domingo, enero 21, 2007

El objeto y sus palabras

Publicado por la revista costarricense Fronteras en 2000 y por la Revista de la Universidad de San Carlos en 2004 o 2005.




1.
Las palabras no designan al objeto: lo evocan.
El objeto no puede traducirse a signos (significarse); los signos, incluso en la escritura ideográfica, no expresan el objeto, porque “el objeto” no existe de manera perfecta: no es el mismo para todos y para cualquiera.
Las palabras, quizá, evocan el objeto ideal de quien las emite o las percibe, o el objeto en su forma más significativa según los referentes de grupo y personales.
Los ideogramas básicos buscan fijar el objeto arquetípico; los más complejos, revelarlo. La escritura no ideográfica es incapaz de cualquiera de ambas cosas: debe apelar a los referentes particulares del lector sin el apoyo de la imagen, sin la ilusión de una imagen.
Los ideogramas simulan. En sus formas más elaboradas, no son la sumatoria de símbolos, sino el contraste entre ellos: hay contradicción, y es en esa contradicción que se revela el significado.
Es curioso: en la búsqueda de los arquetipos (que deberían ser imágenes perfectas e indudables) se llega a rozar lo abstracto en la representación del objeto y, en fin, se termina cayendo en el juego convencional de la escritura no ideográfica: hay que saber que eso es un ojo y que esas líneas en forma de Pi son piernas o representan a un ser humano, y que de la unión debe resultar un significado, si no contradictorio, al menos paradójico, que revele algo que antes estaba oculto. La lógica de la metáfora, ni más ni menos.


2.
El objeto es realidad, certeza, presencia. Es historia: tiene una duración (se desplaza por el tiempo) y es autosuficiente con respecto a su percepción y a las palabras que lo evocan. En el tiempo el objeto se desgasta (envejece); no sólo permanece, sino que evoluciona constantemente a través de las diferentes formas que hacen su proceso histórico: se crea, deviene y se transforma en, o se fusiona con, otro objeto u objetos (“muere”).
Las palabras evocan momentos estáticos del objeto. Lo que en el objeto es devenir y consecuencia, en las palabras es la sumatoria de estados que en lo secuencial de las palabras, apela a los referentes que un lector y sólo él tenga con respecto al objeto y su devenir.
Las palabras simulan (o “simulan simular”) el devenir.


3.
En el momento de enunciar el objeto, las palabras lo niegan, cuando en realidad creemos que lo afirman.
Las palabras tienen dos destinos posibles: desaparecer en el momento de ser emitidas —las habladas— o perdurar en su forma —las escritas.
En una descripción oral, el enunciado —la afirmación— del objeto se esfuma en el momento en que se hace el silencio: no hay devenir, pues el objeto no está siendo en las palabras, sino que fue evocado por éstas.
En un texto, el enunciado del objeto permanece estático. Serán las mismas palabras las que lo designen cada vez que se lea. Es la percepción del texto la que puede cambiar a través del tiempo, no el texto mismo. En ese sentido, el texto puede ser también un objeto con historia: deviene, pero sólo con respecto a las ideas y su evolución.
Cada vez que se lea la descripción del objeto, éste, si aun existe, será más diferente de lo que era cuando se evocó en forma de texto: las palabras hablan de momentos aislados que tampoco están siendo, que necesariamente fueron; las ideas dejan atrás al objeto en su concepción original.


4.
Las palabras, en cualquiera de sus formas, hablan en tiempo pasado, aun las de un oráculo.
El futuro y el presente pueden designarse mediante palabras sólo desde la misma perspectiva histórica en que las palabras designan el objeto: el futuro y el presente no están siendo. En cambio, lo que se evoca está siendo de nuevo, pero no en las palabras, sino en las ideas.
El pasado y el objeto sólo pueden estar siendo de un modo propio a quien hace la evocación, y sólo para él: no es el objeto, el pasado ni todo el tiempo lo que está siendo. (El presente es instantáneo; el futuro es apenas probabilidad.) Lo que designan las palabras es la percepción subjetiva de las cosas.
Las palabras, pues, denotan el objeto. Por facilidad se habla de designación o descripción, pero éstas sólo están en la idea que el transmisor o el receptor tengan del objeto. Como el lenguaje cinematográfico: para quien no haya estado expuesto al cine, no habrá una relación de causa-efecto entre un plano general seguido de un super close-up seguido de un middle-shot: habrá imágenes o secuencias cerradas, sin solución de continuidad. Para quien no tenga una imagen del objeto, la designación o la descripción no evocarán más que el caos, si es que se entiende “caos” como “confusión”: no denotarán. El significado de las palabras, por extensión, se contrastará con la imagen que se tenga del objeto que se pretenda evocar. (Si el objeto está físicamente presente, no se requiere de palabras para evocarlo: está siendo en la percepción del observador.)
La escritura ideográfica sólo hace esto más evidente: los arquetipos que plantea son paradójicamente inciertos, y necesariamente remiten a imágenes previas que existen en la experiencia del lector o escritor. En el ideograma hay imágenes que se modifican: el ideograma es imagen. En la escritura no ideográfica existe la evocación de la imagen.


5.
El objeto existe (está existiendo) sin necesidad de ser designado. ¿Existe el ruido de un árbol que cae en un bosque en el que no hay nadie que escuche? Evidentemente sí, y allí está la trampa: creer que es necesario pasar el objeto por el falso tamiz de las percepciones, y de las percepciones que se convierten en palabras, para que pueda existir, o más aún: para que esté existiendo.
Las palabras —no todas— precisan del objeto para tener cuerpo, para dar la sensación de que tienen cuerpo y de que encierran mucho más que la percepción subjetiva del objeto. Sólo sería objetivo lo que pudiera designarse de un modo tal que el objeto evocado fuera lo mismo para cualquiera, es decir: que fuera lo mismo que las palabras y tuviera una duración y una historia semejantes, y recaemos en la necesidad y la imposibilidad del arquetipo: las palabras, en fin, no son objetivas: de allí la dificultad de trascender el analfabetismo funcional o traducir sin que algo se pierda, algo se gane y algo se modifique para que las palabras y lo que evocan tengan sentido.


6.
Un enunciado tan bueno como cualquiera otro: lo único que las palabras pueden designar son ideas.
Escrita la frase anterior, se cae de nuevo en la imposibilidad: las palabras no son ideas, sino el vehículo mediante el cual se transmiten. De ser cierto esto último se podría dormir a gusto, porque las ideas pertenecerían sólo al reino de las palabras.
Pero las ideas no existen objetivamente en tanto no se conviertan en palabras, al igual que un libro no tiene vida propia si no se escribe.
Al convertirse en palabras, las ideas tienen varios destinos posibles: desaparecer en el momento de enunciarse, quedar fijas en el texto o convertirse a su vez en objetos que se perciben y modifican e interactúan entre sí y con las necesidades “objetivas” (por algo la palabra), de diversos emisores y receptores que las hacen devenir. Pero las ideas nunca serán un “objeto objetivo”. Aunque las ideas sigan el mismo proceso del objeto, aunque sean un instrumento para modificar el entorno y la concepción del objeto, siempre serán palabras y se resolverán en palabras. El “objeto objetivo” simplemente no necesita de palabras para estar siendo.


7.
Si las palabras se designan mediante palabras, también se convierten en objetos, hasta cierto grado. Dicho de otro modo: si las palabras se convierten en objetos, no pueden designarse.
“Esta frase es palabras” parece una obviedad, pero es una contradicción, a menos que la obviedad sea el resultado de la contradicción: en la autorreferencia se anula la evocación, y en el mejor de los casos el efecto es nulo. En el peor (pero ¿desde qué perspectiva moral, que talvez de eso se trate?) las palabras, al designar a las palabras, entran en un loop del que sólo se puede salir renunciando a las palabras y entrando en el terreno de las ideas, que a su vez requieren de las palabras para expresarse: una desviación necesaria y, en principio, lógica.
El ejemplo perfecto son las paradojas de Epiménides, desesperantes como una banda de Moebius (un objeto que existe aunque no pueda designarse y, de hecho, aunque sea imposible su existencia según nuestra percepción del universo y sus leyes):

ESTA ASEVERACIÓN ES FALSA

o más escuetamente:

MIENTO.

Foucault cree que el cuadro de Magritte titulado Esto no es una pipa constituye la imagen de un ideograma (un juego de espejos) y la negación de que la imagen y las palabras sean el objeto. (Se trata de la rosa de Borges, desde luego: la imagen y las palabras son objetos en sí mismos, aunque a la vez nombren o evoquen.)
Pero hay más. La frase

ESTO NO ES UNA PIPA,

junto a la imagen que la acompaña o sin ella, tiene un aire de obviedad que la autorreferencia hace que se resuelva en el plano de las ideas. Decir que una pipa no es una pipa es un juego elemental; es necesaria la definición de “esto” (qué designa “esto”), de “pipa”, de la relación entre la palabra y el objeto, para encontrarle sentido a las palabras, para descubrir el objeto que evocan: para generar una idea.
Si el cuadro se llamara “Esto es una pipa” contendría las mismas paradojas que su contrario, y la simpleza del enunciado (de ambos, en realidad) debe buscar algo de complejidad dentro de un aparato —real o no— de contradicciones —algo que el ideograma es por sí mismo— para poder evocar el objeto (la pipa, la frase debajo de la pipa) y para que la relación entre el objeto y las palabras se complete.
La imposibilidad de la escritura de designar el objeto, de mostrarlo, genera ambigüedad o, más bien, plurivalencia; sólo en las ideas (producto de lo que hay de subjetivo en la percepción del objeto) y en la necesaria contradicción que encierran, sólo por contraste, se puede tener noción del objeto que se pretende evocar.
Se llega así al contraste de percepciones del objeto según el grupo (clase, elite, sector, nación, país, familia) desde el que la percepción se genere y al que pertenezca quien percibe, además de su bagaje personal intransferible. Para un campesino y para un citadino, la frase

ESTO ES UN ÁRBOL

denotará cosas diferentes, igual que para Foucault en contraste con un botánico. (Las comparaciones son siempre necesarias: todo conocimiento es comparativo.)
La frase implica más que el imposible arquetipo del árbol, incluso que la idea de árbol (el objeto trasciende la idea): denota necesidades, perspectivas, utilidad, experiencia de vida.
Un leñador jamás enunciará que “esto” es un árbol: es demasiado obvio que “esto” es un árbol, y esa realidad cotidiana, por su misma cotidianeidad, no necesita de ideas ni de palabras para revelarse. Tendría sentido, acaso, la aclaración del tipo de árbol del que se habla, pero para el leñador ideal en principio sólo existen dos tipos de árbol: los que se talan y los que no se talan, en cuyo caso el enunciado es igualmente inútil.
A alguien que hubiera vivido en medio del hielo o de las arenas habría que explicarle que “esto” es un árbol, y deberá confiar en lo que se le dice. A la vez recurrirá a las ideas y palabras (evocaciones) generadas por sus referentes cotidianos para entender lo que es “esto”, y generará nuevas palabras e ideas para ajustarse a la nueva realidad y a los nuevos objetos, para transmitir su existencia o evocarlos posteriormente.
Dentro de esta lógica, para Foucault el enunciado podría llevar a varias preguntas posibles: “¿Qué es esencialmente un árbol?” o “¿Qué relación tiene el enunciado con un árbol?” Planteado así, el objeto no tiene importancia, sino la idea del objeto: las palabras evocan árboles que, bajo cierta experiencia de vida, serán ideas precisadas por la plurivalencia de las palabras.
La frase:

ESTA PALABRA ES UNA PALABRA: PALABRA.

que es una idea que refiere una idea, y que debería ser tan evidente como un objeto, se convierte en un juego de autorreferencias, connotaciones y significados que ya no puede resolverse en ideas y es, de hecho, una abolición de las ideas y la negación de las palabras como transmisoras de ideas. Las palabras sólo pueden designar ideas, pero no ideas que se autodesignen. Esto nos lleva de nuevo a Epiménides:

TODOS LOS CRETENSES SON MENTIROSOS

y en ese caso

ESTA PALABRA NO ES UNA PALABRA: PALABRA,

ESTO NO ES UN ÁRBOL, Y

ESTA PIPA NO ES UNA PIPA: ESTO ES UNA PIPA.

Lo cual no nos lleva a ningún lado.
Pero ¿es necesario llegar a algún lado? Las palabras, con todo, son sólo palabras, los objetos no necesitan de palabras, y las ideas, aunque precisen de ellas para existir objetivamente, pueden existir sin necesidad de que se las enuncie, y entonces las palabras no tendrían más que una función ornamental.
Lo anterior, desde luego, es falso: las ideas se resuelven en palabras. Las palabras son ideas, aunque no sean las ideas.
Las palabras, también, tienen historia.


8.
En la más pura tradición bizantina, las ideas son las palabras: la coherencia de las ideas depende casi exclusivamente de la coherencia de los enunciados, y más: del orden de las palabras más que de la validez de las ideas que se expresan.
Un enunciado inicial necesariamente subjetivo (“Dios existe”), producto de un acto de fe o una convicción no demostrable físicamente, lleva al encadenamiento de ideas en el que lo importante es la efectividad de las palabras, no la representación de un objeto. Se requiere de un enunciado positivo, autocontenido e imperativo para que la idea funcione.
Un enunciado condicional (“Si Dios existiera...”) lleva a la necesidad de evocar objetos (no la idea de los objetos) y la interacción objetiva con ellos.
En el primer caso (“Dios existe”) las palabras son la idea; en el segundo, denotan ideas, el sueño indirecto del materialismo dialéctico. Muchos materialistas sin embargo, al llegar a la praxis, cayeron bajo en influjo de lo bizantino: la lógica de las palabras negó lo que designaban originalmente —“la realidad”— y creó una representación cerrada y autorreferente de una idea que, en fin, se resolvía sólo en el universo de las palabras. (De Bizancio y Moscú no salió más que la negación de las ideas: como en el caso del objeto, las palabras se resolvieron en designación o descripción; pero no hubo sólo juegos de palabras y con palabras, sino injusticia concreta: ideas objetivizadas. No se tomó en cuenta la historia de las ideas, su devenir, sino que se le dio a las ideas el valor de objetos. Y las ideas sólo pueden ser objetos en el reino de las palabras.)


9.
El esperanto estaba formado por palabras sin historia: el esperanto era su propia historia, jirones de historias contradictorias.
Sin historia (sin un devenir largo y profundo) no hay ideas que puedan denotarse, y que vivan.


10.
La representación implica formas, jerarquías (de las cuales las formas son la parte más visible), discriminación, un valor de uso que se convierte en valor de cambio.
Es imposible pensar en un ajedrez democrático, en el que todas las piezas tengan el mismo valor, las mismas funciones. El resultado sería una suerte de juego de damas (más una habilidad que un arte) o una secuencia previsible que indefectiblemente llevará a un jugador predeterminado a la victoria y a otro a la derrota: la imagen gráfica de las palabras que se designan mediante palabras y mueren de obviedad.
Otro riesgo es el de la confusión. Imaginemos que las figuras del ajedrez poseen todas la misma forma, diferenciadas sólo por su tamaño: los peones son los más pequeños (o los más grandes, si se quiere meter algo de ideología o contradicción en el asunto), siguen los alfiles y así sucesivamente, hasta llegar al rey, en orden ascendente o descendente de tamaños según el valor de cada pieza. En la apertura todo será sencillo: el valor relativo de las piezas será perceptible a simple vista. A medida que se avance en el juego, con la eliminación de piezas, se perderá la noción del tamaño relativo y de los valores asignados a las que resten. (Los jugadores de ajedrez son propensos a la angustia, que disfrutan, pero también al orden, que en este caso es imposible.)
La forma no sirve sin valores, y la representación es ante todo valores, aunque evoque formas.
La representación, en suma, es cruel.


11.
El ideograma es en sí mismo una metáfora. Hacen falta muchas palabras, forzadas en sus valores convencionales, para lograr un efecto similar, e incluso para describirlo. Las palabras no son metáfora: la construyen.


12.
¿Qué palabra representa a las palabras?
En tanto idea, ninguna. En tanto objeto, cualquiera.


13.
Sólo dentro del universo de las palabras el concepto “objeto” (la idea del objeto) tiene sentido: los objetos “reales” son disímiles y múltiples (no hay objeto que sea “el objeto”, y no pueden fijarse arquetipos). Los atributos de cualquiera contradicen los de cualquiera otro; es el contexto lo que afirma.
El objeto, en las palabras, es idea. Es decir: no puede designarse, sólo ser evocado. Ése es otro modo de plantear lo enunciado en el primer párrafo de este ensayo. Esta frase, pues, es una idea. O: Esta frase, pues, es una idea: O: Esta frase, pues, es una idea: O: Esta frase, pues, etcétera.
La idea devenida en palabras, sin objetividad, es sólo palabras.


14.
Las sensaciones: no pueden expresarse en palabras inequívocas: es necesario recurrir al símil para evocarlas, es decir a la contradicción, a metáforas por lo menos básicas. (Quizá, en este caso, el ideograma sea más objetivo que las palabras.)
A la aseveración “Es suave”, seguirá lógicamente la pregunta “¿Como qué?” Porque el objeto puede ser suave —o duro o frío o feo— de muchas maneras, a veces contradictorias o excluyentes. La representación del objeto, además, estará sujeta a los valores, ese terreno pantanoso.
(Otra idea tan buena como cualquiera: hay más cercanía con el objeto en un lenguaje “primitivo” de señales y onomatopeyas que en el lenguaje de las palabras. Las ideas, quizá, alejan a las palabras de la objetividad, y no hay palabras sin ideas.)


15.
Las palabras evolucionan; las ideas se refinan —nacen, crecen, se reproducen y, en la medida en que desaparecen o se disgregan para dar lugar a otras, mueren: el destino de los objetos—, y van evolucionando y deviniendo en tanto las palabras las expresen mejor. Las ideas hacen que las palabras evolucionen en su capacidad denotadora, y con ellas (con ambas) se modifica la percepción y la evocación del objeto.
La palabra escrita inmoviliza los objetos; las ideas que se fijan en el texto. A cambio, la escritura preserva buena parte de la memoria de la especie y comunica en proporciones potencialmente vedadas a la palabra hablada.
La palabra hablada denota la esencia de las ideas: en la secuencialidad hay descripción, pero también desarrollo, evolución, debate. Las ideas se modifican desde el momento mismo de enunciarse. Pero la palabra hablada es también la inmovilidad del objeto, porque no deviene a su ritmo ni del mismo modo; es la idea del objeto la que cambia.
Es decir: en las palabras, el objeto es abolido en su naturaleza cambiante. Como compensación, la idea del objeto se vuelve dinámica


16.
Los ideogramas son simuladores del objeto. Las palabras remiten a ideas en las que el objeto es evocado, pero no hay siquiera el intento de representar (simular) el objeto sino a través de metáforas, que son una opción objetiva falsa.
Las metáforas buscan lo esencial (desde un nivel subjetivo) del objeto. Pero el objeto no es su esencia: el objeto es a secas. El concepto “esencia” pertenece al mundo de las ideas, no de las cosas. Lo esencial sólo puede plantearse y ser en palabras.
Las ideas plantean una realidad diferente de y para el objeto; el vínculo entre la idea (esa realidad alterna) y el objeto son las palabras. Sin palabras no puede existir una identificación entre el objeto y las ideas del objeto o la influencia de las palabras sobre la percepción del objeto. Mientras más complejo el significado de las palabras, mientras más amplio el universo de denotaciones y connotaciones, más ricas las ideas y más rica la percepción de los objetos y la interacción con ellos, la noción de la interacción entre ellos.
Allí encuentran su abono la historia y la idea de historia.
(La historia tampoco es: depende de las palabras. El objeto sólo tiene historia, entonces, cuando se percibe en palabras. Es decir: cuando se erige en idea.)


San José, junio-julio de 2000

sábado, enero 20, 2007

Desfile. 1979-1981

Fragmento del texto Mujer en la ventana, inédito, escrito entre 1979 y 1981.




Mira: son la tiritas de papel de colores, serpentinas que caen hacia arriba y, sí, es el desfile otra vez, lleno de coches que van para dónde y de gente que ríe para qué y de muchachas arriba de las carrozas y las flores y que agitan las manos con sonrisas para quién y desde el fondo de qué lugar escondido tras esos pechos cubiertos de lentejuelas bordadas en tafetán del más brillante
y hay un señor de chistera en esa carroza, ¿lo ves?, esa carroza que no es carroza, y viste un smoking que sólo puede ser rentado y su cara de rockefeller en su noche de derroche en un restaurante muy caro de más allá de los mares, pero sólo es la actitud, la ac-ti-tud, porque rockefeller nunca estaría tan pálido como él, ni tan flaco y encorvado de tantas hambres que ha pasado en la vida y en el último mes en particular porque tuvo que ahorrar y ahorrar para el alquiler del smoking sólo para este desfile, sólo para subirse en esa carroza, sólo para que lo vieran sonreír así, como nunca había sonreído; podrías jurar que cuando el sol caliente otro poco más, no mucho más, se desmayará y se caerá del toldo de ese chevrolet 53 cubierto con adornos de papel de china; un señor —sí, ése mismo— que gesticula y grita pero quién va a oír lo que dice, porque el ruido, ¿sí te das cuenta?, el ruido no deja oír ni siquiera la voz que sale del pecho de uno mismo, es decir tu pecho, y la gente, mucha gente, caminas entre oleadas de gente que no te dejan atravesar la calle y llegar hasta donde está Ella, nunca se podrán juntar tú y Ella, dónde está Ella, no hay Ella, no te preocupes, sólo estás soñando con un desfile, con un montón de carrozas que reptan lentamente por la calle, el señor de chistera que se te hace tan pero tan conocido, casi podrías decir su nombre, casi podría tener tu nombre, como si ayer mismo por la noche, antes de dormir y soñar, hubieras platicado horas y horas con él mientras se emborrachaban y cantaban juntos canciones del alma y se decían abrazados eres mi mejor amigo, de veras eres mi mejor amigo, salud; y no es que el tipo de chistera te caiga bien: los amigos necesitan ser simpáticos para ser amigos ni los parientes (pariente: que está pariendo; no seas tonto)
y ya vas a despertar, ya casi, unos minutos o segundos más, quizá ya abriste los ojos tentativamente, pero si los abriste sigues viendo hacia dentro y lo que ves son las tiritas de papel tiritante, serpentinas que caen hacia arriba, y el confeto también, mucho confeti, una maravilla de papel coloreado que intenta caer hacia abajo pero en vano porque Newton no vino al desfile, porque el mundo de esta película está loco: ¿ya viste que el señor de la chistera —pariente o amigo o lo que sea— está cabeza abajo y así va subido en el coche, y el coche también va al revés, con las llantas bien pegadas al aire, a los papelitos que danzan sobre el aire, la cabeza de todos cabeza abajo, y tú recuerdas —sí, estás a punto de despertar, faltan apenas unas micras, no más— que ya has tenido antes este sueño, que hace mucho tiempo tuviste siete años, igual que ahora en el desfile, y que una vez, sólo una vez, fuiste a aquel restaurante que estaba —está— en la casi esquina de Insurgentes y Antonio Caso con tu madre y tu hermano, qué pobrecitos éramos en aquel tiempo, es decir ahora mismo, con el mundo al revés y todo

Trece: Mujer en la ventana

Fragmento de la novela Trece, publicada por el Instituto Mexiquense de la Cultura, Toluca, 2003, y por editorial Cénomane en Le Mans, en 2006, en traducción de Thierry Davo.




Con las primeras mujeres hubo algo de maravilloso que no podía repetirse, y que no se repitió. Había una sorpresa en cada cosa que ocurría. Después uno creyó que las cosas eran tan sencillas como esas primeras veces, como con la primera mujer: se guiaba por los gemidos, por las reacciones del cuerpo que tenía entre los brazos, a veces violen-tas, a veces de una sutileza enloquecedora. No había recetas, no había premeditación: un movimiento llevaba al otro, un toque daba la pista para el toque siguiente, un beso se convertía en luz o llanto, un olor era el fuego que producía la luz o que evaporaba las lágrimas, todo maravilloso.
Después uno se dio cuenta de que las reacciones pueden fingirse, y que los gemi-dos pueden ser de plástico. Muchas cosas dejaron entonces de tener importancia. La seducción se convirtió en un ritual controlado, en una sucesión de palabras, hechos y pensamientos predefinidos que llevaban a un final egoísta. Si cada uno cumple con su papel, todo está bien: el ritual debe respetarse, el placer debe tener un límite, la pasión es, digamos, algo de lo que se prescinde en aras de que todo vaya como debe ir.
Uno empieza a ponerse viejo cuando ya no sabe qué reacción del cuerpo o del es-píritu es cierta o falsa, qué sonrisa esconde amargura, qué indiferencia esconde sonri-sas, qué gritos de odio esconden amor, qué gemidos son de aburrimiento y cuáles de placer, qué nombre es el que uno mismo pronuncia con deseo y cuál con lástima o de-sesperación. Uno se pone viejo cuando necesita convencer al compañero de cama de que todo está bien, de verdad, fue único, nunca como hoy, te amo.
La segunda fue la mujer de la ventana. Era la mujer perfecta y lejana (perfecta por lejana) que no exigía nada sencillamente porque no existía, y a la que no le pedía más que ser el material del que estaban hechos mis sueños. Yo tenía quince años y tanto amor que sólo podía dárselo a alguien que pudiera vivir sin él. Era amor, de eso nunca hubo duda. Un amor tan profundo como todos los amores imposibles e inexpertos, tan egoísta como el amor de un niño. No había hablado jamás con ella (¿cómo hablar con un sueño?), no la había visto en otro lugar que no fuera su ventana, en la planta alta de una casa verde del puerto, detrás de unos cristales, asomada hacia la calle con unos ojos que apenas adivinaba, pero que en mi imaginación contenían el universo.
Se paraba del otro lado de su ventana a eso de las tres de la tarde y se quedaba allí media hora, quince minutos, una hora, toda la eternidad, viendo hacia ninguna parte. Desde mucho antes de la hora me paraba del otro lado de la calle, apoyado en un árbol que era incapaz de ocultarme, pero que me mantenía aferrado al mundo. Me apoyaba en él y sentía en el brazo la textura rugosa de su corteza; me raspaba, me dolía, dejaba marcas. El dolor era algo terrenal que evitaba que me volviera loco de amor. Ella no parecía fijarse en mí. Miraba hacia el frente, por encima del árbol que me protegía, como viendo algo que estuviera oculto a los ojos humanos. Detrás de mi árbol no había nada: un terreno baldío, la pared trasera de una casa y, muy al fondo, un cerro plagado de viviendas miserables. Ella miraba más allá de todo eso: ¿cómo no amarla?
Y siempre el aire del mar, que formaba remolinos a mi alrededor. El mar estaba a sus espaldas. Hubiera sido el colmo de la poesía que mirara hacia el mar.
La mujer de la ventana vivía a unas seis o siete cuadras de mi casa, en una de las calles más populosas del puerto: un suspiro en medio del estrépito. La gente, mucha gente, formaba a mi alrededor una coraza móvil que me daba el valor de estar allí y de verla, sólo verla. Sudaba. El sol era intenso, pero el calor venía de adentro, de un lugar indefinido entre el estómago y la pelvis.
A mi alrededor pasaban las mujeres semidesnudas que sólo se encuentran en los puertos: mulatas de cuerpos sorprendentes, rubias de piel tostada, ancianas en las que aún podía adivinarse la sensualidad que las poseyó cincuenta años atrás. Apenas me daba cuenta de que existían.
No pensaba en nada mientras veía a la mujer de la ventana; sólo la veía. Era impo-sible adivinar su edad; la distancia era mucha y su figura se desdibujaba tras los crista-les. Sospechaba que tenía entre 23 y 28 años, un terreno lo suficientemente amplio pa-ra inventar historias en las que ella era la protagonista principal, a veces —casi siem-pre— la única. A cada edad, imaginaba —ahora lo sé—, pasan cosas que sólo son propias de esa edad; cada edad que le daba a la mujer de la ventana le otorgaba un ca-rácter diferente, una voz diferente, diferentes sueños.
La intensidad de la luz determinaba la nitidez con la que la veía a través de su ven-tana: a veces el sol era violento y apenas adivinaba su silueta, desdibujada como cuan-do uno está en medio de una borrachera. A veces estaba nublado y veía con una clari-dad alucinante sus vestidos floreados de colores tan vivos que parecían moverse, sus piernas bien formadas, las manos recargadas contra un reborde de la ventana.
Quince minutos. Una hora. Media hora. Hubo un par de veces que se quedó allí toda la tarde, un regalo maravilloso. Su quietud era casi total: sabía que estaba viva porque de tanto en tanto cambiaba su pie de apoyo.
(Fue entonces, sin llegar a concebirlo, que supe que los humanos hacen mucho de lo que hacen para darle un nuevo, desesperado e inútil sentido al tiempo: deportes, drogas, sexo, cine, libros… Un corredor depende de cada centésima de segundo para ganar, para vivir más. Vive en cada centésima de segundo, vive cada centésima de se-gundo, siente pasar por su cuerpo cada número del cronómetro, siente cada gota de sudor y cada gota de resequedad en la boca, cada grano de polvo que los zapatos arrancan de la pista. Cada fracción de segundo es larga como cien años, como estar ahogándose. En el sexo también hay una noción de cosa eterna, de tiempo que no puede terminar nunca porque siempre estará sucediendo eso, esa sensación, ese roce, esa monotonía deliciosa e injustificada. La explosión debe ser placentera a un grado casi insoportable, o nada tendría sentido: después vendrá el tedio del tiempo que pasa al ritmo de siempre. Las drogas dan más de lo que ofrece cualquier religión: la eterni-dad en una dosis. ¿Quién no está harto del tiempo? Cuando quise ser escritor sentía que encerraba el tiempo en una cajita. Ahora mismo trato de encerrar el tiempo en una cajita. Si alguien lee este cuaderno será porque estoy muerto; pero seguiré viviendo y escribiendo mientras alguien lea esta frase, esta palabra, este punto y seguido. Seguiré vivo entre las tapas de este cuaderno porque aquí es donde he estado más vivo que nunca y que en ninguna parte: aquí se encierra lo que vale la pena de todos mis años. O no; quién puede saberlo. Aquí es donde el tiempo no tiene sentido: no hay tiempo más allá de la última palabra que escriba. Aquí es donde no importa más que el hoy, el hoy, el hoy, mi pluma que se desliza sobre las hojas. Siempre se vive en el hoy. Estoy vivo hoy porque estoy escribiendo. Hoy. Y tú, quien seas, lees a medida que escribo. Si todo resulta como debe resultar, en este momento —tu momento— soy un montón de ceniza. No tengo conciencia. No tengo deseos. No tengo pasado. He roto con el presente. Estoy muerto. Y sin embargo aún faltan nueve días para morir. Cuando leas la palabra FIN, si es que escribo la palabra FIN, el tiempo volverá a su cauce normal. Si lees FIN es porque has participado en mi muerte: en el momento en que termines de leer me habrás matado. Y quizá de eso se trate: de hacerte cómplice de mi muerte.)
Fueron tres, cuatro meses de ver a la mujer de la ventana desde mi árbol. Mientras la veía no existía el tiempo del modo que existía en los demás lugares del mundo, no había pensamientos, no había más que mis ojos y ella. Después, de regreso en casa, con la luz apagada, armaba historias en las que era la protagonista. La oía hablar, aun-que no conocía el tono de su voz. La sentía respirar sobre mi cara, exhalar su último aliento en mi cuello o entre mis labios. A veces la veía desnuda, perfecta, y tocaba su piel, y era como tocar un trozo de neblina. A veces la veía bailar, y sus pies no llega-ban al suelo. No podía imaginar un nombre para ella: ¿cómo darle nombre a la belleza? Era casada, de eso no había duda: por las noches entraba en el garage de su casa un automóvil con un hombre dentro; un hombre común y corriente, moreno, de bigote, con el pelo corto y un portafolios. El que fuera su esposo no significaba absolutamente nada: ella no haría el amor con él, no le hablaría durante la cena, no le serviría la cena, no lavaría sus platos ni ninguno. Era incidental que su marido viviera con ella, y que fuera su marido; incidentalmente dormían en la misma cama, pero él era tan incapaz de tocarla como yo, o de oír su voz o de verla de otro modo que no fuera como yo la ve-ía: una imagen difusa detrás de los cristales de una ventana.
En esa época veía todos los días a T., mi primera amante. Era una mulata seria que vivía en un cuarto, en la parte pobre del puerto. La había conocido casi por casua-lidad, una tarde en que ambos estábamos perdidos; una historia como todas las que no vale la pena contar. Mi madre nos había visto un par de veces caminando de la mano por el malecón.
—No te cases con una negra —me decía—. Tus hijos van a sufrir. Nadie quiere a los negros, y menos a los que se casan con blancos.
Por las tardes, después de hacer las tareas y de ver a la mujer de la ventana, iba a casa de T. y sudábamos y gritábamos hasta las ocho de la noche. Regresaba a casa, cenaba y me metía en mi cuarto a soñar. Cuando estaba con T. pensaba también en la mujer de la ventana, pero mis pensamientos no tenían que ver con sexo. La imaginaba detrás de los cristales, con los ojos clavados en ninguna parte, a veces cambiando el pie de apoyo. Jamás se me ocurrió fantasear que lo que hacía con T. lo hacía con ella; T. únicamente era el vehículo para que el tiempo funcionara de otro modo, para que la mujer de la ventana estuviera en esa otra dimensión en la que el placer físico y el pla-cer de recordarla fueran exactamente lo mismo. (Vi a T. durante algo más de un año. Antes de cierta Navidad me dijo que se casaría, que se iría a vivir a Estados Unidos con su esposo. La última vez su cuarto estaba vacío; ya había mandado a la central de autobuses las cosas que no había regalado. Sólo la cama estaba allí, con un colchón más desnudo que nosotros. Estaba pintado con las manchas oscuras del sudor antiguo. Lloró mientras hacíamos el amor y después se fue.)
Al tercer mes dejó de llegar el marido de la mujer de la ventana. Ella seguía apare-ciendo a la misma hora, en el mismo lugar, en la misma posición, con la misma mirada que no alcanzaba a distinguir. Un par de veces me pareció que me veía, y el mundo se detuvo en seco. Me quedé recargado contra el árbol, rodeado de toda la gente que pa-saba con sus olores y prisas, y descubrí que estaba solo.
Cuando regresaba de ver a T., las cortinas de su casa estaban corridas y, si acaso, se veía un hilo muy delgado de luz por los intersticios. (Intersticios: qué palabra pe-dante.)
Un día oscureció y ella seguía en la ventana. Hacía meses que montaba guardia todas las tardes para verla y nunca se había quedado tanto tiempo. Hizo algo que nun-ca había hecho: abrió la ventana, se recargó en el marco y me miró de frente, sonrien-do. Mi cuerpo se quedó hueco. Alguien me arrancó las vísceras de golpe. (Fue la pri-mera vez que morí.) Pensé en ir a casa de T. para fantasear con esa mirada. Ya había pasado la hora de la cita, aunque todavía podía encontrarla. Pero los muertos no cami-nan.
La mujer de la ventana me hizo un gesto con la mano para que esperara. Desapa-reció de su lugar. Quise correr, pero los cadáveres no corren, y mi cadáver la esperó.
La puerta de su casa se abrió y ella apareció de cuerpo completo, por fin bien de-finida gracias al alumbrado público, que acababa de encenderse. Caminó hacia mí con una sonrisa grande. Movía el cuerpo con una naturalidad que no imaginé en mis sue-ños; las películas de vampiresas hacen estragos con la imaginación.
A medida que caminaba se fue haciendo más pequeña. Hasta ese momento la había visto desde abajo, desde mi árbol, mientras desplegaba su inmensa belleza a tra-vés de la ventana. Cuando estuvo frente a mí apenas me daba al hombro.
—¿Por qué no vienes y tomas algo? —me dijo.
Se dio la vuelta y caminó de regreso a su casa. La seguí. Antes de entrar vi a mi madre pasar en el coche.
La casa de la mujer de la ventana era más normal de lo que hubiera querido. Los muebles eran de los que se compran en cualquier tienda departamental. Había un par de libreros llenos de adornos, sin libros. El aire del mar entraba por unas ventanas traseras que estaban abiertas de par en par (las del frente, hasta ese día, habían estado cerradas). El baño era de mal gusto, de un diseño que pocos años antes hubiera sido modernista y ahora era simplemente feo, con una cortina llena de flamingos color pas-tel.
Me dijo que me sentara. Su voz era un tanto aguda, aunque agradable. No era una voz dulce, ni siquiera sensual; era la voz de cualquier mujer. Tenía los ojos oscuros y esa sonrisa entre tímida e insinuante que sólo he visto en las costeñas. Durante todo el tiempo que llevaba de verla me había parecido que era blanca; en realidad era morena, bastante morena.
Platicamos durante un par de horas. Me preguntó que por qué me paraba frente a su casa para verla; le contesté que no sabía. Me preguntó a qué me dedicaba; a estu-diar, le dije. Qué edad tenía. Cómo me llamaba. Si mi madre era la señora del sedán, la que se parecía tanto a mí. Me habló de sus discos favoritos (la música que sonaba en la radio), de un par de fiestas a las que fue cuando tenía mi edad (confesó treinta años, y me di cuenta de que ya tenía algunas arrugas en esos ojos que de lejos se veían perfec-tos), de lo alto que era. Era una esfinge sin enigma. No era tonta ni fea: era una mujer como tantas. La había hecho diferente el hecho de estar detrás de una ventana, tres o cuatro metros por encima de mi cabeza, como una imagen en un iglesia o sobre una puerta colonial. Había sido diferente porque yo la había visto. Se tomó seis cervezas mientras platicábamos; yo acepté un par de vasos de agua de sabor a la que le sobraba azúcar y la faltaba misterio.
A las nueve de la noche me besó.
T. disfrutaba del sexo sólo porque lo disfrutaba; la mujer de la ventana tenía nece-sidad de sexo, igual que alguna vez tendría necesidad de comer o rascarse o vestirse de azul. No había disfrute en ella; había necesidad.
Despertamos a las dos de la mañana.
—¿Te parece que soy bonita para mi edad? —me preguntó cuando regresó del baño.
—Eres bonita —le dije.
—¿Te parece que merezco un buen hombre?
—No sé —empecé a vestirme—. Tengo quince años.
Me abrazó cuando trataba de subirme el pantalón. Casi me caí y me sentí ridículo. Ella quería jugar, pero no había diversión en su juego. Era un juego instintivo. La mu-jer de la ventana era un ser instintivo.
—Todas las tardes me ponía en la ventana sólo para que me vieras. Nadie me ha visto como tú —confesó—. ¿Qué sentías cuando me veías?
—Amor —le dije.
—Qué tierno —me besó—. Vas a regresar, ¿verdad?
—No —le dije.
Desde ese día, cuando estaba con T., a veces fantaseaba con las horas que estuve con la mujer de la ventana, pero en general no pensaba en nada; sólo me deslizaba por el tiempo que se extendía más allá de los brazos de T.
Quizá la mujer de la ventana hubiera sido el amor de mi vida si no la hubiera oído hablar y si no hubiera estado en su cama, si la hubiera conocido unos años después, si no hubiera sido tan real, si el placer no hubiera sido tanto. Porque hubo placer. Dema-siado placer. Más del que nunca me dio T. Los amores ideales no son placenteros. Si no duelen, no sirven.
Cuando llegué a casa, papá y mamá estaban despiertos, sentados en la sala, en pi-jama. Mi padre me miró con severidad cómplice; mi madre con odio.
—¿Y bien? —dijo mamá—. ¿Qué explicación tienes?
—Ninguna —le dije.
—Dile algo —apremió a mi padre.
—Ten cuidado con esa mujer —dijo papá—. Lo que dicen de ella no es bueno.
—¿Qué vas a hacer si la embarazas? ¿Me puedes decir? —gritó mi madre.
—Tengo sueño —les dije—. Quiero dormir.
—Mañana vamos a hablar —dijo papá guiñándome un ojo.
—¿Así nada más? —protestó mamá—. ¡Es un niño y no tiene por qué saber cier-tas cosas!
—Vete a dormir —dijo mi padre—. Mañana hablamos.
Papá y mamá se gritaron durante un buen rato. No quise entender lo que decían.
Muchos años después mamá me preguntó qué había pasado entre la mujer de la ventana y yo.
—Nada —le dije.
Era cierto.

Borradores

Inicios de novelas negras, escritos entre 1987 y 1989.




Cuando la vi por última vez lucía mal. El rojo nunca había combinado con su color de piel y allí, sobre la acera, la muerte tampoco combinaba con su piel ni con nada. Era una mujer digna de mejor muerte. La horca, por ejemplo.

* * *

Vivir metido entre la mierda no es difícil. Te acostumbras. Lo difícil es mantener la nariz por encima de la línea de flotación. Si metes la nariz, estás perdido. Si alguien llega y logra hundirte la cabeza, estás perdido. Te ahogas en mierda. Lo peor es que casi siempre se trata de tu propia mierda, y ésa es la que da más asco.

* * *

Los imbéciles no siempre son los que se mueren primero. A veces tienen suerte y se pasan la vida metiéndose en problemas y metiendo en problemas a la gente. Se ponen la pistola entre los ojos, disparan y fallan el tiro. Y, cuando fallan, alguien que vale la pena anda por allí para recibirlo. Los imbéciles a veces son gente con suerte, a veces no. Como todo el mundo.

* * *

Desde la muerte de N*** no he salido de casa. Allá fuera hay gente. Hay una bala o un carro a exceso de velocidad o una ventana abierta.
También podrían venir a buscarme; entrar aquí es fácil. Quizá estoy jugando al estúpido y ya me olvidaron, o nunca pensaron en deshacerse de mí.
No quiero averiguar.
Y, aunque saliera otra vez a la calle, aunque pasara un año o diez y nada ocurriera, no habría forma de librarme del miedo que me clavaron para siempre.


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Borrador para Los héroes tienen sueño, escrito en algún momento entre 1987 y 1989. El personaje narrador, con modificaciones, se tranformaría en el narrador de Los héroes. En esa novela el personaje no tiene nombre; en Al director no le gustan los cadáveres y en Cualquier forma de morir se le menciona con el apodo de El Profesor, "tan helado como una culebra que hubiera estudiado matemáticas".




–El comandante lo espera –dijo la muchacha.
Vestía un uniforme severo, mitad militar y mitad de hospiciana. Era tan joven que daban ganas de sonreírle. Uno hubiera esperado encontrarla en una secundaria o una heladería, vistiendo minifalda y luciendo con descaro las piernas, y no allí, en la antesala del ministro del Interior de un país tan caliente.
En la calle uno podía darse cuenta de que los jóvenes no abundaban; habían muerto miles en la guerra, hacía cuatro años. Sin embargo parecían salir de todas partes, orgullosos, demasiado seguros de sí mismo, en forma de policías mal vestidos y con armas viejas o de soldados sudorosos y con cara de tomárselo en serio. Casi todos eran adolescentes jugando a cosas de adultos. Pero no jugaban: estaban dispuestos a morir y, sobre todo, a matar por motivos que no terminaba de entender.
Era lo que había tratado de averiguar durante buena parte de mi vida: los motivos necesarios para matar. Yo lo había hecho, una vez, sólo una vez, y seguía sin encontrar una razón suficiente. Pero todos allí parecían orgullosos de la muerte, de su muerte, de las muertes que debían. Si es que las debían: ¿quién se las iba a cobrar? Las muertes en guerra son justas, excepto cuando uno pierde. No hay castigo para los que ganan.
Me preguntaba si algún acto en la vida podía quedar sin castigo.
–¿Señor? –dijo la jovencita.
–¿Sí?
–El comandante lo espera.
Lo dijo como si no entendiera por qué no había saltado de gusto, corrido por las paredes y después abierto la puerta para tirarme a los pies del comandante.
–Gracias –le dije.
Abrí la puerta y choqué contra una pared de frío. Parecía que el motor del aire acondicionado se iba a romper; zumbaba como una convención de mosquitos hambrientos. Había una alfombra verde violento, las paredes forradas de libros. En medio de uno de los libreros había un bar lleno de copas, vasos y botellas desordenadas, un refrigerador pequeño, mezcladores. Quizá no estaba tan desordenado; más bien parecía que todo había sido colocado cuidadosamente para que diera una impresión de descuido y casualidad.
El comandante estaba sentado detrás de un escritorio, que evidentemente le quedaba grande. Tenía la cantidad justa de papeles para que uno pudiera decir que se pasaba todo el día trabajando. En esos momentos examinaba el contenido de una carpeta, lápiz en mano, con una expresión tan concentrada que resultaba obvio que estaba fingiendo. A la gente le gusta hacerse la ocupada.
–Ah, mi amigo –dijo por fin dando una palmada sobre el escritorio–. Me encuentra en un momento difícil, pero siempre es grato recibir al emisario de un país tan querido como el suyo.
Pensé en veinte respuestas y no se me ocurrió ninguna. Por lo menos sonreí.
–¿Un trago? –dijo el comandante poniéndose de pie–. Acaba de llegarme un vodka estupendo, finlandés. Uno no cree que los finlandeses se dediquen a fabricar vodka. Pero se lo recomiendo especialmente.
–Agua mineral, gracias.
Me llegaba abajo del hombro. Vestía un uniforme de soldado raso y lentes gruesos y feos. Sirvió el agua mineral en un vaso largo sin dejar de medirme. Tenía ojos agudos, como de sastre que calcula las dimensiones del señor gordo. No me gustaron. Él mismo no me gustó. Tenía aire de burlarse del mundo, y quiza así fuera.
Llenó el vaso de más. Me lo tendió.
–Prefiero el ron –dijo–. Dirán que soy contrarrevolucionario, pero me gusta el Barcardí. Es... cómo le diré... más bravío que el Havana Club. Éste será un país verdaderamente grande cuando fabrique un buen ron.
Se rió. Tampoco me gustó su risa.
–Brindemos por la amistad –dijo alzando su vaso– y por la grandeza de dos países como los nuestros, un solo corazón y el mismo ideal: la libertad.
El agua mineral estaba tibia, perfecta para un brindis como aquél. Había brindado por putas famosas, por putas desconocidas, por putas heroicas, por actrices que parecían putas y por putas disfrazadas de condesas, pero nunca por la libertad. Me preguntaba por qué brindaría el comandante con sus amigos, cuando ya estaba borracho. Por las putas, suponía.
–¿Cómo está México? –preguntó–. Es un país en el que me gustaría vivir. Pero la revolución me tiene encadenado. A veces los problemas son tantos que quisiera renunciar e irme, pero no puedo abandonar a mi pueblo.
Me miró como si esperara una respuesta. A cambio metí la mano en la bolsa interior del saco y saqué los papeles. Se los di.
–Mis credenciales –dije.
–Sí –dijo–. Sí, sí.
Se puso serio y fue a sentarse detrás del escritorio. No me dijo que me sentara y me quedé donde estaba. El aire acondicionado empezaba a cerrarme la garganta.
–Vaya –dijo leyendo los papeles–. Vaya vaya.
–¿Hay algo mal?
–No, espero que no.
Tardó quince o veinte minutos en leer todas las hojas, a pesar de que sólo eran tres: dos de la carta del secretario y una con mis datos y la autorización. Estaba pensando qué decirme, era obvio.
–No entiendo –dijo por fin, mirándome a los ojos.
Tuvo que alzar mucho la cabeza, pero no hizo que me sentara. Peor para él.
–Me dijeron que aclarara sus dudas.
–No hay dudas, ése es el problema. Lo que aquí me piden es que le dé ayuda para que usted observe cosas que... vaya... que tienen que ver con la política interna de mi país. Si no viniera de su gobierno, inmediatamente llamaría a la prensa para denunciarlo como un grave intento de injerencia. ¿Me comprende?
–Sólo soy policía.
El comandante miró una de las hojas.
–Aquí dice que estudió sociología.
–No terminé la carrera.
–También criminología.
–Sí.
–¿A qué rama de la policía está adscrito?
–Seguridad del estado. Le dicen de otro modo.
El comandante se puso de pie, cerrando con un golpe la carpeta.
–Es inaudito –dijo–. Es humillante. Es indescriptible.
Puso la misma cara que le vi una vez a un cura acusado de seducir jovencitas.
–¿Se da cuenta de lo que pretenden?
–Me dijeron que pidiera información y que examinara el lugar del crimen. De ser posible que hablara con algunas personas –saqué un sobre de otro bolsillo–. Aquí está la lista.
Abrió el sobre con rapidez y leyó.
–Yo estoy en tercer lugar.
–Me dijeron que hablara primero con usted.
Se sentó otra vez, con expresión conciliadora.
–De acuerdo. Lo que no entiendo es por qué no se comunicaron con mi gobierno por los cauces diplomáticos acostumbrados.
–No sé.
–Era más sensato enviar a alguien de la embajada. Siempre nos hemos hablado con franqueza. ¿Por qué a un... policía?
–Fue un asesinato. Los policías investigan asesinatos.
–Usted no es de homicidios. Y, si lo fuera, no tendría por qué venir a mi país. Disculpe, pero esta situación me altera.
–Tengo que informar hoy mismo sobre su respuesta.
–Vaya a su hotel –dijo–. Necesito hacer algunas consultas.
Parecía cansado.


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Borrador para De vez en cuando la muerte. La idea original, escrita en 1989 o principios de 1990, no funcionó, pero hubo elementos ede ambientación para dos escenas en una morgue y algunos detalles del personaje central.




Estaba muerta. Tenía el maquillaje corrido, el pelo revuelto y el cuerpo de siempre: bien formado y pálido como la piel de las gallinas. Las marcas casi negras en el cuello no la habían mejorado, pero al menos ya no hablaba.
–¿Sí es? –me preguntó el de la morgue. Tenía cara chistosa.
–Sí.
–Bueno –dijo.
No me gustó que alzara la sábana más de la cuenta, ni que la mirara con aquellos ojos; era mi esposa y uno tiene que ponerse celoso cuando miran así a su esposa. Estaba tan desnuda como la madre que la parió, pero era mi esposa. No la veía desde hacía más de tres años y había dejado de quererla hacía miles, pero era mi esposa. Tampoco podía evitar que la viera de aquel modo: cuando uno se muere pasa a ser del dominio público. Había entrado al gran mundo del dominio público, como si nunca hubiera estado allí.
–Lástima, ¿verdad? –dijo el hombre.
La tapó.
–¿Qué más hay que hacer?
–Firme en el libro y llévesela. Por ahí deje algo para los refrescos.
Para los refrescos. ¿Cuánto se le da al tipo de la morgue por un cadáver? Mucho dinero, suponía. O muy poco. No lo mismo que a una mesera o a un taxista. Y ¿cómo transporta uno el cadáver de su esposa? Tenía que hablar por teléfono para ver si los de la funeraria podían hacerse cargo. A la mierda las funerarias. Encima de todo iba a tener que pagarle el entierro.
Salimos de la sala y caminamos por un pasillo larguísimo. El aire ya no olía a cadáver, pero estaba seguro de que iba a sentir aquel olor por el resto de mi vida. Ahora, todavía, a veces me despierto con el olor a cadáver y formol clavado más allá de la nariz. Es algo de lo que el cuerpo no puede deshacerse, igual que del miedo a las alturas y a los aviones que caen en picada.
–¿Cuándo le avisaron? –me preguntó el tipo. Parecía que la libreta de registro se iba a deshacer.
–Hace dos horas. Había mucho tráfico –dije–. ¿Dónde firmo?
–Donde está el nombre de la señora.
La señora.
–¿No encuentra el nombre? –me preguntó.
–No.
De pronto no recordaba el apellido de la mujer que había vivido conmigo durante tantos años. Algo se me atravesó en la garganta; era trágico.
–Déjeme ver –dijo.
Se puso a buscar. Buscó tres o cuatro veces. Me miró como si me viera por primera vez y volvió a buscar. Pasaba las páginas lentamente, rápidamente, leía uno a uno los nombres y luego ni siquiera se paraba a leer. Nada.
–¿Cómo se llama usted? –me preguntó.
Le dije.
–No, no está.
–No tiene por qué estar –le dije.
Me estaba aburriendo.
–¿Cómo dice que se llamaba su esposa?
–¿A quién carajos le importa cómo se llaman los muertos?
Me miró con lástima.
–Ya sé que está alterado, pero no la agarre conmigo.
–¿Y con quién?
–Con el que la mató.
Me puse a reír.
–Estoy nervioso –le dije.
Le dije el nombre de mi esposa. Volvió a buscar.
–No, pues no está. ¿Está seguro de que así se llama?
–Creo que sí.
–¿Está seguro?
–Sí.
–Entonces va a tener que esperar a que venga el agente del Ministerio Público. Salió a comer y luego se tarda.
Había esperado demasiado. La vida se me iba en esperar. Pero un Ministerio Público es un Ministerio Público. Me senté.


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Borrador para De vez en cuando la muerte, escrito entre 1990 y 1991. Se trataba de desarrollar el personaje de Cristina.




Epílogo

–Entonces –dijo ella– no hubo asesinato. Eso significa que tampoco hubo asesino, y que no hay un misterio que resolver.
–Un caso extraño, realmente –dijo McCall apagando otro de sus cigarrillos con olor a alquitrán; ella frunció la cara con desagrado–. Pero las cosas no son tan sencillas como usted dice. Por supuesto que nadie en su sano juicio diría que se trató de un crimen. Todo fue planeado de manera que alguien poco perspicaz, como los muchachos de Homicidios, dijera que no existe ningún misterio que resolver. Pero usted sabe tan bien como yo que hay un asesino suelto. No somos personas tan en su sano juicio como para negarlo.
–No entiendo –palideció la mujer.
McCall volvió a su sonrisa triste. “Es un hombre guapo”, se dijo ella, pero de inmediato descartó el pensamiento. En realidad, se corrigió, ese bigote entrecano, amarillento de nicotina, luciría bastante mejor en un rostro más vigoroso, el de Paul por ejemplo. Pero Paul estaba muerto. Muerto para siempre. Era una lástima que también McCall debiera morir. Todos los hombres que se habían acercado a ella, excepto uno, habían terminado igual, y estaba segura de que McCall no sería el último en confirmarlo; la sobrevivencia es un asunto arduo, y esperaba vivir una larga vida. Quizá no muy digna de vivirse, pero sí bastante larga. Como la de su padre, ese hombre viejo e indefenso por quien valía la pena soportar incluso la más larga de las vidas.
McCall se puso serio de repente, y ella supo lo que diría de un momento a otro. Había que adelantársele o todo se iría al demonio: la conspiración, el medio millón, el reencuentro con su hijo y, por encima de todo, el honor de su padre y la venganza. Por otra parte McCall no era de los que se dejaban impresionar por un rostro bonito; con él no valía la pena intentar lo que con otros era su mejor arma.
–¿Usted cree en Dios, McCall?
Él se rascó la cabeza. La sonrisa había vuelto. Mientras sonriera ella tenía posibilidades de salvarse.
–Usted ya está dando la respuesta en su pregunta –dijo–. Usted parte de que existe un dios, y sólo me da la posibilidad de responder si creo o no en algo que no está en cuestión. Debería preguntar si creo en la existencia de un dios.
–¿Cree? –debía controlar el temblor de manos. Sólo unos pasos más hacia el buró y todo estaría bien de nuevo.
–Lo he intentado –dijo McCall–, pero no se me da. Uno se acostumbra a tratar con la gente, con todo tipo de gente; eso lo hace a uno escéptico. Además, en mi oficio uno no busca tan lejos la respuesta de las cosas. El cielo está demasiado lejos.
Un paso más.
–En el fondo usted no es tan duro. Lo he visto hacer cosas... uh... muy violentas en los últimos días, pero usted no es eso. Tiene demasiada sangre fría y demasiada precisión para ser realmente así. Usted es un profesional, pero íntimamente es un hombre tierno. A veces me recuerda a mi padre.
–¿Eso le decía a Paul?
Ella dio un respingo. Miró a McCall a la cara. La sonrisa seguía allí, pero sus ojos eran fríos y afilados como la navaja de un peluquero.
–No sé a qué se refiere.
–Sí lo sabe. Sabe qué quise decir al principio con eso de que hay un criminal aunque no haya crimen. Lo sabe mejor que nadie.
–Vamos, McCall –sonrió ella–. Es absurdo. Una cosa implica la otra. Si no hay crimen, no hay criminal. Además –intentó la expresión de ingenuidad que tantas veces la había sacado de problemas–, parecería que me acusa de la muerte de mi propio esposo.
–Es lo que trato de hacer desde hace un par de horas –dijo–. Lo descubrí anoche, en la cena con Ruiz. Pudieron ser un poco más cuidadosos al hablar. Las paredes oyen, ¿recuerda?.
–Esto ya se pasa de la raya. Ayer se portó usted grosero conmigo y con el señor Ruiz, pero él supo ponerlo en su lugar. No trate de tomarla conmigo ahora que estoy sola.
Los ojos de McCall se suavizaron. Era un hombre extraño; sus reacciones eran difíciles de prever. Recordó lo que le dijo Paul en cierta ocasión: "Hay hombres que tienen en las venas nitroglicerina y miel al mismo tiempo. Son los más peligrosos". McCall era uno de ellos. Quizá por eso había llegado a agradarle. Lo del bigote no era importante, después de todo; combinaba con su cara redonda y con esos ojos grandes y ligeramente vidriosos. Aunque sin duda un bigote así se vería mejor en un rostro como el del pobre de Paul. McCall le gustaba; lástima.
–Usted cree en muchas cosas, señora –la compadeció–. Pero no es capaz de creer en todas al mismo tiempo, aunque ninguna de ellas se oponga a las demás. Usted es una fanática, y créame que en el fondo la envidio. Yo nunca pude creer en nada durante más de quince o veinte minutos, mientras que usted es capaz de dar la vida por algo que pronto despreciará, pero en lo que cree con todo el corazón.
McCall le dio la espalda y se dirigió con su paso desgarbado hacia la mesita donde estaba la estatuilla. Entonces él sabía que ésa había sido el arma; un hombre admirable. Y guapo. Guapo a su modo, se corrigió. No había tiempo que perder. Abrió el cajón rápidamente y, antes de que McCall alcanzara a darse vuelta, lo encañonó con la vieja Colt de su padre, el que había sido la verdadera víctima de aquella historia sin sentido. La vieja Colt que nunca sirvió para lo que debió servir. Su padre era un hombre débil y bueno; acabar con McCall era lo menos que podía hacer por él ahora que las cosas habían llegado tan lejos.
–Otro error, señora –dijo McCall con tristeza al ver el arma; la estatuilla brillaba en sus manos–. Está admitiendo su culpa.
–¿Y qué?
–Nada. Pero hay pruebas suficientes para que a ningún juez le quepan dudas de que Ruiz es alguien muy parecido a una mala persona y usted... Bueno, usted aparecerá como una mujer confiada. Claro que eso no disminuye su cuota de responsabilidad con la ley.
–Habla demasiado de la ley, McCall.
–Eso dice el manual. Yo no inventé las palabras.
–Perdóneme que no quiera seguir con esta plática, McCall, pero no me queda mucho tiempo. De seguro alguien más sabe ya lo que pasó, por ejemplo su secretaria –sonrió con desprecio–. Espero que entienda que el señor Ruiz y yo tenemos que desaparecer. Hay demasiado dinero de por medio y demasiada gente que puede salir dañada.
–Y, por supuesto, están sus ideas.
–Hay más de por medio que mis ideas. Se equivocó al decir que soy una fanática, McCall. Ni usted ni nadie me conocen.
Jaló el gatillo.
–Me parece que su padre le mintió –dijo McCall.
Ella miró la pistola con desconcierto. No había disparado. Ruiz la había cargado el día anterior. Le dijo lo mismo que durante años le había dicho su padre: que era la mejor arma que hubiera salido jamás de manos de un armero, y que con ella hasta un tirador mediocre era capaz de matar a un hombre a cien metros.
–Usted la arregló para que no disparara –le gritó a McCall con voz de niña resentida.
–¿Y por qué tenía que hacer algo así? –preguntó McCall acercándose lentamente.
–No me toque.
–Todo fue una mentira de su padre –dijo–. No hubo intento de suicidio. La balacera fue real –señaló la cicatriz de su frente, que ya casi había desaparecido–. Pero nadie disparó esta arma. Debió descomponerse hace muchísimos años, si es que alguna vez sirvió.
–Entonces, ¿quién…?
–Ruiz y sus muchachos, por supuesto. Y su padre estaba detrás de todo ese embrollo. Es un viejo astuto. Y terriblemente cobarde; no se atrevió a matar a Paul y movió todo de modo que lo hicieras usted. Si descubrían el asunto usted iría a la cárcel. Lo peor es que así será: usted irá a la cárcel y él se quedará en el mundo exterior. No hay forma de involucrarlo en esta locura, por ningún lado que se le busque. Ni siquiera su testimonio, señora, será capaz de hacerle pagar por lo que hizo, aunque de todos modos dudo que tenga intenciones de delatarlo. No debió confiar ni en su propio padre. En él menos que en nadie. Tampoco en Ruiz. Es un hombre con demasiados intereses para enamorarse de una mujer como usted o como cualquiera. Ahora por favor deme la pistola.
–Pero es que...
–Por favor.
Ella suspiró y le entregó el revólver. No era un final feliz, pero al menos todo había terminado.
–Gracias –dijo McCall. Su cara era la de un ave rapaz.
Eso era McCall, y eso había sido siempre: un ave rapaz. Apenas en ese instante se daba cuenta.
–No hay de qué –respondió con cansancio.
Había sido un mes largo y necesitaba reposo.

miércoles, enero 17, 2007

Mi asesinato favorito - Ambrose Bierce

Traducción de Rafael Menjívar Ochoa, publicada en Del amor de la muerte, Grupo Editorial Vid, Colección MECyF, México, 1999.




Habiendo asesinado a mi madre en circunstancias de singular atrocidad, fui arrestado y llevado a un juicio que se prolongó durante siete años. En un intento por presionar al jurado, el juez de la Corte de Absoluciones señaló que ése era uno de los crímenes más espeluznantes de todos los que le había tocado dictaminar.
Ante esto, mi abogado se puso de pie y dijo:
—Si Su Señoría me permite, los crímenes son espeluznantes o gratificantes sólo por comparación. Si estuviera familiarizado con los detalles del anterior asesinato de mi cliente, el de su tío, notará que en su último delito —si es que puede llamársele delito— hubo una tierna disposición y una filial consideración hacia los sentimientos de su víctima. La apabullante ferocidad de su anterior asesinato es inconsistente con cualquier hipótesis que no sea la de culpabilidad; y de no ser por el hecho de que el honorable juez ante el cual fue juzgado era presidente de una compañía de seguros de vida que cubría por riesgos de ahorcamiento, y en la cual mi cliente había adquirido una póliza, es difícil de entender cómo hubiera podido liberarlo sin pecar contra la decencia. Si Su Señoría quisiera escuchar acerca del particular, para información y mejor criterio de Su Señoría, este infortunado hombre, mi cliente, consentirá en provocarse el terrible dolor de contarlo todo bajo juramento.
El fiscal del distrito dijo:
—Objeción, Su Señoría. Tal declaración tendría el carácter de evidencia, y la parte testimonial del caso está cerrada. La declaración del prisionero debió ser presentada aquí hace tres años, en la primavera de 1881.
—En el sentido estatutario —dijo el juez—, tiene usted razón, y en la Corte de Apelaciones y Asuntos Técnicos podría obtener una resolución favorable. Pero no en la Corte de Absoluciones. Objeción denegada.
—Pido una excepción —dijo el fiscal del distrito.
—No puede hacer eso —dijo el juez—. Debo recordarle que, para que pueda existir la excepción, primero debe pedir con oportunidad que se traslade el caso a la Corte de Excepciones, mediante una petición formal apoyada por sus alegatos. Una moción en ese sentido, presentada por su predecesor en la causa, fue denegada por mí durante el primer año de este juicio. Secretario, tómele juramento al prisionero.
Formalmente juramentado, hice la siguiente declaración, que impresionó tanto al juez, a causa de la comparativa trivialidad del delito por el cual estaba procesado, que no hizo el menor esfuerzo por desestimar los hechos y, simplemente, instruyó al jurado para que me declarara inocente, con lo que abandoné la corte con mi reputación libre de mancha.
—Nací en 1856 en Kalamakee, Michigan, de padres honestos y de buena reputación, a uno de los cuales el Cielo ha tenido la piedad de conservarme para confortarme en mis últimos años. El 1867 mi familia vino a California y se estableció cerca de Cabeza de Negro, donde mi padre abrió una agencia de caminos y se hizo próspero más allá de cualquier sueño de avaricia. Él era entonces un hombre retraído, incluso taciturno, aunque el paso de los años han relajado de alguna manera la austeridad de su natural, y creo que nada, excepto el recuerdo del triste hecho por el que ahora se me juzga, le impediría manifestar una genuina hilaridad.
“Cuatro años después de que estableciéramos la agencia de caminos, llegó un predicador itinerante y, no teniendo otra manera de pagarnos por las noches de alojamiento que le proporcionábamos, nos favoreció con una exhortación que tuvo tal poder sobre nosotros que, alabado sea el Señor, nos encontramos convertidos a la religión. Mi padre envió de inmediato por su hermano, el Honorable William Ridley, de Stockton, y a su llegada le cedió todo lo relacionado con la agencia, sin cobrarle un centavo por la cesión ni por los implementos de trabajo, consistentes estos últimos en un rifle Winchester, una escopeta recortada y una especie de máscaras confeccionadas con sacos de harina. La familia se mudó entonces a Roca Fantasma y abrió un salón de baile. Se llamaba El Organillo de los Santos, y las actividades de cada noche comenzaban con una oración. Fue entonces cuando mi ahora santificada madre, debido a la gracia de su baile, adquirió el sobrenombre de La Morsa Alegre.
“En el otoño del 75 tuve ocasión de visitar el pueblo de Coyote, en el camino a Mahala, y tomé la diligencia en Roca Fantasma. Había otros cuatro pasajeros. A unas tres millas de Cabeza de Negro, unas personas a las que identifiqué como el tío William y sus dos hijos detuvieron la diligencia. Como no encontraron nada en el portaequipajes, se pusieron a revisar a los pasajeros. Actué en este asunto de la manera más honorable: me puse en la línea junto a los demás, con las manos en alto, y permití que me despojaran de cuarenta dólares y un reloj de oro. Nadie hubiera sospechado, por mi comportamiento, que conocía a los caballeros encargados del espectáculo. Pocos días después, cuando fui a Cabeza de Negro y pedí que me devolvieran el dinero y el reloj, mi tío y mis primos juraron que no sabían nada del asunto, y hasta llegaron a insinuar que mi padre y yo habíamos hecho el trabajo, en una deshonesta violación de la buena fe comercial. El tío William incluso trató de desquitarse inaugurando un salón de baile en Roca Fantasma. Como El Organillo de los Santos se había vuelto demasiado impopular, vi que de seguro quedaríamos en la ruina y que se daría al traste con una empresa fructífera, así que le dije a mi tío que estaba dispuesto a olvidar el pasado si me incluía en sus planes y si conservaba ante mi padre el secreto de nuestra sociedad. Este justo ofrecimiento fue rechazado, y me di cuenta de que sería mejor y más satisfactorio que él muriera.
“Mis planes para tal fin fueron perfeccionados en poco tiempo y, al comunicárselos a mis padres, recibí su aprobación con satisfacción. Mi padre dijo que estaba orgulloso de mí, y mi madre me prometió que, aunque su religión le impedía apoyar a alguien que dispusiera de una vida humana, tendría yo la ayuda de sus oraciones para asegurar el éxito. Como medida preliminar para garantizar mi seguridad en caso de que me descubrieran, presenté mi solicitud ante la poderosa orden de los Caballeros del Crimen, y como resultado fui recibido como miembro de la sección perteneciente a Roca Fantasma. El día de mi iniciación se me permitió por primera vez examinar los registros de la orden y enterarme de quiénes eran sus miembros (todos los ritos de iniciación se habían efectuado con máscaras). Imaginen mi deleite cuando, al revisar la lista de miembros, encontré que el tercer nombre era el de mi tío, que era ni más ni menos que el vicecanciller de la hermandad. Tenía ante mí una oportunidad que iba mucho más allá de mis sueños más salvajes: podía añadir al asesinato la insubordinación y la traición. Era lo que mi buena madre hubiera llamado ‘un regalo de la Providencia’.
“Por esos días ocurrió algo que colmó mi copa de gozo, aunque ya se encontraba llena: una verdadera catarata de deleite que se derramaba por todas partes. Tres hombres, extraños en la localidad, fueron arrestados por el asalto a la diligencia en el que había perdido mi dinero y mi reloj. Fueron llevados a juicio y, a pesar de mis esfuerzos para exculparlos y arrojar toda la responsabilidad sobre tres de los más respetables y linajudos ciudadanos de Roca Fantasma, fueron condenados bajo las más convincentes pruebas. El asesinato sería ahora tan inútil y tan gratuito como el que más.
“Cierta mañana me eché al hombro mi rifle Winchester y, llegado al hogar de mi tío, cerca de Cabeza de Negro, le pregunté a la tía Mary, su esposa, si se encontraba en casa, agregando que estaba allí para matarlo. Mi tía replicó, con su peculiar sonrisa, que tantos caballeros habían llegado con tal motivo, y se habían ido de allí sin haberlo logrado, que debía excusarla si dudaba de mis intenciones. Me dijo que no le parecía que yo fuera capaz de matar a nadie, así que, como prueba de mi buena fe, apunté mi rifle y herí a un chino que iba pasando frente a la casa. Mi tía me dijo que sabía de familias enteras que eran capaces de hacer cosas similares, pero que Bill Ridley era harina de otro costal. Me dijo, de todas maneras, que podía encontrarlo del otro lado de la quebrada, en el corral de las ovejas, y agregó que esperaba que ganara el mejor.
“La tía Mary es una de las mujeres con mayor sentido de la justicia que haya conocido jamás.
“Encontré a mi tío arrodillado, ocupado en trasquilar una oveja. Viendo que no tenía pistola ni arma alguna, no tuve corazón para dispararle, así que me acerqué a él, lo saludé con mucha cortesía y le descerrajé un fuerte golpe en la cabeza con la culata del rifle. Me precio de dar buenos golpes; el tío William cayó de lado, luego se giró hasta quedar de espaldas, sus manos se relajaron y se quedó tirado, sin sentido. Antes de que recuperara el uso de sus miembros, tomé el cuchillo que había usado para su tarea y le corté los tendones de las piernas. Sin duda saben que, cuando se cortan los tendones, particularmente el de Aquiles, el paciente se ve imposibilitado de usar la pierna; es igual que si no la tuviera. Yo le corté ambos y, cuando volvió en sí, estaba a mi disposición. Tan pronto como comprendió la situación, me dijo:
“—Samuel, estoy a tu merced, y eso te permite ser generoso conmigo. Sólo tengo una cosa que pedirte, y es que me lleves a mi casa y acabes conmigo en el seno de mi hogar.
“Le dije que me parecía una petición harto razonable, y que así lo haría si me permitía meterlo en un costal de los que se usan para el trigo; me sería más fácil cargarlo y, si los vecinos llegaban a vernos, no llamaría tanto la atención. Él estuvo de acuerdo, y fui al granero por un costal. Sin embargo no era de su talla: era demasiado corto y mucho más ancho que él, así que le doblé las piernas, forcé las rodillas contra su pecho y, puesto de esta manera, cerré el costal sobre su cabeza. Era un hombre muy pesado, e hice todo lo que pude para mantenerlo sobre mis espaldas; lo llevé, tambaleándome, durante cierta distancia, hasta que llegué hasta un columpio que unos niños habían suspendido en las ramas de un roble. Lo puse en el suelo y me senté sobre él para descansar, y la vista de la soga me dio una feliz inspiración. En veinte minutos mi tío, aún dentro del costal, se balanceaba libre ante los embates del viento.
“Yo había quitado la cuerda de su lugar, había amarrado un extremo en la boca del costal, había pasado el otro extremo por la rama y había alzado al tío William a poco más de metro y medio del suelo. Luego de amarrar el otro extremo de la cuerda también a la boca del costal, tuve la satisfacción de ver a mi tío convertido en un largo y hermoso péndulo. Debo añadir que él no estaba enterado de la naturaleza del cambio que se había producido en su relación con el mundo exterior aunque, para hacer justicia a la memoria de un buen hombre, debo decir que no creo que hubiera perdido mi tiempo en ofrecerle una explicación detallada.
“El tío William poseía un carnero que tenía en la región excelente reputación como peleador. Siempre se encontraba en un estado de indignación crónica que era propio de su naturaleza. Algún enojo terrible, durante su juventud, había hecho más profunda tal predisposición, y había declarado la guerra contra el mundo entero. Decir que era capaz de arremeter contra cualquier cosa que se le pusiera enfrente apenas expresaría el carácter y los alcances de su vocación militar: el universo entero era su antagonista; sus métodos eran los de un proyectil. Peleaba como un ejército de ángeles y demonios; surcaba la atmósfera como un pájaro, describía una curva parabólica y descendía sobre su víctima en el ángulo de incidencia exacto para sacar el mejor provecho de su velocidad y peso. Su precisión, si se calculaba en toneladas métricas, era increíble. Se le había visto destruir a un toro de cuatro años con un solo impacto en la poderosa frente del animal. No se conocía pared de piedra que resistiera su embate. No había árboles lo suficientemente fuertes para detenerlo: era capaz de convertirlos en astillas y de pisotear sus hojas caídas. Este bruto irascible e incansable, esa centella encarnada, ese monstruo volador, se encontraba reposando a la sombra de un árbol cercano, soñando sueños de conquista y de gloria. Fue precisamente con la idea de convocarlo al campo del honor que yo había colgado a su amo de la manera antes descrita.
“Luego de completar mis preparativos, le impartí al péndulo filial una ligera oscilación y, retirándome detrás de una roca contigua, alcé mi voz en un grito largo y desgarrado, cuya débil nota final fue opacada por un ruido parecido al gemido de un gato que pide perdón, que emanó del interior del costal. Al instante aquel formidable carnero estuvo sobre sus patas y captó de un vistazo toda la situación militar. En unos momentos había agotado, en estampida, las cincuenta yardas que lo separaban de su enemigo oscilatorio, que avanzaba y se alejaba de él como invitándolo al combate. De repente vi que la cabeza de la bestia descendía hacia la tierra como vencida por el peso de sus enormes cuernos; luego el relámpago ovejuno, confuso, blanco y brutal, se disparó por el claro en una dirección más o menos horizontal hacia un punto ubicado a unos tres metros y medio por debajo de su enemigo. De pronto cambió su dirección hacia arriba y, antes de que yo dejara de ver el lugar donde acababa de estar, escuché un espantoso choque y un grito desgarrador, y mi pobre tío salió disparado hacia el frente. La cuerda se alzó mucho más arriba que la rama a la que se encontraba atada. Detuvo su impulso con un crujido y se deslizó de regreso hacia el extremo opuesto de su arco, en una curva vertiginosa. El carnero había caído a tierra, convertido en un montón confuso de patas, lana y cuernos; pero, recuperándose y maniobrando mientras su antagonista se deslizaba hacia abajo, realizó una retirada táctica, sacudiendo la cabeza y rascando con las pezuñas. Cuando hubo retrocedido más o menos a la misma distancia desde la cual había lanzado su primer ataque, hizo una pausa, bajó la cabeza como si rezara para obtener el favor de la victoria y de nuevo se disparó hacia adelante, tan confuso a la vista como lo había sido antes: un rayo de luz blanca lleno de monstruosos temblores que ascendía cortando el aire. Apuntó esta vez hacia el ángulo derecho con respecto al primer golpe, y su impaciencia era tan grande que chocó contra el enemigo antes de que éste alcanzara el punto más bajo de su arco. Como consecuencia, mi tío voló trazando, una y otra vez, un semicírculo cuyo radio era igual a la mitad del largo de la cuerda que —había olvidado decirlo— era de unos seis metros de largo. Sus alaridos, que se escuchaban in crescendo cuando se acercaban y en diminuendo cuando se alejaban, hacían que la rapidez de sus revoluciones fuera más clara para el oído que para la vista. Era obvio no había recibido golpes en ningún punto vital. Su postura en el costal y la distancia a la que colgaba del suelo obligaría al carnero a concentrarse en sus extremidades inferiores y en la parte baja de su espalda. Como una planta que ha clavado sus raíces en algún mineral venenoso, mi pobre tío, allá arriba, moría lentamente.
“Después de despachar su segundo golpe, el carnero no se retiró. La fiebre del combate bullía en su corazón; su cerebro estaba intoxicado por el vino de la furia. Como un pugilista que en su coraje se olvida de todas sus habilidades y pelea inútilmente con sólo la mitad de la extensión de su brazo, la furiosa bestia trataba de alcanzar al enemigo dando penosos saltos verticales, aunque a veces, sin duda, lograba alcanzarlo ligeramente, en general desviado por su furia sin objeto. Pero, cuando se acabó el impulso y los círculos que daba el hombre se hicieron más cerrados y menos veloces y lo acercaron al suelo, su táctica produjo mejores resultados, permitiendo una calidad superior en los gritos, que yo disfrutaba enormemente.
“De pronto, como si las cornetas hubieran tocado retirada, el carnero suspendió hostilidades y se alejó, arrugando sus aquilinas narices, resoplando y, ocasionalmente, mordiendo un puñado de pasto y masticándolo con lentitud. Parecía que se hubiera cansado del furor de la guerra y hubiese resuelto cambiar la espada por el arado y cultivar con él las artes de la paz. Mantuvo el rumbo fijo, retirándose del campo del honor, hasta que se hubo alejado poco más de medio kilómetro. Allí se detuvo y se quedó parado, con la retaguardia vuelta hacia el enemigo, rumiando, aparentemente adormilado. Observé, sin embargo, que de vez en cuando giraba un poco la cabeza, como si su apatía fuera más simulada que real.
“Mientras tanto, los gritos del tío William se habían ido desvaneciendo junto con el movimiento, y nada se escuchaba de él, excepto algunos gemidos muy suaves y, a intervalos más largos, mi nombre, pronunciado en un tono suplicante que gratificaba mis oídos. Resultaba evidente que el tipo no tenía la menor idea de lo que le había pasado, que se encontraba aterrorizado por algo que no entendía. La Muerte, cuando llega embozada en el misterio, puede ser de veras terrible. Poco a poco las oscilaciones de mi tío disminuyeron, y finalmente se quedó colgando, inmóvil. Fui hacia él y, cuando estaba a punto de darle el golpe de gracia, escuché una serie de golpes firmes que hacían temblar el suelo como una serie de pequeños terremotos. Me volví en dirección al carnero y vi una inmensa nube de polvo que avanzaba hacia mi con una rapidez tan inconcebible que podía resultarme de funestas consecuencias. A unos veinticinco metros se frenó un poco, y desde donde la nube surgió, volando por los aires, lo que al principio confundí con un inmenso pájaro blanco. Su ascenso era tan suave, tan natural y regular que no pude calcular su extraordinaria velocidad; me quedé embobado, admirando su gracia. Hasta el día de hoy queda en mí la impresión de que se trataba de un movimiento lento y deliberado, que el carnero —porque se trataba de él— volaba gracias a un poder que estaba más allá de su propio impulso, que era sostenido, en cada uno de los puntos de su vuelo, con un cariño y un cuidado infinitos. Mis ojos siguieron su viaje a través del aire con inexpresable placer, más profundo aún gracias al contraste con el pánico que sentí mientras se acercaba a la tierra. El noble animal navegaba con firmeza, siempre hacia adelante, su cabeza casi escondida entre sus rodillas, sus patas delanteras echadas hacia atrás, las traseras siguiéndolo como si se tratara de una grulla en pleno vuelo.
“A una distancia de doce o quince metros, según recuerdo, alcanzó su cenit y pareció que por un instante se quedaba inmóvil; luego, echándose repentinamente hacia adelante sin alterar la posición relativa de sus partes, cayó en una curva cada vez más cerrada y a una velocidad cada vez mayor, pasó sobre mí como un suspiro, con un sonido parecido al zumbido de una bala de cañón, y alcanzó a mi pobre tío donde de seguro se encontraba la parte más alta de su cabeza. Tan terrible fue el impacto que no sólo se rompió el cuello del hombre, sino también la cuerda; el cuerpo ya muerto, estrellado de ese modo contra la tierra, fue convertido en pulpa bajo la temible testa del meteórico ovino. El impacto detuvo todos los relojes entre Mano Sola y el rancho de Dan el Holandés, y el profesor Davidson, distinguida autoridad en materia de sismos, que por casualidad se encontraba en los alrededores, rápidamente explicó que las vibraciones siguieron una dirección de norte a sudeste.
“Para ser honesto, no puedo dejar de pensar que, en materia de atrocidades artísticas, el asesinato del tío William difícilmente podrá ser superado.”

martes, enero 16, 2007

Retrato de una dama - T.S. Eliot

Versión de Rafael Menjívar Ochoa. Publicada en Alkimia, San Salvador, en 2000.




Thou hast committed—
Fornication: but it was in another country,
And besides, the wench is dead.
The Jew of Malta


I
En medio del humo y la niebla de una tarde de diciembre
Permites que la escena —como sería natural— se componga por sí misma
Con un “He reservado esta tarde para usted”.
Cuatro velas de cera arden en el cuarto de las sombras,
Cuatro aros de luz en lo más alto del techo:
La atmósfera de la tumba de Julieta
Preparada para todas las cosas que se dirán, que quedarán sin decirse.
Hemos dejado, por ejemplo, que el Último Polaco
Transmitiera los Preludios a través de los cabellos
de ella, de las yemas de sus dedos.
“Este Chopin es tan íntimo que creo que su alma
Debe resucitar solamente para los amigos,
quizá para dos o tres, que no perturben esa lozanía
tan manoseada y cuestionada en la sala de conciertos.”
—Y así se desliza la conversación,
veleidosa, con un cuidadoso y reprimido arrepentimiento,
A través de los matices atenuados de los violines
Que se mezclan con las remotas trompetas.
Y comienza.

“No sabe cuánto significan para mí, ellos, mis amigos,
y qué curioso, qué curioso y qué extraño encontrar
una vida conformada así, de desviaciones y finales
(Pues sin duda eso no me gusta… ¿Lo sabía? ¡No está ciego!
¡Qué amable de su parte!),
Encontrar a un amigo con esas cualidades,
Que tenga y que ofrezca
Las cualidades en las que habita la amistad.
¿Qué tanto significa para usted que diga esto?
Sin esas amistades, la vida… ¡qué cauchemar!”

Entre el serpenteo de los violines
Y las ariettes
De trompetas fracturadas
En mi cabeza un estúpido tom-tom comienza
Absurdamente a martillar un preludio por sí mismo,
Caprichoso monótono
Que es al menos una bien definida “false note”.
—Tomemos el aire en un éxtasis de tabaco,
Admiremos los monumentos,
Discutamos los últimos hechos,
Pongamos nuestros relojes con los relojes públicos.
Luego sentémonos media hora y bebamos de nuestras jarras.


II
Ahora que las lilas florecen
Ella tiene en su cuarto un jarrón con lilas
Y gira una entre sus dedos mientras habla.
“Ah, mi amigo, no sabe usted, no sabe
Lo que es la vida, usted que la tiene entre las manos.”
(Lentamente gira los tallos de las lilas.)
“Usted deja que fluya, la deja fluir,
y su juventud es cruel, sin remordimientos,
Y sonríe ante situaciones que la juventud no puede ver.”
Sonrío, por supuesto,
Y tomo el té.
“Aunque estos atardeceres de abril me recuerdan
De algún modo mi vida enterrada, y París en primavera,
Siento una paz inmensa, y encuentro que el mundo
Es, después de todo, maravilloso y joven.”

La voz regresa como la desafinación insistente
de un violín roto en una tarde de agosto:
“Estoy segura, siempre, de que usted entiende
Mis sentimientos, segura siempre de que algo siente,
Segura de que tiende su mano por sobre las aguas del abismo.

Usted es invulnerable: no tiene talón de Aquiles.
Usted continuará y, cuando logre su permanencia,
Podrá decir: en este punto más de uno ha fracasado.

Pero ¿qué tengo yo, qué tengo, amigo,
que pueda darle, y que pueda usted recibir?
Sólo la amistad y la simpatía
De alguien que se acerca al final del viaje.

Me sentaré aquí, a servir el té a los amigos.”

Tomo el sombrero: ¿cómo acotar, cobardemente,
Lo que apenas me dijo?
Me verán cualquier mañana en el parque
Leyendo las tiras cómicas y la página deportiva.
Noto con particular interés
Que una condesa inglesa salta a la palestra,
Un griego fue asesinado en un baile de polacos,
Otro defraudador de bancos confesó.
Mantengo el semblante,
Permanezco impávido,
Excepto cuando un piano callejero, mecánico y cansado,
Reitera alguna canción desgastada hasta el absurdo,
Que en el olor de los jacintos, a través del jardín,
evoca las cosas que otras personas han deseado.
¿Son correctas estas ideas, o incorrectas?


III
La noche de octubre cae; regresa como antes,
Excepto por la ligera sensación de estar confortablemente enfermo.
Galopo las escaleras y giro la perilla de la puerta
Y siento como si hubiera galopado sobre manos y rodillas.
“Así que se va lejos. ¿Cuándo piensa regresar?
Pero es una pregunta inútil.
Apenas sabe usted cuándo regresará:
tendrá mucho que aprender.”
Mi sonrisa se desploma en medio del bric-à-brac.

“Quizá pueda escribirme.”
Mi seguridad parpadea durante un segundo;
Ocurrió lo que imaginaba.
“Me he preguntado con frecuencia, últimamente
(¡Pero nuestro principio nunca ve nuestro final!)
Por qué no nos hemos hecho amigos.”
Me siento como el que sonríe y de repente, al volverse,
se encuentra con su cara en el espejo.
Mi seguridad palidece: de verdad nos encontramos a oscuras.

“Porque todos lo decían, todos nuestros amigos,
Todos estaban seguros de que nuestros sentimientos serían
¡Tan estrechos! Yo misma apenas puedo entenderlo.
Ahora debemos dejárselo al destino.
Usted escribirá cuanto desee.
Quizá no sea demasiado tarde.
Yo me sentaré aquí, y serviré el té a los amigos.”

Y deberé adoptar una apariencia y otra, cambiar,
Encontrar una expresión… bailar, bailar
Como oso bailarín,
Gritar como una cotorra, farfullar como un mono.
Tomemos el aire en un éxtasis de tabaco…

¡Bien! ¿Y qué si ella muere alguna tarde,
Una tarde gris y humeante, una noche amarilla y rosada;
Si muere y me deja sentado con una pluma en la mano
Y con el humo que baja de los tejados de las casas,
Vacilante, sin saber qué sentir
Durante un momento, sin saber si entiendo
o si fue algo sabio o estúpido, tardío o prematuro…?
Después de todo, ¿no tiene ella la ventaja?
Esta noche es la perfecta “tarde que muere”,
Ahora que hablamos de morir…
¿Y tengo el derecho de sonreír?

lunes, enero 15, 2007

Manual del perfecto transa. Introducción

Publicado por PROMEXA, México, 1999.




ESTE LIBRO Y USTED
Si adquirió este libro, hay dos posibilidades:
1. Usted no es un transa; de lo contrario no necesitaría de un manual para aprender a serlo, y lo compró porque:
a) Tiene la esperanza de triunfar en la vida, o por lo menos de mejorar su nivel de ingresos, gracias a los secretos que encontrará aquí.
b) Quiere protegerse de los que sí son transas, o que son más transas que usted.
2. Usted es un transa, y lo que lo motiva a leer este libro es:
a) Aprender nuevas técnicas y conceptos para perfeccionar su oficio.
b) Convencerse de que usted es tan buen transa que sus métodos ni siquiera aparecen en este libro, y que su carrera no peligra.
c) Burlarse del autor.
Si usted se encuentra entre las personas descritas en el apartado 1, inciso a), sepa de una vez que los transas nacen, no se hacen; es un talento inexplicable como el que mueve a los músicos, los poetas, los mecánicos automotrices y los políticos.
Y desde luego que hay transas que se dedican a la música, la poesía y, más particularmente, a la mecánica automotriz y a la política; lo transa va más allá de los oficios, el sexo, la posición social, la religión o el equipo de fútbol al que se le vaya (también en el fútbol hay transas); lo transa es una categoría espiritual, un estado del alma al que sólo unos cuantos mortales pueden acceder.
No espere, pues, ser un maestro de la transa con sólo leer este manual: nuestro objetivo es, si no tiene el talento natural suficiente, ayudarlo a que adquiera los conocimientos y las armas necesarias para que pueda ganarse la vida deshonestamente —como todos los transas—, con la conciencia de que está haciendo su mejor esfuerzo. Sea realista y comprenda de una vez que habrá gente mejor que usted en este duro oficio; pero, así como hay escritores, políticos y mecánicos de gran talento, también los hay de segunda fila, y todos tienen su lugar —modesto, pero necesario— en el orden natural de las cosas.
Aplíquese, practique, ejerza la transa, y en muy poco tiempo estará colmado de satisfacciones: lo admirarán en el trabajo, se encontrará rodeado de mujeres que nunca soñó que le harían caso, será respetado por sus compañeros y sus hijos se avergonzarán de usted, la más alta recompensa que un perfecto transa puede pedirle a la vida.
Si usted está entre los comprendidos en el apartado 1, inciso b), es decir los que quieren protegerse de los transas, probablemente este libro pueda ayudarlo a evitar algunas malas jugadas, pero no de todas (y más bien muy pocas), por los motivos que se explican en el mismísimo capítulo primero, unas cuantas páginas más adelante. Si cae en las garras de un transa después de leer este libro —y es seguro que así será—, podrá decir que ya sabía lo que le esperaba y, qué rayos, al menos no lo agarraron desprevenido.
Si usted es un profesional de la transa, este libro no es para usted: se trata de un manual básico, para principiantes, dedicado a aquellas personas a las que la naturaleza les dio menos dotes que a usted, pero que desean progresar. Se dará cuenta de que hay muchas cosas que se le han pasado por alto al autor, y muy pocas de las que no deben ser divulgadas al público para que usted (sí, usted) siga ganándose la vida gracias a su talento.
Si lo que pretende al leer este libro es burlarse del autor, bienvenido; pero sólo hágalo si adquirió este libro sin pagar un centavo, pues lo más probable es que en esta ocasión el transado haya sido usted.

TRANSAS Y ESTAFADORES
No se puede negar que hay verdaderos magos de la transa, en todos los estratos de la sociedad y en todos los oficios, pero no se deje llevar por las apariencias: la transa, aunque involucre millones y millones de pesos, y aunque requiera de cierto don para llevarla hasta sus grados de mayor sofisticación, en materia artística es sólo una actividad secundaria. La transa, para decirlo con todas sus letras, es apenas una pálida sombra de una de las actividades creativas más admirables del ser humano: la estafa.
Encárelo de una vez: el estafador es un artista. El transa, a lo mucho, aspirará a ser un buen técnico. La diferencia entre uno y otro es la que hay entre Leonardo da Vinci y el señor que pinta bardas en las campañas electorales. El señor de las bardas cumple con su misión en la vida, y quizá hasta ejerza la transa creativamente (“¿Cómo que se gastó diez mil litros de pintura en una sola barda?”, “Es que le di dos manos para que se viera mejor”); pero Leonardo, con un simple pincel, ha llegado mucho más lejos de lo que ha llegado cualquiera con una brocha gorda.
Hay una diferencia fundamental entre el estafador y el transa. El estafador trabaja solo: es un romántico. Sus únicas armas son su ingenio, su poder de convicción, su inteligencia y, sobre todo, su audacia. No hay nada ni nadie que lo proteja, excepto su capacidad para saber cuándo actuar, cuándo detenerse, cuándo retirarse y cuándo irse al diablo. No tiene credenciales que lo respalden —a menos que las haya falsificado—, altos puestos en el gobierno ni posiciones influyentes; desprecia las armas, el chantaje y la violencia; el dinero que gana con el sudor de su ingenio es, para él, muchísimo más que dinero: es una recompensa espiritual. El estafador es básicamente un solitario, como el vaquero que se enfrenta solo contra todo un pueblo repleto de bandidos… con la diferencia de que él es el bandido.
El transa, ante todo, se aprovecha de su posición —social, administrativa o laboral—, que necesariamente es más alta que la del transado. El ejemplo más claro son los policías de tránsito que perdonan infracciones reales o imaginarias a cambio de un reconocimiento en metálico que estimula los procesos químicos que afectan la región cerebral dedicada al olvido.
Llámesele soborno, mordida o cohecho, no sería posible que recibieran nuestra voluntaria contribución si no tuvieran la autoridad para levantarnos una infracción, cuyo monto sería mucho más elevado que el billete que les damos, o si por ley no tuvieran la capacidad y la credibilidad suficiente para llevarnos a la delegación y acusarnos ya no de pasarnos un alto o de darnos la vuelta en un lugar prohibido, sino de ataque a la autoridad, resistencia al arresto, cantar canciones patrias en estado de ebriedad, incitación a la rebelión en la vía pública, estupro y faltas a la moral.
Si las negociaciones con el agente de tránsito fallan, y por algún motivo (decencia, quizá) no queremos estimular sus procesos cerebrales con una inyección en efectivo, no nos hemos librado de ser víctimas de una transa. Por el contrario, la dosis de medicina deberá ser masiva, pues habrá que aplicársela a un agente del ministerio público, cuyas tarifas son mayores porque es mucho mayor la dignidad de su puesto; los encargados del corralón, el guardia de la entrada, la señora que hace la limpieza, la secretaria del licenciado (que no tiene que ver en el asunto, pero que anda por allí viendo a quién se transa) y, claro, el policía que nos detuvo originalmente.
El estafador es sutil. No se aprovecha de su posición en la sociedad, porque no tiene ninguna: se aprovecha de las debilidades humanas —todos los pecados capitales y la parte más interesante de los mortales—, y hasta es capaz de hacer que nosotros mismos le supliquemos que por favor se quede con nuestro dinero. El transa también se aprovecha de nuestras debilidades, pero sólo de las que tienen que ver con nuestra posición inferior con respecto a él. Es el caso de los funcionarios de cualquier nivel que piden propinas a cambio de realizar algún trámite (a pesar de que su obligación es que los trámites se realicen), del prestamista que cobra intereses del cien por ciento mensual, semanal o diario a personas que no tienen otra opción que aceptar, y del constructor que utiliza materiales de calidad inferior (y los cobra como si hubiera usado uranio en la mezcla) gracias al apoyo de un inspector que tiene el poder suficiente para que la construcción se efectúe o se clausure, y que con toda justicia recibirá una parte de las ganancias derivadas de la transa.
Los transas, pues, son gente común y corriente que se encuentran en la posición adecuada para aprovecharse de la gente común y corriente que no se encuentra en ninguna posición. La carne de la que se nutren los estafadores, por otra parte, son los mismísimos transas.
Está, por ejemplo, aquel tipo que en 1925 vendió dos veces la torre Eiffel a empresarios franceses. El tipo, de nombre Victor Lustig, logró convencerlos de que uno de los símbolos más importantes de Francia sería desmantelado, pues mostraba fallas estructurales graves. El gobierno (al que él representaba, según lo demostraban las cartas credenciales que había falsificado con gran primor) quería mantener el asunto en secreto, para evitar reacciones adversas de la ciudadanía; si se llegaba a difundir el asunto, lo más probable era que la torre Eiffel permaneciera en su lugar, así que cuidadito con decir palabra. Los cinco empresarios que participaban en la operación se callaron la boca (que a esas alturas ya tenían hecha agua): el negocio para el que supuestamente concursaban era el desmantelamiento de la torre Eiffel, cuyo material el ganador podría vender después. A precio de chatarra, de acuerdo, pero sólo hay que imaginarse lo que les redituarían los cientos de toneladas de chatarra de la torre para darse cuenta de que se trataba de un negocio de lo más redondo.
La trama de la estafa era absurda, desde luego: los franceses de entonces (y de ahora) son capaces de declarar el alemán o el inglés como idioma oficial antes de tirar la torre Eiffel, así se esté cayendo en pedazos. Pero Lustig, gracias a sus dotes personales (con las credenciales falsas de por medio), convenció a transas verdaderamente experimentados de que podían hacer el negocio de su vida. Por supuesto que sólo uno de los participantes iba a llevárselo, como en todos los concursos de oposición; pero, qué rayos, ya habría modo de inclinar la balanza gracias a un interesante soborno que se le ofrecería al hombrecito gris que representaba al gobierno francés.
El hombrecito gris, por su parte, les dijo que para entrar al concurso había que entregar una cantidad más o menos respetable de dinero, por supuesto a cambio de un recibo, magníficamente falsificado, con la firma del ministro del Interior, de Obras Públicas o algo así. Los empresarios ni siquiera dudaron: entregaron el dinero, recibieron a cambio un papel que no valía nada y se pusieron a esperar.
Esperaron en vano: Lustig desapareció del mapa, junto con el dinero de los depósitos y el soborno que le había dado uno de ellos para obtener su favor. Y aquí es donde se puede notar muy claramente una de las diferencias entre un transa y un estafador. El transa hubiera seguido adelante para ganar más dinero, siempre más dinero; el estafador, modesto y nada deseoso de bienes materiales, se retiró en el momento oportuno. Sus ganancias no fueron despreciables, pero su satisfacción fue sobre todo espiritual: haberle vendido la torre Eiffel a una bola de transas. Los empresarios no presentaron denuncia alguna, de la pura vergüenza.
Lustig probó suerte otra vez y vendió la torre Eiffel a otro empresario; éste seguramente era un mejor transa que los anteriores, porque no tenía sentido de la vergüenza: denunció al estafador, que debió huir a Estados Unidos para seguir ejerciendo su arte. Pero ésa es una historia que deberá ser contada en otra ocasión y en otro lugar.
Está el caso de Enrico Sampietro, que tenía unas manos maravillosas a la hora de agarrar el pincel o el lápiz. Era capaz de copiar a la perfección un cuadro de Rembrandt, pero le faltaba lo más importante: talento para hacer sus propios cuadros, y que valieran la pena. Aunque dedicó su juventud a estudiar pintura, sus obras eran de lo más aburrido. ¿Qué hacer con tanta técnica y tan poco talento? Falsificar billetes, por supuesto. Falsificó todo tipo de moneda, en varios países, durante muchos años. Sus billetes eran simplemente perfectos… o casi perfectos, porque al final fue atrapado en México y cumplió una larga sentencia en Lecumberri.
Con sólo sus manos y su audacia, Enrico Sampietro logró que lo persiguieran las policías de decenas de países, y fue considerado el mejor falsificador de moneda del mundo. Pasó a la posteridad como uno de los mejores estafadores de la historia, y se le recuerda con respeto. Hay transas famosos, pero, en lugar de ellos o su obra, la que pasa a la posteridad —sin respeto, por cierto— es la autora de sus días.
Veamos en cambio cómo funciona una transa:

Automovilista: ¿Qué pasa, agente?
Policía: Se brincó un alto y venía a exceso de velocidad.
Automovilista: ¿Cuál alto? ¡Ni siquiera hay semáforo!
Policía: No, pero como si lo hubiera. Aquí tengo un cronómetro y voy contando lo que se tardan las luces del semáforo, y usted se pasó cuando le tocaba al rojo.
Automovilista: ¡Está loco!
Policía: Son las nuevas disposiciones. Como no hay presupuesto para comprar semáforos, nos dieron estos relojitos y nos dijeron que así le hiciéramos. Y si me dice loco otra vez, me lo jalo por falta de respeto a la autoridad competente.
Automovilista: Además yo no venía a exceso de velocidad: estoy estacionado aquí desde hace un rato.
Policía: Es que se le ve en la cara que corre mucho.
Automovilista: ¿Y qué?
Policía: Pues que yo soy de la policía preventiva, y tengo que prevenir que provoque una desgracia por andar a exceso de velocidad. Además, ¿qué hace aquí estacionado?
Automovilista: Estoy esperando a que mi esposa salga del banco. Mire, allí viene.
Policía: ¿La señora de la minifalda? No, pues ahora sí está en problemas: me los voy a llevar a los dos por faltas a la moral, porque con esa ropa su señora sólo provoca malos pensamientos.

Y así sucesivamente. Como se ve, entre la creatividad de los estafadores y la de los policías de tránsito hay una diferencia abismal. Los estafadores improvisan a cada segundo, adulan, convencen. Los transas simplemente tienen más autoridad que el cliente y lo ponen entre la espada y la mordida. Eso en el caso de que hubiera un “cliente”: la mayoría de las transas no tienen el calor humano que tienen las estafas.
A lo mucho, los transas aprovechan el poder de su firma (que se les ha dado como funcionarios públicos o privados que son), realizan una transferencia y ya. Hasta en eso el mundo moderno se vuelve más funcional y frío, sin el contacto personal que solía haber en los viejos tiempos. En los niveles más altos, así como en los más bajos, no es pues el ingenio lo que caracteriza los modos de ejercer la transa. Vea el diálogo que sigue:

Funcionario: ¿Ya está aprobado el presupuesto?
Secretario particular: Ya.
Funcionario: Bien. Toma el diez por ciento para ti…
Secretario particular: Habíamos quedado en el quince por ciento.
Funcionario: Agarra el trece y que no se hable más.
Secretario particular: De acuerdo.
Funcionario: Entonces toma el once por ciento para ti y el resto transfiérelo a mi cuenta en Suiza.
Secretario particular: El trece.
Funcionario: Que sea el doce. Y cómprame un boleto a Río de Janeiro para hoy mismo, porque después de ésta sí me agarran. Ah, y háblale a mi esposa para decirle que no me espere a cenar.

En los niveles más bajos de la transa están los que aceptan pequeños regalos en especie (unas flores, un boleto para el fútbol) por hacer lo que de todos modos deben hacer. Para ellos este manual puede ser útil, pues sin duda se trata de personas que necesitan de ayuda para superarse: ¿cómo puede creer que unas flores o un boleto de sol para el fut son la recompensa que un buen transa pueda merecer?
En los niveles más elevados están los sacadólares, los prestanombres, los secretarios de estado que otorgan contratos a sus propias empresas, los que abren cuentas secretas en Suiza con fondos de la nación, etcétera. Está de más decir que este manual no es para ellos, y más bien se les agradecería que publicaran uno para que al menos nos enteráramos de por qué estamos como estamos.

LOS MOTIVOS DEL TRANSA
No se haga ilusiones: para un transa no hay motivos elevados. Lo único que lo mueve es el dinero y lo que se puede comprar con él, sea comida o poder. Están los que transan para sobrevivir (los policías de tránsito que ya mencionamos: sus sueldos son malísimos), los que transan por transar (sí, los hay que son compulsivos, y hasta se está planeando la creación de una organización totalmente lucrativa llamada Transas Anónimos) y los que transan para pertenecer al selecto grupo de los que dictan los destinos de los países y los pueblos.
¿A cuál clasificación pertenece o quiere pertenecer usted? En este manual encontrará algunas pistas que le serán útiles, junto con algunos métodos que le ayudarán para lograr su objetivo —siempre pensando en su superación personal— y el contexto histórico de la transa para que no digan que es usted un ignorante que gana su dinero sin conocimiento de causa.