martes, enero 09, 2007

El cubano

Del libro inédito de cuentos Un mundo en el que el cielo cae y cae. Publicado alguna vez, en alguna revista.




Por esos días el Coronel andaba fuera de la ciudad y había que esperarlo para que interrogara al tipo antes de que se muriera. Era un asesino profesional que había tratado de matar a un secretario de estado por orden de otro secretario de estado. El que lo había contratado renunció por razones de salud o algo así, y se fue a curarse tan lejos como le alcanzó el planeta. Pero el cubano tenía que morirse. A mí me tocó cuidarlo durante dos noches, por allá por el sur de la ciudad.
El Ronco y el Perro lo habían pescado. Durante un par de días se dedicaron a darle de golpes, como por no dejar. Pero el cubano era un profesional y yo un novato, y no sabía cómo portarme sin hacer el ridículo.
Se veía cansado. Nunca se puso de mal humor, y hasta creo que me agarró cariño. No delató. Tampoco hacía falta: había otros tres o cuatro que habían cantado más de lo que sabían. Había tanta gente metida en el embrollo del atentado que a la semana de investigaciones parecía que todo el país se había puesto de acuerdo para matar al secretario. Así que no era importante que el cubano hablara, y no habló. Aguantó los interrogatorios como el que aguanta ocho horas diarias detrás de un escritorio. Cuando el Coronel habló con él, el Ronco le puso una bala en la nuca. Así terminó nuestra amistad.
Se llamaba Epifanio Cortés, nació en La Habana y llegado a Miami en 1962. Decía que no tenía nada contra la Revolución, pero que le gustaba la buena vida. Le dieron la nacionalidad gringa en 1969 y a los dos meses estaba en Vietnam. Tuvo suerte. Lo regresa¬ron a Estados Unidos cinco meses después, con una herida en una pierna. Me la enseñó. No parecía cosa del otro mundo, y él mismo decía que no era para tanto, pero que le dolía cuando hacía ejercicio o cuando el clima estaba húmedo.
Me habló de las putas vietnamitas –“se ríen demasiado, así como sin ganas”, me dijo– y de cómo le perdió miedo a la muerte en una emboscada cerca de Saigón, al mes y medio de llegar.
–Los vietcong eran gente –me dijo–. Parecían diablos, pero eran gente. Los tiros les dolían igual, y hasta más, porque estaban más hambreados. Los gringos se cagaban cuando había balacera y trataban de irse rápido. Pero yo vi la cara de un vietcong que tenía un balazo en la panza. No sé si yo se lo di; creo que no. Estuve viéndolo más de una hora, hasta que se murió. Las balas pasaban por todas partes y yo estaba agachado junto a él, apuntán¬dole a la cara y viendo cómo se moría. ¿Y sabes qué vi? Miedo. Yo me hubiera puesto igual con un agujero de ese tamaño, pero el que se estaba muriendo era él. Todo el tiempo estuvo diciendo cosas, a veces hasta gritaba, pero no le entendí. Creo que me estaba pidiendo un favor. No es cierto que todos se murieran calladitos, como en las películas. Este se murió hablando y asustado. Desde ese día dejé de sentir miedo. Me acordaba de él y se me quitaba el miedo.
Decía que fumaba bastante, pero no había cigarros ni permiso de llevarle, así es que se pasó la primera noche retorciéndose los dedos y diciendo “coño” cada cinco minutos. La segunda noche tenía la boca seca, apretaba los dientes y los ojos se le ponían rojos, como cuando uno tiene fiebre.
–Cuando me maten me gustaría que alguien estuviera conmigo –me dijo–. Quiero decir alguien que se asegure de que me dejaron bien muerto y me cierre los ojos y eso. No quiero que me consuelen, sólo que me estén conmigo. Debe ser feo morirse solo. Aquel vietnamita se murió hablándome; a lo mejor me estaba contando cosas importan¬tes. No sé si se murió feliz, pero por lo menos se murió acompaña¬do. Eso es lo que quiero.
La segunda noche fue cuando más habló. Me contó de las noches “de antes” en La Habana, llenas de ruido, luces y mujeres. Trabajaba de afanador en un hotel de paso, y a veces espiaba por los resquicios de las puertas a las putas recién despertadas. Algunos de los clientes, a veces, le ofrecían dinero para que entrara al cuarto con ellos. Me dijo que nunca aceptó, pero de todos modos le daban buenas propinas. Después se dedicó a conectar putas y drogas, hasta que vino la revolución.
–La Habana se puso triste –me dijo, y se quedó viendo una pared como si hablara de la muerte de su mamá.
A eso de las cuatro de la mañana me habló de su hija, que tenía siete años y estaba muy desarrollada para su edad. “Vive en Minneapolis –me dijo–. Si tuviera una foto te la enseñaría”. Me dijo que iba a ser igual que su madre. Después dijo que matar gente no era tan malo. La gente le caía bien, pero algunos eran idiotas y querían romper el equilibrio de las cosas. En su negocio pagaban bastante, me dijo, pero eso no era lo más importante; más bien le parecía curioso y “atractivo” ver cómo se moría la gente. Allí estaba una persona, completa, con pasado, presente, familia y hasta títulos universitarios. De repente una onza de metal hacía que se convirtiera en nada. Nada adentro de los ojos, nada en la cabeza ni en las tripas ni en ningún lado. Como un coche descompuesto. Allí está todo el equipo, motor, ruedas y frenos, pero sin chispa.
–¿Te doy un consejo? –me preguntó, y le contesté que sí–. No mates a nadie por odio. Es tonto. Si odias al muerto te vas a arruinar la vida. No vas a dejar de pensar en él. Tampoco mates por placer. Es de gente enferma. Mata por dinero. El que mata por dinero no es asesino. Tampoco mates por lástima. Cuando te veas en el espejo te vas a sentir como un estúpido. Mata por dinero.
Y también:
–No te burles de tus muertos. Son lo único que tienes. Respétalos. Son gente.
Y también:
–Si algo que no te huele bien no hagas el trabajo. Hay que seguir las corazonadas.
Le pregunté si había tenido la corazonada de que lo íbamos a agarrar. Se encogió de hombros.
–No siempre resulta –dijo.
Le pregunté cómo conseguía a sus clientes, si tenía una red de contactos, y se rió a carcajadas.
–Las redes son tonterías –dijo–. Alguien canta tarde o temprano. Si quieres dedicarte a esto busca un buen abogado. Siempre hay un buen abogado que te va a poner las cosas en bandeja de plata, y sin peligro. Los abogados saben mucho de la vida –y se rió casi hasta ahogarse.
–¿Quién es tu abogado? –le pregunté.
El me guiñó un ojo y se quedó callado un buen rato. Me caía bien.
Me preguntó de mi trabajo. Le dije un par de mentiras que lo divirtieron. Me contó que hacía meses se había comprado un abrigo de mink negro, pero que sólo podía usarlo dentro de su casa; no podía llamar la atención llevando algo así en la calle. Lamentaba no haberlo disfrutado más.
–¿Quién eres tú? –me preguntó cuando estaba amaneciendo.
–Un policía –le dije.
–Tú no eres un policía.
–¿Qué soy?
–Un artista –me dijo, y nos reímos como locos–. Tú y yo somos artistas.
A esas horas se nos acabó el café. Habíamos tomado más de tres litros y cada media hora nos levantábamos al baño. No solté la pistola ni medio segundo, no le di la espalda ni me le acerqué a menos de dos metros. Pero sabía que éramos amigos y que no trataría de escaparse.
A eso de las siete los ojos me ardían. Tenía tres días de no dormir. Él me contó que nunca había comprado una casa, que guardaba todo su dinero en el departamento de su mamá (“dentro de dos semanas cumple años”, dijo), que su hermana la mayor había pescado la polio a los tres años y no sé cuantas cosas más.
De repente me ganó el sueño y cabeceé una vez, sólo una. Duró una fracción de segundo. Fue como si hubiera dormido una noche completa. Me desperté descansado, con la cabeza despejada y apuntándole a la frente. Él no había tenido tiempo de parpadear.
–Méteme un tiro –me dijo.
–No –le dije.
–¿Somos amigos?
–No –le dije.
–Los otros no saben nada de mí. Méteme un tiro.
–No –le dije.
–Mátame tú.
–Nunca mates por lástima –le dije–, ni por amistad.
Se rascó la cabeza.
–Tú y yo somos artistas –dijo.
A las ocho y media llegaron el Ronco y el Coronel. Por la noche fueron a tirar al cubano a un canal de desagüe.
–Así pasa al principio –me dijo el Coronel al día siguiente.
–¿Qué? –le pregunté.
–Nunca te acostumbras –me dijo–, pero después ya puedes dormir en paz.
Me dio cien pesos para que me fuera al cine. Pasaron una de vaqueros.

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