lugar había costras, la mitad infectadas. Las palmas de las manos estaban desgarradas, como si le hubieran arrancado tiras de piel. El pecho, el estómago, las nalgas, la espalda, estaban repletos de cicatrices de quemaduras y de heridas de todos los tamaños y formas. Le habían grabado a cuchillo un nombre debajo del ombligo: Graciela.
–¿Así te llamas? –le preguntó el médico.
–No –contestó–. Así me decían.
No hubo modo de sacarle su verdadero nombre.
Tampoco hubo modo, al principio, de sacarle mucho más, excepto que había matado a sus tíos porque no la dejaban salir a la calle desde hacía un año. Que la golpearan y todo eso estaba bien, pero ella quería ir al cine. Según el médico las cicatrices eran recientes, cinco o seis meses las más antiguas.
Graciela llevó a los policías a la casa donde supuestamente había matado a sus tíos. Era nueva y bien cuidada, con un jardín lleno de rosales. El interior estaba decorado con pompa y mal gusto: alfombras blancas de varios centímetros de espesor, muebles Luis XV, rebordes dorados, papel tapiz aterciopelado y muñequitos de porcelana por todas partes. El día anterior de seguro todo había estado arreglado y limpio. Lo que encontraron ese día fue mucho más que desorden y polvo: regados por la alfombra, sobre un piano Steinway, embarrados en las paredes, sobre las porcelanas, dentro de los trastos de cocina, debajo de las camas, en todas partes, había trozos de carne, vísceras y huesos que después se descubrió pertenecían a dos seres humanos y a un perro pequeño.
–Yo los maté –decía la niña con candidez–. Anoche los maté.
Encontraron las armas utilizadas para matar y descuartizar a sus tíos y al perro: un par de cuchillos de cocina, un hacha para picar carne, tres destornilladores, una cuchara afilada. Los legistas opinaron que la muerte se había producido mientras dormían, y que buena parte del descuartizamiento había ocurrido en la cama, pero no se atrevieron a especular sobre cómo pudo Graciela despedazarlos tan a conciencia en las diez o doce horas que dijo haber usado. Determinaron, y de eso no le quedó duda a nadie, que la niña no podía ser la asesina, a pesar de que todo estaba repleto de sus huellas. No tenía la fuerza suficiente para hacer toda esa carnicería. Ella insistía en que los había matado; un par de días después por fin explicó paso a paso cómo los había destazado, y el relato coincidió con la reconstrucción del forense.
También contó cómo le habían producido las cicatrices. Dijo que sus padres la habían enviado con sus tíos un par de años antes para que estudiara la secundaria, desde un pueblo de la Huasteca. Pero nunca la mandaron a la escuela: la usaron para que ayudara a la sirvienta con los quehaceres y mandados. Lo verdaderamente malo empezó cuando la sirvienta resultó embarazada, fue despedida y Graciela se quedó sola con ellos.
Al principio le daban un par de bofetadas si rompía una taza o si no limpiaba bien los anaqueles repletos de muñequitos; después empezaron a usar un fuete y al final ya no hacía falta ningún pretexto para que la desnudaran y, sobre la mesa del comedor, la quemaran con cera de velas o con cigarros, la marcaran con un abrecartas o le arrancaran las uñas. La tía, según Graciela, disfrutaba viéndola sangrar; el tío solamente cumplía los caprichos de su esposa.
Buscaron a los padres de la niña, pero no dieron señales de vida; simplemente no existía el pueblo de donde decía provenir. Se buscó al verdadero asesino que, según la policía, no podía ser Graciela, pero no apareció. Los amigos y vecinos dijeron que los asesinados no tenían hijos, que vivían solos con su perro, que eran gente de bien –él era dueño de una ferretería, ella era ama de casa– y que no tenían idea de quién diablos fuera Graciela. En la casa no apareció una sola referencia a ella, ni un papel, ni una foto, ni una carta. Nada. Ni ropa, ni el colchón donde dijo que dormía, debajo de la escalera.
El juez mandó a la niña a un hospital psiquiátrico; le encontraron todo un catálogo de desajustes. Como a los seis meses escapó y no se volvió a saber de ella.
Con ese caso me había estrenado como reportero de nota roja unos veinte años atrás. Por ese entonces todavía creía que podía llegarse al fondo de las cosas. Mi jefe seguramente quiso darme una lección y lo logró: todo en ese caso era imposible, como si lo hubiera escrito un mal guionista.
Entrevisté dos veces a Graciela, una en los separos (donde no podían consignarla por ser menor de edad) y otra en el psiquiátrico. Era una niña tierna y tímida, que lo único que quería era que alguien la invitara al cine y le comprara palomitas de maíz. Sin embargo, aun ahora estoy seguro de que era una criminal tan terrible como inocente.
Nunca he olvidado el cuadro que todos los periodistas vimos, y que nadie mencionó en sus notas, en la casa donde se habían producido los asesinatos. Era la prueba de que Graciela era la culpable, si es que podía ser culpable de algo: en el suelo, tan llena de sangre como todo lo demás, sentada ante la televisión apagada, estaba una muñeca. Frente a ella había un platito lleno de dientes y muelas que, de lejos, parecían palomitas de maíz. Sobre la pantalla de la televisión colgaban unos objetos sanguinolentos por los que no me atreví a preguntar.
Después de ese caso viví durante semanas con la sensación de que todo era absurdo, de que las cosas jamás serían lo que aparentaban ser. Tenía miedo de las personas que me sonreían y, sobre todo, de los niños.
A veces, en mis frecuentes insomnios, me ponía a pensar en lo que yo era y en lo que debía ser. Un periodista, en ambos casos. Alguien que sale a la calle, mira lo que pasa allí y luego se lo cuenta a quien quiera saberlo.
Ésa era la palabra clave: saber. Cuando era adolescente quise saber todo sobre el caso de Mauro C. El diario decía esto y lo otro, y debía ser verdad; alguien se había tomado el trabajo de ir e investigarlo para que yo lo supiera. Pero no sabía: únicamente leía lo que otro creía saber, lo que le habían contado a otra persona o lo que esa persona había visto. Sólo viendo las cosas por uno mismo se puede saber.
No creo que lo pensara con esas palabras, pero en el fondo era lo que estaba latente cuando decidí ser periodista: quería saber, estar allí, donde ocurrían las cosas, y asegurarme de que lo que se escribía en los diarios –al menos lo que escribía yo– fuera tan cierto como la pared con la que uno se rompe la nariz. Mi primer caso importante, el de la niña, me enseñó que todo es relativo: era imposible que ella hubiera matado a sus tíos, pero no podía ser de otro modo. Y era inocente aunque fuera culpable. En mi nota sólo dije lo que dijo la policía. Con un poco de color, de acuerdo, o lo que a los editores les gusta llamar color. Pero no pude escribir la verdad. Yo mismo no creía en la verdad. Nadie creía en la verdad. Nadie podía creer en la verdad. Y, a final de cuentas, ¿quién quería creer en la verdad?
Yo.
Lo de Mauro C. y todo lo demás me habían dado la oportunidad de buscar un poco de verdad en alguna parte. ¿Por qué no? Quizá publicaba lo que la policía quería, pero no recibía un centavo aparte de mi sueldo. Todavía había algo por allí que no se me había roto y todavía tenía derecho de buscar un pedazo de verdad, daba igual si se trataba del asesino de las mujeres que se suponía que Mauro C. había matado o el texto íntegro de los acuerdos secretos de Yalta. Una verdad es una verdad. Lo de Mauro C. no iba a cambiar el mundo, pero había que empezar por algún lado.

martes, noviembre 07, 2006

Cualquier forma de morir.
Capítulo 1

Publicado por F&G Editores, Guatemala, noviembre de 2006.




–Pero la luna no grita –dijo el Ciego.
Serían las tres de la mañana y la música sonaba a orquesta de locos en el bloque de los Celis. Era la segunda fiesta de marzo, y apenas estábamos a mediados del mes. En febrero habían sido tres, y en enero ninguna, porque los habían encarcelado el día treinta. Cada una era más ruidosa que la anterior, y ponía cada vez más nerviosos a los presos y a los guardias.
–¿Qué sabes de la luna, Ciego pendejo? –dijo el Cura desde su litera.
Todo estaba oscuro. Se estaban gastando la electricidad del reclusorio. Había luna llena, pero no llegaba a alumbrar la celda. Apenas alcanzaba a ver al Cura frotándose la cabeza, justo en la coronilla. El cuero cabelludo le brillaba aunque hubiera poca luz, y en el resto de la cabeza le crecía un pelo ralo y desordenado. Parecía fraile de película hasta en el modo de reírse.
–No sabré nada, pero no está gritando.
–Y con ese relajo nadie va a oír –dijo el Cura.
–Uno oye.
Los invitados de los Celis sí gritaban. Las carcajadas más fuertes eran de las mujeres. Muchas carcajadas. Muchas mujeres. También habría guardias, presos importantes, a lo mejor hasta el director del reclusorio.
–¿Y el sol?
–El sol es como yo –dijo el Ciego.
–¿Pendejo?
–Ciego.
Las carcajadas no podían ser de mujeres, porque a las fiestas de los Celis iba de todo, pero no tan de todo. Eran los maricas de la sección norte. Había presos que tenían mujeres durante el día, y con un poco de dinero durante la noche. Los Celis tenían su terreno de caza en la sección norte, y si los invitados y los guardias querían hacer algo más que emborracharse y meterse cosas por la nariz, tenían que hacerle con los maricas de la sección norte.
Decían que ésa era maña de Santiago Celis, el mayor, que Francisco tenía todo en su sitio. La fama era que los Celis sólo hacían negocio con los que le entraban a todo y al parejo, y que podían ponerse violentos si los despreciaban.
–¿Y tú? –me preguntó el Cura.
–Aquí.
–¿No te invitaron a la fiesta?
Se tiró una carcajada boba. También me reí. Un trago no me hubiera caído mal. Se me ocurrió que podía ir al bloque de los Celis por lo menos para tomarme un trago. Pero no me habían invitado, el trago no es lo que más me emociona y tenía cuentas pendientes con ellos.
–Hoy hay luna –dijo el Ciego.
–Deja en paz a la pinche luna –dijo el Cura–. No hablas de otra cosa.
–No se puede hablar de otra cosa cuando hay luna.
–De tu hermana.
Ahora el Cura estaba mirando el techo, con las manos en el estómago y las piernas dobladas. A veces me despertaba en las madrugadas y lo veía así, con los ojos abiertos. Nunca dormía. Si el Ciego se movía, el Cura le clavaba una mirada asesina. Si me movía yo, se sonreía. Le caía bien y me caía bien. Cuando llegué no traté de hacerme el duro ni el inteligente. Él era el más antiguo, él mandaba. Mandar lo obliga a uno a tomar decisiones, y yo no estaba para tomar decisiones, sino para esperar que todo volviera a ser lo que era y pudiera irme de allí.
El Cura era feliz encarcelado. Decía que no entendía cómo la gente soportaba vivir afuera. Parecía que siempre había estado entre esas paredes, pero había llegado unos días antes que yo. Yo llevaba cuatro meses y ya quería irme. Al Ciego lo habían llevado a la celda dos meses después que a mí, la semana en que encarcelaron a los Celis, y era el que peor se lo tomaba.
–A mi hermana le gustaba la luna –dijo el Ciego después de un rato–. Cuando había luna llena nos subíamos a la azotea y veíamos el cielo.
–De las lunas la de octubre es más hermosa –dijo el Cura sin cantar.
Se oyeron unos gritos en el bloque de los Celis. Un par de locas peleándose, seguro. Más carcajadas. Alguien se puso a llorar y a dar alaridos.
–Es cierto. La de octubre es la mejor.
–¿Por qué la mataste? –le preguntó el Cura como cada vez que quería enojarlo.
La música se acabó de golpe y los gritos se hicieron más fuertes. También se oyeron voces roncas y vidrios que se quebraban. Nunca se habían divertido tanto. En la siguiente a lo mejor hasta hubiera muertos.
–Ese día no había luna –contestó el Ciego.
–Si vas a enojar quítate los lentes –le dije al Ciego–. La otra vez te pasaste dos semanas sin lentes.
–No conoció a mi hermana.
–Era puta –dijo el Cura.
–Todas son putas –dijo el Ciego.
Los gritos también se callaron. El silencio era peor que el ruido. Me zumbaban los oídos.
–Ya era hora –dijo el Ciego–. No dejan dormir.
–Tu hermana era puta –dijo el Cura–. Tú eres puta.
Salí de la celda. Sabía lo que seguía y preferí ahorrármelo. No había nadie en el pasillo. Hasta el guardia de turno andaría en la fiesta. Al día siguiente los guardias iban a estar de mal humor y se iban a poner más pendejos que de costumbre.
Encendí un cigarro. Me quedaban tres, pero podían durarme una semana. Oí cómo se rompía un plato dentro de la celda. El Cura le pegó al Ciego, pensé. Después siguió un grito, como si a alguien le hubieran arrancado una pierna. Después nada.
–Ya duérmanse –gritó alguien al fondo.
Desde las ventanas del pasillo se veía el bloque de los Celis. Todo estaba encendido. Me pregunté si habría comandantes de narcóticos. El mío, por ejemplo. En cuatro meses no había sabido de él, y hubiera sido una buena oportunidad para preguntarle cómo iba mi asunto.
El que llegaba una vez a la semana era el abogado. Ponía cara seria, me veía a los ojos y me decía “Esto va muy bien” o “Van a terminar pidiéndote perdón”. Después se iba.
No quería que me pidieran perdón. Quería que me sacaran. Hacía falta que alguien cargara la culpa, y me tocó. Hasta allí todo bien. No me iban a dar de baja, mi sueldo seguiría corriendo y me tocaba una compensación por cada mes en el reclusorio. Se iba a arreglar antes del juicio, me dijeron. Después un ascenso a teniente o algo así. Todo hubiera estado bien de no ser por el Cura y el Ciego con sus pleitos. Bien podían haberme tocado unos compañeros mudos. O muertos.
–Mi hermana era puta, pero sólo yo lo digo –gritó el Ciego detrás de mí.
Me volví. Los ojos se le veían más pequeños detrás de los lentes. Decía que antes de llegar a los cuarenta ya no iba a ver nada. Tenía veintiséis
o veintisiete. Le daba terror que le dijeran que tenía que operarse y lo enojaba que hablaran de su hermana, para bien o para mal.
–¿Qué pasó?
–Maté al Cura –me enseñó un cuchillo lleno de sangre.
–¿De dónde sacaste el cuchillo?
–Lo cambié por mis otros zapatos.
–Pendejo –le dije, y entré corriendo.
Lo último que necesitaba era un acuchillado en la celda. Estaba acusado de matar a la mujer a cuchilladas y eso no me iba a ayudar. Yo no la había matado, pero allí estaba la confesión, con firma y todo. Hay gente que se toma en serio las confesiones firmadas.
En la celda me tropecé con un pedazo de vidrio y me golpeé la rodilla contra la estufa. Pendejo, pensé. Pinche pendejo.
El Cura estaba tirado junto al catre. El zumbido de los oídos no me dejaba oír, pero vi que se movía. Respiraba como motor descompuesto. Al menos estaba vivo.
Me arrodillé. Un pedazo de algo roto se me clavó en la misma rodilla que acababa de golpearme. Con gusto lo hubiera pateado. Tarde o temprano el Ciego tenía que cansarse de lo mal que lo trataba. Si hubieran estado casados, hubiera conseguido el divorcio por crueldad innecesaria.
Tenía una mancha en el estómago. Le aparté la chamarra y la camisa. Olía a mierda. Seguro tenía perforado el intestino. La muerte será lo que quieran, pero siempre hay mierda de por medio.
Dio un brinco cuando lo toqué. Parecía que lloraba y que se convulsionaba, pero el zumbido en los oídos no me dejaba distinguir.
–Pendejo Cura –le dije.
Sin apartarme, metí la mano debajo de mi colchón y saqué la lámpara. Tenía bajas las pilas. Alcanzaron para darme cuenta de que se estaba riendo. Le di una cachetada.
–Lo enojé –dijo–. Por fin lo enojé.
Oí murmullos en el pasillo. Todas las luces se encendieron y varios presos protestaron.
–Mierda –grité, y le di otra cachetada.
En la puerta estaba un guardia borracho
apuntándome con una pistola. Junto a él estaba el Ciego con el cuchillo en la mano y me señalaba.
–Él fue –dijo–. Yo lo vi.
Me paré. El Cura seguía riéndose. O quizá sólo tenía una manera cómica de morirse. El Ciego se apartó de la puerta y aparecieron otros dos guardias. No estaban borrachos, sino asustados. No me gustan los guardias asustados. No me gusta la gente asustada cuando tiene armas y yo no.
–Este cabrón está vivo –les dije–. Llévenselo a la enfermería.
–Sal despacito –dijo el guardia borracho–.
Pon las manos en la nuca y sal despacito.
Hice caso.
–Contra la pared –dijo otro.
Obedecí.
–El Cura está vivo –les dije–. Él les va a contar qué pasó.
–Fue él –dijo el Ciego, y me dobló de una patada la misma rodilla que me había golpeado–. Yo lo vi. Se puso como loco. Si no le quito el cuchillo, se sigue conmigo.
La cara se me estrelló contra la pared y alguien me pateó la cabeza.
Cuando desperté era de día. Estaba solo, en una celda pequeña, fría y sucia. Había una jarra de plástico cerca de la puerta. El agua sabía a cloro puro. La escupí. La rodilla me dolía, pero no era para tanto. No era peor que la sed ni peor que no saber qué había pasado. Sabía lo que iba a pasar: el Ciego tenía un problema conmigo.
La puerta se abrió y entró el carcelero, un tipo con cara de violador de niños. Usaba la camisa de reglamento, pero los pantalones eran de mezclilla y llevaba sandalias en lugar de botas. Detrás venía un viejo con una gabardina corta.
–Párate –me dijo el guardia.
El olor de su boca era peor que su mirada, y su mirada bastaba para ponerse a gritar. Me paré rápido para que no tuviera que hablarme otra vez.
Antes de llegar al estacionamiento tuve arcadas. El viejo de la gabardina esperó a que se me pasaran y me tomó del brazo. No me gustó su mano. No creo que le gustara a él. Era una mano fea.
–Camina despacio –me dijo y me llevó a un Mustang verde, igual de viejo–. Respira hondo y después entra.
Las arcadas se detuvieron y entré en el carro, en el asiento de atrás. El viejo se sentó a mi lado.
–Vamos –le dijo al chofer.

lunes, noviembre 06, 2006

Las puertas

Del libro Terceras personas. UAM, colección Molinos de Viento, México, 1996, y Cénomane, Le Mans, 2005, en traducción de Thierry Davo.





¿Dónde están realmente los ciegos?
¿Dónde estamos nosotros, su terrible pesadilla?

J. M. Basil

La ciudad está como antes de que pasen los camiones de la basura, en la madrugada, cuando aún se duerme. Sin embargo anochece.

La ciega.

Aquí tampoco hay nadie... (Suenan seis campa­nadas.) Ya son las seis y no he comido nada. ¿Viejo? ¿Estás por allí, viejo? Anda, contesta. ¡Viejo! ¡Déjate de cosas o me voy a enojar! ¡Tú no te fuiste porque no tienes dónde ir! (Sale.) (Suenan seis campanadas.) (Entra.) Aquí tampoco hay nadie y no he comido. Ay, mis pies... (Se quita los zapatos y farfulla cualquier cosa.) Si no fuera por el hambre. (Se amasa los pies.) Mejor sigo buscando; debe haber alguien en algún lado. (Se pone los zapatos.) ¡Ey, ustedes, los de por aquí! ¡Salgan y ya déjense de bromas! ¡Viejo! ¿Viejo? Si supiera cómo se hace para mirar... ¡Una limosna por el amor de Dios! ¡Una limosna...! ¿Por qué se habrán ido? A nadie le importa si ya comí. Ese maldito viejo también se fue. Una limosnita por la salvación de su alma. Una limosni­ta para esta pobre ciega.
(Forcejea con dos puertas.)
Alguien que se apiade de esta pobre ciega.
¡Condenadas puertas, ninguna se abre!
¡Ábrete, puta! ¡Ábrete! ¡Puta! ¡Puta!
Nunca había dicho así... El viejo se va a enojar...
Putas... ¡Ey, putas! ¡Puertas putas! ¿Ya me oíste, viejo? ¡Dije puertas putas! ¡Viejo! ¡Una limosna por el amor de Dios!
Me dejó sola.
¡Me dejó sola...!
(Música de circo.)
¡Pasen y vean, señoras y señores, el espectáculo más grande del mundo! ¡Aquí los payasos haciendo sus gracias! ¡Allá los elefantes caminando en dos patas! ¡De aquel lado los acróbatas acompañados por las lindas señoritas! ¡Pasen y vean a los mabala... malala... balama... blamala...!
(Se corta la música.)
Nunca he estado en un circo.
Para qué, si no puedo ver todas las cosas que hay. El viejo dice que las mujeres del circo tienen el pelo amarillo... Debe ser así como rasposo... ¿Viejo? ¿Ya llegas­te
(Tantea una cerradura.)
Dicen que en el circo hay pulgas que bailan.
Una limosnita...
Para qué quieren que bailen, digo yo.
Una limosnita por el amor de Dios... Una limosni­ta... ¡Una limosnita! ¡Se abrió!
(Entra.)
¿Señora? ¿Está la señora de la casa? ¿No me darían una limosnita de comida? ¿Señor? ¿Y esto? Qué raro... Tiene forma de... (Lo tira, asqueada.) Tengo ham­bre. (Suenan seis campanadas.) Son las seis y no he comido. Siempre como a las tres. ¿Dónde estará la comi­da en esta cochina casa? (Enciende la radio casi por error. Suena una pieza instrumental.) ¡Hay música! ¡Eso quiere decir que no todos se fueron! (Tararea y sigue el ritmo; busca.) ¡Aquí sí debe haber comida! (Se acaba la música. La radio queda en silencio.) ¿Y ahora? A lo mejor se desconectó la radio... Sí, se desconectó... ¡Uf! ¡Esto apesta! (Trata de tragar. Escupe. Contiene las arcadas.) Debería darle vergüenza, señora; dejar que la comida se descomponga y huela tan feo. no ponga esa cara, ¿me oyó? Ji, ji. Es una vergüenza, no tiene otro nombre. (Risitas. Oye algo.) ¿Señora? ¿Es usted? Si hay alguien, que conteste. ¿Viejo? (Sale de la casa, tropezán­dose.)
Una limosnita por el amor de Dios. Una limosnita por la salvación de su alma.
Ya perdí la cuenta de cuándo se fue la gente. La gente no se va así porque así. Debe pasar algo grave, como un terremoto. Dejaron hasta los coches. (En la ventanilla de un coche:) ¿Señor? ¿Hay algún señor aquí? (Se dobla de hambre.) ¡Ay...! (Suenan seis campanadas.) Ya son las seis y no he comido.
(Saca su campanita de ciega.) Lo peor es que aquí nadie me va a ayudar a cruzar la calle. Pero si los carros están muertos... (Camina entre los coches, tocando la campanita.) No se muevan, malditos... No se muevan... No se muevan... ¿Y si cambia el semáforo? (Regresa corriendo.) Los semáforos deben ser horribles. Del otro lado está mi casa, pero no tengo nada para comer. ¿Y si viene alguien y me ayuda a cruzar? (Esconde la campa­nita.)
Lo peor es que nadie me da limosna. Pero tampo­co hay qué comprar.
Cuando era pequeña el viejo me decía que yo tenía cara bonita, como de artista. Después ya nunca me dijo. Si le hubiera abierto la puerta él estaría conmigo.
(Suena un teléfono.)
¡Hay gente! ¡Sí queda gente!
¡Abra, señor, por favor! ¡Le digo que abra! ¡Contes­te el teléfono, que le están hablando! ¡Abra! ¡Ábrame, por el amor de Dios! (Deja de sonar el teléfono.) ¡Ábrame! ¡Señor, por Dios...! ¡Señor...!
Tengo hambre. (Suenan seis campanadas.) Ya son las seis y no he comido nada. (Se sienta.) No debí pelear­me con el viejo, pero él me obligó. Las cosas son como son, y ni modo que le abriera la puerta. Y menos borra­cho.
Cuando era niña me decía que tenía piernas de bailarina. El sí sabe cómo son las piernas de las bailari­nas. (Vals. Sigue el ritmo con la cabeza. Con las manos. Con el cuerpo.) El me enseñó a bailar sin moverme de mi lugar. Aflójate y siente la música, me decía... (Baila.) Las luces... Los ojos que me miran... Los ojos viéndome a mí... a mí... a mí... (Cesa la música. Baila y tararea. Choca contra una puerta.) Está cerrada. (Camina.)
Deben ser bonitas las piernas de las bailarinas. (Tropieza sin caer. Sale. Se apaga la luz. Suena su cam­panita de ciega.)
Una limosnita por el amor de Dios... Una limosnita por la salvación de su alma... Una caridad para esta pobre ciega...
Hola, viejo... Una limosnita por la caridad... Sabía que te iba a encontrar, como cuando jugábamos a las escondidas... Una caridad... No te oigo... Una caridad... Habla más fuerte... (Suenan seis campanadas.) Son las seis y no he comido, viejo... Sí, ya te perdoné... ¿Eh? ¿Vie­jo? Habla más fuerte, que no te oigo... Más fuerte, te digo... ¿Dónde se fueron todos? Ah... Te estuve buscan­do... No; todas las puertas están cerradas, menos una... Una limosnita por la salvación de su alma...
(Se enciende la luz. La ciega camina, desfallecida.)
Dime otra vez como me decías antes... Anda... Cuéntame de las muchachas de pelo amarillo... Estás muy frío, viejo; mejor no me toques... ¿Dónde se fueron todos, entonces? Anda, dime como me decías antes... ¡Ah...! (Se oye un teléfono.) ¿Oyes? Nos están hablando... Estás muy frío, no... ¡¡Estás muy frío!! (Va cayendo al suelo, sentada. Llora.) Estás muy frío... Estás muy frío... Estás muy frío... Frío...
Una limosnita por el amor de Dios. Una limosnita para esta pobre ciega. Una limosnita por la salvación de su alma.
(Sigue sonando el teléfono. Fade‑in: ruido de automóviles y conversaciones de calle. Música de circo.)