Novela aún inédita y en proceso de traducción por Thierry Davo para su publicación en FRancia. Los fragmentos se han tomado al azar; no necesariamente habrá continuidad entre ellos. Fue escrita entre 1998 y 2004.
I. La rabia inútil
Ahora, en este preciso día y en este preciso lugar, quizá en espera de alguna señal visible sólo para él, esos ojos vacíos se encuentran a veinte centímetros de la pared, abiertos, sensibles de un modo más bien mecánico a la insensible erosión en la pintura, a la creación de una pátina que tardará años en comenzar a notarse porque, a pesar de que algo en la luz prefigure el moho, todo a su alrededor es árido, podría decirse “un desierto” sin miedo al lugar común, porque ¿qué más desierto que un lugar que sólo sirve para contenerlo a él, un cuerpo sin conciencia? Si fuera capaz de sentir y de traducir a pensamientos sus sensaciones, si tuviera la voluntad necesaria para activar sus sensaciones, si generara pensamientos y contara con la capacidad de percibir o distinguir sensaciones, diría que hace mucho tiempo que no siente sus piernas, no del modo en que las siente un caballo o una mujer con dolor de pies, incluso un paralítico, que necesariamente tiene la noción de estar inmóvil e insensible. Cuando se levante –tarde o temprano deberá levantarse, se dé cuenta o no, lo quiera o no–, el cosquilleo y el dolor en las coyunturas deberían darle una nueva sensación en la cual concentrarse, pero no se concentrará, no se concentrará, no sentirá nada, no se concentrará, y si tuviera noción de ello seguramente lloraría como un niño, si no hubiera olvidado su niñez, si alguna vez la tuvo, si la niñez fuera un estado deseable y no un proceso larvático, una etapa hacia algo (pero ¿es que él se dirige hacia alguna parte que no sea hacia adelante en el tiempo, si el tiempo es secuencial?), sin más esperanza que la de llegar hasta el día siguiente y así hasta una indefinida adultez; si la niñez fuera algo más que contradicción y dolor, la certeza de una culpa ante cualquier acto futuro o imaginario, la carne del psicoanálisis, la carroña de la que se ceban los progenitores y los enfermeros psiquiátricos, y la iglesia, cualquier iglesia; si la niñez, en fin, fuera sólo sus juegos y no la violación y el incesto repentino, el síndrome de muerte en la cuna, los golpes en las mejillas y en los glúteos, la calle hostil –¿aún hay calles?–, el cuarto de las ratas, la mentira, los profesores que olvidaron su niñez porque fue lo peor que pudo pasarles y quieren que se sepa y se transmita hasta la última generación.
La sensación de incomodidad en las piernas desde luego estará allí cuando se ponga de pie, y su cerebro transmitirá las señales adecuadas para que él las perciba, pero sólo las percibirá como un impulso eléctrico, no como pensamiento estructurado o como necesidad de que la sensación se acabe. La desagradable sensación de cosquilleo en las piernas debería ser un buen sucedáneo de la razón cuando la razón se ha perdido, pero él no tiene esa opción: está mucho más allá de las sensaciones, está en un lugar donde nadie puede tocarlo ni aun superficialmente, tocar una representación de lo que es en el fondo, en el oscuro y lejano fondo donde talvez brille el último brillo de su razón. No es que esté loco: está bien, de verdad, está mejor que nunca. Hablar de catatonia sería de risa loca, o de autismo o de algún tipo exquisito de esquizofrenia. Tampoco debe pensarse en desajustes neurológicos, de malas conexiones o de algún súbito cortocircuito que lo envió hacia muy dentro de sí mismo, es decir hacia ningún lugar que valiera la pena visitar. Talvez esté mejor que nadie, después de todo, de verdad que está bien, y talvez conserve la razón que estrenó el día en que dijo por primera vez “Buenos días” o “Me duele”, y en realidad la razón que se ha perdido es la del universo que gira a su alrededor, no la suya: talvez él es lo único cuerdo que queda en cualquier parte, y no es el universo quien lo castiga, sino él quien castiga al universo con su silencio, con su inmovilidad a veces, con sus movimientos de autista en ocasiones, con su estupidez inexpresiva que cualquiera que no supiera calificaría de seriedad porque de algún modo hay que llamar a las expresiones de cualquier rostro; castiga al universo, pero al universo parece no importarle –él está allí para que a nadie le importe–, no puede importarle, no debe importarle, o el universo dejaría de ser El Universo y se convertiría en la expresión de sus caprichos, en su juguete: existiría solamente para que su encierro fuese posible, y él sería Dios, y el universo su inútil obra.
Pero ¿cómo podría ser Dios si se encuentra allí y solamente allí, y no en todas partes; específicamente allí, con la apariencia frágil de cualquier hombre al que puede aplastar una roca, deshidratar el cólera, dejar sin dientes el escorbuto, marcar la viruela y –si los tuviera– los recuerdos más tristes? ¿Cómo podría ser Dios él, que no sabe ni puede ni pretende saber por qué están rotas –eso parece, eso es– las conexiones entre sus ojos y el cerebro, entre el cerebro y su voluntad, entre la voluntad y sus manos? No podría ser Dios porque huelen su piel y su boca y sus pies y, si se le abriera en canal, olerían sus intestinos, a menos que Dios de verdad estuviera hecho a imagen y semejanza de sus hijos, y entonces tampoco sería Dios, sino un padre a secas, mortal y desechable.
¿Qué fuerza hubiera podido apresarlo, encerrarlo, conducirlo a ese estado casi vegetal si fuera Dios? Aunque talvez –sólo talvez– él mismo accedió a que le pusieran ese uniforme, después de ser capturado, juzgado y condenado –si hubo captura, juicio y veredicto después de que condescendió a esa forma imperfecta y a esa materia deleznable en la que está más encerrado que en una simple celda–, porque hay antecedentes en la historia y porque la historia debe repetirse para que los actos no sean fortuitos; talvez –sólo talvez– dijo “Aquí se acaba” o su equivalente en el idioma de un ser único e infinito, y armó ese tinglado sin emoción y se recluyó para siempre, y simplemente dejó que las cosas pasaran sin él, que siguieran como estaban en el momento de comenzar su encierro, el universo, los universos, todo, presas de la inercia original del big-bang o de la chispa divina –si no son lo mismo– y que se fuera todo a la mierda: él ya había cumplido y ahora le tocaba vivir un séptimo día de proporciones cósmicas. Quizá allí, así, está siendo Dios: deja que las cosas se muevan como mejor les convenga, y la entropía y el polvo cósmico desatado, y las estrellas convirtiéndose en novas, colgadas de ninguna parte, como los focos excesivos de un viejo árbol de navidad, y el libre albedrío y cada átomo en su orden exacto. ¿Quién sería capaz de asegurar que él no es Dios? ¿Quién para juzgar su pasada grandeza, su pequeñez actual, su falta de ánimos? ¿Quién, en fin, para comprenderlo y decir “Ese hombre es esto y lo de más allá, aunque sea Dios que se esconde del destino, si Dios puede ser manipulado por el destino como nosotros, los demás”? Sólo, quizá, los ángeles malditos que lo han derrocado y puesto en una celda vulgar en la que no pasa nada, ni siquiera él, ni siquiera el aire, ni siquiera las rejas que cortan el paisaje –no hay ventanas ni paisaje– y le dan un sentido perverso al paisaje: el de estar afuera, intocable, imposible. (¿Quién ha visto la luna herida por barrotes y no ha llorado?) Pero ¿qué ángeles? Pero ¿por qué los ángeles? Pero ¿cómo y cuándo?
Si él fuera Dios y estuviera preso, si alguien lo puso a recorrer el vacío que hay más abajo de la piel, mucho más allá de las percepciones y de la lógica de las cosas, debió ser más poderoso que la omnipotencia que se le atribuye, o quizá tan débil como la doncella –si aún quedan doncellas– que abate con su amor a bestias y vampiros. Quizá un coro de arcángeles que hizo cantar sus espadas hasta volverlo sordo y confundirlo, quizá la ira de todos los humanos y de todo lo que salió de sus manos –pero ¿qué podría la ira contra él, que le dio nombre?–, quizá el aliento virgen de la última vestal se le emponzoñó en el alma y fue llevándolo a ese estado tras siglos y milenios de incubación: si tan sólo hubiera a la vista un calendario o un reloj o una tabla cronológica podría saberse cuánto duró la incubación, cuánto la ira, cuánto el canto de las espadas de los ángeles, y desde hace cuánto está allí, y cuál es el motivo de su encierro. Pero talvez bastaría con acercarse, poner los labios cerca de su oído y preguntarle “¿Desde hace cuánto?” y “¿Por qué?” para que recuperara la conciencia y hablara como si apenas ayer por la noche hubiera decidido quedarse mudo: uno a veces no quiere hablar y por eso calla; uno a veces no quiere ver ni oír, y por eso se encierra; uno a veces no quiere nada y punto, y por eso se sienta en el suelo a observar la pared o cualquier cosa, la mente convertida en un torbellino de brumas y silencios. Quizá, si a alguien se le hubiera ocurrido decirle “Hola” o “¿Cómo has estado?”, él hubiera vuelto desde hace mucho del lugar donde se encuentra; quizá, si alguien le hubiera preguntado “¿Quién?”, él hubiera contestado “Luzbel, el más bello de todos, que ahora usurpa mi nombre”. Pero sería tan obvio que no valdría la pena abrir la boca para sacarlo del marasmo.
II. Ágata
AGOSTO 26.
No tengo un nombre, Ágata. No lo necesito.
Quisiera ser viejo para necesitar de un nombre. Hay mucha vida en mí sin embargo, y no es cómodo. No es cómodo ver cómo cambias y te conviertes en una parodia de ti misma, mientras yo envejezco al ritmo habitual. Quisiera sentir miedo; me liberaría de estar a tu lado y de seguir amándote.
Me canso. Respiro y me canso. El sudor es últimamente más denso, tu olor se me impregna con sólo pensarte y me produce arcadas. ¿Recuerdas cómo sudé entre tus piernas? A veces las gotas de sudor caían en tus ojos y, sobre todo, en tu boca. Tú casi no sudabas, pero siempre busqué tu humedad como se busca un desierto. Ahora tu humedad se desborda, y la evito.
Me canso y no duermo. Me siento en tu mecedora a sufrir las horas que se me resbalan viscosas por la piel.
Tu nombre es mi conciencia, ahora lo sé. Tu conciencia es mi duda. Aún lo es. Nunca supe por qué tu nombre era tu nombre.
Si te hubieras llamado de otra manera, intuyo, las cosas hubieran sido iguales a lo que fueron. Duda de quien crea que una persona es su nombre: sólo busca una justificación por haberse equivocado de vida. Duda de quienes sientan vergüenza de su segundo nombre, de su apellido común y corriente, de los que respetan la heráldica y veneran a sus antepasados. Duda de mí, Ágata: no quiero un nombre. No quiero necesitarlo.
Cuando decía “Ágata” de cierta manera, sonreías. Mi tono no era intencional, lo juro. Traté premeditadamente de decirlo así en muchas ocasiones, en más ocasiones de las que quisiera confesar, y no obtuve tu sonrisa. Me extraña, me duele, me perturba que sólo siendo espontáneo haya obtenido tu sonrisa. ¿Qué dejabas entonces para esta máscara que ha sido la guía de mis actos? ¿Qué hiciste durante todo este tiempo para entender que esto, esta máscara, era yo, profundamente yo, que lo superficial también puede ser esencia?
Me estabas matando, Ágata. Me estabas matando en serio. Ahora tú sólo eres tu nombre; ésa es mi venganza. No necesito de un nombre: ése es mi orgullo, pero también mi dolor.
III. Nostalgia del cadáver
Maquillar el cadáver. Pintarle las uñas. Ponerle un vestido que le luzca, de preferencia de color durazno pálido, su favorito. Arreglarle el pelo, peinárselo y luego adornarlo con cintas y flores, un detalle anacrónico que no podría lucir mal: Ágata –hay que decirlo– comenzaba a ponerse vieja, así los cadáveres no tengan edad. Colocarla después sobre la cama nuevamente, sonriente y con las manos cruzadas sobre el pecho. (Pero no tiene manos. Pero no tiene labios.) Las piernas alinearlas con delicadeza, un tanto curvadas, un tanto separadas para lograr cierto efecto perturbador, los pies quizá unidos por los talones en un ángulo de cuarenta y cinco grados –grado más, grado menos–, con una ligera desviación hacia la izquierda con respecto al ángulo del colchón para lograr un aire casual. (Pero las rótulas: ¿cómo colocarlas de nuevo? Y ¿cómo lograr que ajusten entre tanta carne rasgada, ligamentos cortados y ya inflexibles, materia al aire y sin piel que la contenga?) Que la luz llegue tenue desde el jardín a través de las cortinas de tul, y que el aire esté abolido para no perturbar su sonrisa sin boca, su mirada sin párpados y ya casi sin ojos, sus mejillas que ya ningún beso rozará sin el riesgo de que se desgarren, tanta muerte han acumulado.
Veamos las sábanas. Es necesario, ya, cambiarlas constantemente, mucho más a menudo que en los primeros días. Es inútil intentar limpiarlas; no hay suficientes detergentes ni suavizantes en el mundo. Los fluidos son cada vez más densos y esenciales, y cada vez escapan del cuerpo con mayor rapidez, con mayor constancia, al menor cambio en el clima, sin motivo. Junto con las sábanas es también necesario cambiar el vestido, la ropa interior –el pudor es necesario: lo que la ropa interior oculta produce a estas alturas más terror que apetencia–, las flores y las cintas en el pelo. Con los colchones no puede hacerse nada, y colocar plástico entre éstos y el cuerpo es empeorar las cosas: se forman charcos, ella tiende a flotar como una Ofelia imposible y sin flores.
El maquillaje se corrompe. Las uñas crecen con una rapidez desesperante, y es necesario despintarlas y volver a pintarlas –la acetona daña los dedos, el olor de la acetona corrompe aún más el ambiente– para mantener constante ese color rojo intenso que contrasta con los demás colores que surgen y se transforman a su alrededor. (Se habla de las uñas de los pies, desde luego. Son pequeñas y perfectas hasta la ternura. Cortarlas es difícil: se resisten a permanecer pegadas a los dedos, y el pegamento epóxico sólo fue una solución provisional que ahora lamenta.) El pelo se reseca. El cuero cabelludo es inestable. La boca huele, y la falta de los labios no alivia ese hálito de cosa que debe enterrarse. Los ojos siguen allí, pero no se sabe –es ésta una etapa ambigua que no estaba prevista: ¿qué puede preverse cuando se habla de un cadáver al que nadie ha llorado, ni siquiera quien amó tanto a su antigua dueña?– si se hinchan o se secan, si se vuelven de piedra o de luz, si brillan tanto que parecen opacos o si se han apagado de tal modo que pareciera que el sol y todo lo luminoso que vieron alguna vez se ha cristalizado en su interior.
IV. El llanto perdido
el aire reseca los ojos que no parpadean, y la verdadera súplica tiene los ojos fijos y húmedos, como los suyos, que de tan húmedos parecen siempre a punto de llorar, de llover porque me han visto –quizá sea él quien necesita suplicar–, porque ven más allá de mi cuerpo y llegan más lejos de las fronteras finales de mi alma: ven todo lo que soy, y todo eso se resume en mi nombre, que pronuncia como un suspiro:
ágata, dice a veces, y se va,
y la mecedora lo extraña, y por eso sigue moviéndose como se movía en su presencia, impulsada por los latidos regulares de sus ojos, por la dilatación brutal de sus pupilas, por la contracción brutal y no obstante imperceptible de todo su cuerpo, por los latidos irregulares de su sangre:
mi cuerpo se sincroniza con sus latidos, que me empujan irregularmente contra la mecedora, me separan de ella y hacen que me balancee, me aplastan nuevamente contra el respaldo, me succionan hacia él con tal fuerza que creo que voy a derrumbarme de cara contra el piso, como si quisiera derrumbarme a sus pies;
y quisiera también apretar las manos contra los brazos de la mecedora para no moverme con toda esa violencia que sin embargo es embriagadora, pero las manos no me responden:
siento perfectamente cómo mi voluntad le ordena a mi cerebro que le ordene a mis manos que aprieten hasta que los nudillos se pongan blancos y los tendones se tensen y los músculos duelan, pero no tengo manos, ya no tengo manos ni nudillos ni tendones ni músculos que hagan posible que me aferre a la mecedora:
mis manos son suyas,
son suyas porque él las vio
V. Sobre la continuidad del silencio
De pronto, nuevamente se acaba el tiempo –si alguna vez lo hubo–, o el observador parpadea, o las cosas retroceden a otra época, a otra hora, y ahora él está de pie con un plato en una mano, y en el plato hay comida, y agua en un vaso que sostiene en la otra mano. Quizá sea agua. Quizá sea comida. Su cuerpo sabe que debe sentarse ante la mesa, colocar el plato y el vaso frente a su pecho, tomar un trozo de pan y arreglárselas para trasladar con él la comida del plato a la boca.
Es probable que en los primeros días o meses –si no está de nuevo en los primeros días o meses– el pan no alcanzara para consumir toda la comida, si puede llamársele comida a ese puré grumoso de color indefinible; habrá recurrido entonces a los dedos o habrá dejado en el plato —si tuvo dignidad— la comida restante.
Es posible que a veces le sobrara pan, aunque el problema sería entonces menos grave: nada que un par de mordidas extra no resiolvieran. Ahora —desayuno, almuerzo, cena— el último trozo de pan que se lleva a la boca contiene la última porción de comida adherida, y esa porción no es un gramo mayor o menor que el primer bocado.
El sabor, aunque el color y la textura no prometan lo mejor, sería bueno si tuviera la voluntad de activar sus papilas. Mastica dieciséis veces del lado izquierdo, dieciséis del lado derecho. Traga. Siempre la misma velocidad y presión, siempre la misma pasión: ninguna. El mismo tiempo para todos los desayunos, el mismo para todas las comidas, los mismos latidos del reloj para todas las cenas, para todos los sueños, para lavarse las manos, para orinar, para parpadear, para todo.
Dormirá después de comer. Dormirá en paz.
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