martes, marzo 06, 2007

Los guardaespaldas

Fragmento de la tercera parte del Manual del perfecto transa, PROMEXA, México, 1999.

¿Quién es el que anda por allí?

En algún momento, como el lector habrá adivinado, el Guardián del Fuego tuvo graves problemas con sus gobernados. Casi todos lo soportaban por el simple hecho de que, demonios, no terminaban de entender qué era aquello del gobierno, y alguien tenía que encargarse de eso. Pero había algunos que no sólo no lo querían como jefe, sino tampoco como habitante del planeta. Entre ellos se encontraban:

a) los que sentían que el Guardián del Fuego era un abusivo, y

b) los que querían ocupar su lugar.

Ambas categorías estaban integradas por las mismas personas.

En esa época las diferencias se resolvían de manera violenta e irracional, no de forma civilizada y pacífica, como en la actualidad, y la vida del Guardián del Fuego corría constante peligro. Así comenzó a sospecharlo la tercera o cuarta vez que una piedra se desprendió inexplicablemente a su paso y casi lo aplastó, y la décimasegunda vez que una lluvia de flechas envenenadas se precipitó sobre el lugar por el cual en ese preciso momento tenía que haber pasado según su programa de actividades, pero no lo hizo por uno de esos retrasos que desde esas épocas sufren los funcionarios públicos.

El Guardián del Fuego era, como ya se dijo, un tipo listo y muy fuerte, y en la tribu no había quien lo venciera en una lucha cuerpo a cuerpo. Pero tenía varios factores en contra:

1. Estaba solo: era el único miembro del gobierno.

2. Los de la tribu eran un montón.

3. No sabía cuántos de ese montón, ni cuáles, querían matarlo, de preferencia a traición, aunque intuía que todos.

4. Todavía no se habían inventado las puertas, y cualquiera podía entrar a su cueva y matarlo mientras dormía.

5. Únicamente tenía dos ojos, ubicados en la parte frontal del cráneo, que sólo podían ayudarlo a detectar el peligro cuando estaba despierto.

6. Las inmensas ojeras que tenía por la falta de sueño lo hacían ver menos guapo.

7. Necesitaba dormir.

8. Necesitaba dormir urgentemente.

En fin, el Guardián del Fuego estaba en problemas, y el mayor de ellos era que se le cerraban los ojos a cada paso. La falta de descanso, los atentados de los que se escapaba por un pelo, y que ocurrían con mayor frecuencia; la tribu que crecía, y con ella los problemas, que además se volvían más complejos, lo hubieran tenido al borde de la paranoia si por esas fechas alguien hubiera inventado el psicoanálisis. Había que hacer algo, por el bien de la tribu (es decir de él).

Y lo hizo.

Había unos prehumanos nómadas conocidos como Guar Urahs, que según los antropólogos florecieron en la región meridional de América del Norte. (Algunos filólogos creen que de esa raza se deriva el término “guaruras”, utilizado para designar a los guardaespaldas en lo que ahora se conoce como México. Los naturalistas, a su vez, han demostrado, a partir de restos encontrados en excavaciones y análisis de ADN, que dicha especie es una de las pocas que no ha presentado evolución genética alguna dentro del reino animal, y que los Guar Urahs actuales son muestras vivientes de la prehistoria de la humanidad.) Se dedicaban al saqueo de víveres y bienes, al robo de mujeres y a sembrar el miedo entre las tribus sedentarias de la zona; en suma, se divertían como locos. El Guardián del Fuego había logrado que su tribu se librara de sus incursiones, sobornándolos con generosas raciones de comida (que los Guar Urahs, en su lenguaje primitivo, llamaban “mordida”) y prestándoles algunas mujeres bajo el compromiso de que las devolvieran en condiciones de uso.

El Guardián del Fuego llamó al líder de los Guar Urahs, y durante doce días y doce noches intentó convencerlo de lo importante que era la unión entre los dos tipos básicos de caracteres predominantes: los hombres de tipo intelectual (como el propio Guardián del Fuego) y los hombres de acción (como los Guar Urahs). El líder de los nómadas terminó con un dolor de cabeza (además de que se comió la ración de mamut de un mes y a una de sus esposas) y no entendió nada de lo que le decía. Como excelente intelectual que era, el Guardián del Fuego puso en palabras sencillas un concepto filosóficamente complejo: los Guar Urahs lo cuidarían de sus propios conciudadanos y, a cambio, recibirían un generoso pago y podrían hacer los desmanes que se les viniera en gana. El jefe de los Guar Urahs entendió de inmediato y aceptó, no sin antes comerse a otra de sus esposas.

Y el Guardián del Fuego por fin pudo dormir.

Y no sólo dormir: también pudo salir de su casa y visitar a sus gobernados y pronunciar discursos (que habían sido el motivo original de los atentados: el tipo era insoportable cuando abría la boca) y, en fin, hacer la vida normal de un gobernante. A su alrededor siempre había una nube de Guar Urahs que lo cuidaban con celo, a cambio de los bienes que la propia tribu tenía que pagar para mantenerlos.

En realidad al principio nadie quiso dar un quinto (o su equivalente en pieles) para mantener al montón de prehumanos que se la pasaban golpeando gente, rayando las paredes, orinándose en las puertas, acosando a las jóvenes y cosas así; pero una incursión nocturna de los Guar Urahs los convenció de que les resultaba menos caro pagar que atenerse a las consecuencias. Y hasta eso era relativo: el Guardián del Fuego era abusivo, pero al menos había aprendido a pedir las cosas por favor y a veces se sonreía; los Guar Urahs que lo protegían se la pasaban haciendo desmanes contra los que nadie se atrevía siquiera a protestar, porque iban bien armados y sacaban sus palos y lanzas a la menor provocación.

Con la llegada de los Guar Urahs a la tribu apareció entre los humanos el germen de uno de los factores fundamentales para la fructificación de la transa: la civilización. Sin saberlo, el Guardián del Fuego había inventado varias cosas que subsisten hasta nuestros días:

1. Los guardaespaldas.

2. Los impuestos, que servían para pagar a los guardaespaldas.

3. El concepto de indispensabilidad de los gobernantes. Es decir: que era indispensable que él existiera para que la tribu no se sumiera en el caos y la anarquía.

4. Los conceptos de “caos” y “anarquía”. Es decir: las desgracias que ocurrirían si él no estuviera allí.

5. Un nivel más elevado de transas.

El Guardián del Fuego no desembolsaba un solo centavo para pagarle a los tipos que lo cuidaban. Y los tipos lo cuidaban de la gente que debía estar agradecida con él, porque en realidad todos lo detestaban. Y los de la tribu necesitaban un poco de orden para vivir en paz y armonía, pero igual hubieran podido ponerse de acuerdo entre ellos, y todos felices. En otras palabras, el Guardián del Fuego, aunque fuera un tipo insoportable, no carecía de genio: había armado todo un sistema social que servía sólo para que él pudiera gozar de toneladas de privilegios.

Durante miles de años, decenas de civilizaciones han seguido su ejemplo, para orgullo de la raza humana. Y no sólo eso: a lo largo de la historia los sistemas sociales han evolucionado cada vez más, en versiones corregidas y aumentadas de una historia muy antigua. Veamos, por ejemplo, lo que ocurría en el lejano Oriente hace unos miles de años.

Una versión corregida y aumentada
de una historia muy antigua

Al principio, y pagara quien pagara sus sueldos, el Guardián del Fuego sin duda necesitaba que alguien lo protegiera, porque en serio lo querían matar. Y usted dirá que nunca falta un loco que quiera darle un par de balazos (o pedradas) al Guardián del Fuego, sin más motivo que el que tuvo el asesino de John Lennon, es decir ninguno. Pero una necesidad práctica se convirtió, con el paso del tiempo, en status (es decir en símbolo de poder), y allí fue donde las cosas se pusieron interesantes en materia de transas.

En la antigua China, la respetabilidad de los señores feudales se medía por la cantidad de dinero que eran capaces de gastar. Y no había mejor modo de gastar el dinero que mantener a gente que servía para maldita la cosa. No era extraño que un señor que se respetara, cada vez que salía de su casa, fuera acompañado por:

· 2,528 soldados de a pie.

· 1,212 soldados de a caballo.

· 1,212 caballos militares.

· Un montón de caballos no militares.

· 60 palafreneros.

· 76 escoltas personales.

· 16 ayudas de cámara.

· 8 ministros, con sus respectivas esposas, hijos y criados (2,231 personas en total).

· 4 secretarios particulares.

· 11 amanuenses.

· 276 amigos íntimos (sin familia, para no cargarle la mano al presupuesto).

· 93 conductores de carruajes.

· 93 pajes.

· 93 criados que abrían las puertas de los carruajes.

· 93 criados que las cerraban.

· 2 manicuristas (una para cada mano).

· 2 pedicuristas (una para cada pie).

· 2 peluqueros (uno para cada hemisferio craneal).

· 1 barbero.

· 1 bigotero.

· 1 esposa.

· 1 escolta personal para la esposa.

· 1 manicurista, pedicurista y peluquera para la esposa.

· 15 concubinas.

· 1 escolta que también les hacía manicure, pedicure y les cortaba el pelo a las concubinas y, en sus ratos libres, a todos los demás de la lista, excepto el señor y su esposa.

· 142 hijos.

· 142 niñeras.

· 23 perros pekineses.

· 1 perro de raza desconocida.

· 6 eunucos.

· 7 cuñados y cuñadas, con sus respectivos cónyuges, hijos y criados (394 personas en total).

· 17 actores (incluidos saltimbanquis y magos).

· 26 músicos.

· 5 médicos.

· 2 astrólogos (siempre le gustaba tener una segunda opinión).

· 2 lectores para el I Ching.

· 54 cocineros personales.

· 1 cocinero para la tropa, los escoltas, los caballos, la esposa, las concubinas, los músicos, los médicos y todos los demás.

Sin contar, por supuesto, los cañones, rifles, municiones, ropa, forraje, provisiones para un año, libros, instrumentos musicales, cacerolas y las posesiones personales (o equinas, en el caso de los caballos, y caninas, en el caso de los perros) de todos los anteriores, y las carretas de transporte y los conductores de las mismas. Es decir: cada vez que al señor feudal se le ocurría salir a dar una vuelta se armaba la de Dios es grande, porque con menos de 7000 personas a su alrededor se sentía solito.

Hay algo seguro: el señor feudal era estúpidamente rico; darle de comer a toda esa gente, a todos esos animales, y a la mezcla de ambos, cuesta dinero. Y también las casas en las que vivían, la ropa que vestían y todo lo que consumieran corría por su cuenta.

¿Por su cuenta? Bueno, es un decir: el señor feudal estaba gordo como el zángano de la colmena, y era algo muy parecido a eso: ni una sola vez, desde su nacimiento, había movido las manos más que para que se las arreglaran las manicuristas (su esposa y sus concubinas podían dar fe de ello, con lágrimas en los ojos). En otras palabras, no había trabajado ni un minuto de su vida. Pero el dinero, como es bien sabido, se genera sólo mediante el trabajo. ¿De dónde salía entonces el dinero para mantener su cortejo? Del trabajo, por supuesto, pero no suyo, sino de hombres y mujeres que no tenían ni dónde caerse muertos, a menos que tuvieran la prudencia de morirse en los arrozales, en los que trabajaban de sol a sol, y evitarle así a su familia los gastos funerarios.

Los señores feudales del Oriente —y algunos del Occidente— llevaron, pues, los ideales y el comportamiento del Guardián del Fuego a niveles que éste jamás soñó. Y tenían los mismos problemas: aunque había mucha gente en su séquito que sólo andaba por allí para hacer montón, siempre estaba rodeado de soldados y escoltas personales porque eran necesarios para garantizar su sobrevivencia. ¿Quienes querían deshacerse de él? Por supuesto, otros señores feudales, para quedarse con sus tierras, pero ésos le avisaban con anticipación cuándo iban a armarle una guerra y no era necesario que anduviera de un lado para otro rodeado de todo su ejército. Los más interesados en su desaparición eran sus propios siervos, que cada tanto se hartaban de mantener los lujos del señor feudal mientras ellos se morían de hambre, y desataban sangrientas rebeliones.

A veces, por las noches, el señor feudal pensaba seriamente durante un rato y se daba cuenta de que estaba metido en un círculo vicioso: tenía guardaespaldas (todo un ejército) porque lo querían matar, y lo querían matar porque se gastaba todo el dinero en mantener a sus guardaespaldas. Y se sentía satisfecho por eso: era una muestra de que su riqueza era envidiada por todos. Entonces apagaba a sangre y fuego la última rebelión y contrataba otros quinientos soldados para que lo acompañaran a donde se le ocurriera ir. Y, aunque no hubiera rebelión en puertas, seguían acompañándolo cientos y cientos de personas, porque de esa manera podía demostrar que era rico, importante, poderoso y, sobre todo, transa.

Si se toma en cuenta que las rebeliones campesinas se producían cada veinte o treinta años, y que duraban unas semanas o meses, resultaba que la mayor parte del tiempo los señores feudales tenían un considerable cuerpo de seguridad a su alrededor que sólo les servía de adorno. Lo que para el Guardián del Fuego había sido una necesidad imperiosa, con el paso de los milenios se había convertido en un lujo… mientras no se desatara una rebelión de los que trabajaban para pagar ese lujo.

El tiempo siguió su marcha y llegamos a todos los gobiernos nacionales de, digamos, medio siglo a la fecha. (O casi a la fecha: ya quedamos que en este gobierno las cosas son diferentes.) Y nos encontramos con que los Guardianes del Fuego han proliferado, y que han evolucionado (los Guar Urahs, por su parte, conservan su pureza genética original), y que ahora el sistema de leyes ya los afecta a ellos también. Así, pues, sus transas deben ser mucho más sofisticadas y apoyadas en la ley… que desde luego ellos mismos escriben, interpretan y hacen que se ejecute. Ya no derrochan el dinero ajeno (el dinero que se transan) en todos los lujos estúpidos que les gustaban a los señores feudales del Oriente: ahora sólo se lo gastan en algunos lujos estúpidos; el resto lo ahorran o con él ponen empresas o construyen mansiones para que sus padres pasen su vejez (son unos hijos excelentes). Ya no traen séquitos de tres o cuatro mil personas, y ya no visten a sus caballos con piedras preciosas, por el simple hecho de que ya no usan caballos para transportarse, y porque las joyas se desprenden muy fácilmente de la carrocería de sus limusinas y hay que bajarse en cada semáforo a recogerlas.

Pero sigue habiendo un lujo al que no son capaces de renunciar: los guardaespaldas. Un funcionario no es nadie si no tiene un guardaespaldas. Y no sólo uno: mientras mayor sea el número de guardaespaldas, más importante se le considerará. Y el que tiene más guardaespaldas es el que puede pagar más, es decir: es el que ha logrado transar más dinero.

No hay que ser injustos: los Guardianes del Fuego de la actualidad (o por lo menos así era hasta el gobierno pasado) corren más peligro que nunca. Tienen intereses económicos encontrados, y tienden a resolver sus diferencias a balazos, aunque convencen a la tribu, ahora formada por millones de almas, de que en realidad tales diferencias son para determinar lo que más les conviene a ellos, los gobernados. Y aquí es donde viene una de las transas más esplendorosas y por la que menos personas protestan.

Los Guardianes del Fuego en realidad se cuidan los unos de los otros. Si A se transa a B en un negocio hecho a expensas del erario público, B manda a sus Guar Urahs para que desaparezca a A del mapa. A, por lo tanto, tiene que contratar sus propios Guar Urahs para que lo protejan de los de B, y que a su vez se hagan cargo de C, que la semana pasada se lo transó a él. Si sólo ellos tres anduvieran en ésas, no habría mucho problema; pero el abecedario no alcanzaría para mencionarlos a todos, y los números naturales apenas son suficientes. ¿Resultado? Un país en cuyas ciudades transitan toneladas métricas de funcionarios públicos rodeados de toneladas cúbicas de guardaespaldas.

Los hay de bajo nivel que sólo tienen un par a su servicio, además del chofer, que es una especie de Guar Urah de inteligencia superior. Sus transas seguramente son de bajo nivel, como lo demuestra el hecho de que no necesiten de tanta protección. Pero los hay que tienen ocho, diez y hasta veinte guardaespaldas: ésos son los de las transas que realmente valen la pena, y a los que el lector de este libro emulará si se le presenta la oportunidad.

Es claro, sin embargo, que no todos los que traen guardaespaldas necesitan protección. Y no porque no sean transas, sino porque son lo que llamaremos “transas de escritorio” o “de bajo nivel”, cuyos negocios se limitan a algunos taxis que dan en alquiler, un par de edificios de departamentos para renta, una tienda de souvenirs para turistas… No se llevan con narcotraficantes peligrosos, ni siquiera especulan en la bolsa de valores, y se aterrarían si les dijeran que alguno de sus taxistas se brincó un alto. Pero, al contratar guardaespaldas, tratan de que todo mundo, especialmente los que considera sus iguales, vean que es un tipo de lo más importante y cuya vida corre peligro… y que además es capaz de pagar guardaespaldas porque sus transas son jugosas.

El lector se preguntará: ¿y cuál es la transa de los guardaespaldas? Sencillo: todos los paga el erario público. Y no sólo eso: todo el mundo protesta por los abusos de los modernos Guar Urahs, pero muy pocos ponen su existencia en tela de juicio. Se considera, de algún modo, que la gente importante debe tener guardaespaldas: funcionarios públicos, empresarios, líderes obreros y campesinos, periodistas…

¿Periodistas? ¡Sí! ¡Periodistas! ¿Los que se encargan de mantener informada a la ciudadanía? ¿Los paladines la verdad? Sí, esos mismos. Pero no los que andan en la calle (y que también hacen transas), jugándose la vida en cocteles, recepciones en embajadas, comidas con los jefes de prensa y, de vez en cuando, asistiendo a peligrosas conferencias de prensa, sino los que ni siquiera salen de su oficina para hacer su trabajo, que casi siempre derivan en transas.

Los periodistas que salen a la calle protegidos por guardaespaldas están divididos en tres categorías:

1. Los que creen que su vida corre riesgo por su valiente ataque a las atrocidades del gobierno.

2. Los que creen que su vida corre peligro por su valiente defensa de las bondades del gobierno.

3. Los que creen que su vida corre peligro por su valiente ataque a las bondades del gobierno y su valiente defensa de las atrocidades del gobierno. (Los hay a los que les cuesta trazar una línea editorial clara y, por si las dudas, se hacen de un par de guardaespaldas).

¿Quién paga los guardaespaldas de los que defienden al gobierno? El gobierno, desde luego. ¿Y de los que lo atacan? El gobierno, desde luego. ¿Y de los otros? El gobierno, desde luego. Pero eso es el tema de un estudio mucho más extenso que el que el lector tiene entre las manos, que tal vez se publique en un futuro lejano. Por ahora, quede constancia del homenaje que este autor hace a los profesionales de la información y su valiente defensa de la verdad y, sobre todo de sí mismos.

En fin: los impuestos pagan a los guardaespaldas de casi todo el mundo, funcionarios y periodistas incluidos. Y de las esposas, hijos y amantes de funcionarios y periodistas.

No sólo eso: los impuestos también pagan los automóviles que manejan los guardaespaldas, y las motos que van despejando la calle para que pase el nuevo señor feudal y no llegue más de dos horas tarde a la reunión urgente de esa mañana.

¿No le da envidia? Es una transa magnífica, porque todo el mundo la aprueba. Vea cómo funciona el proceso:

1. El funcionario (o Guardián del Fuego) hace transas y se forra de dinero.

2. El funcionario se ve en peligro: los ladrones querrán robarle su dinero, y otros Guardianes del Fuego (a los que transó o que intentan despojarlo) quieren desaparecerlo del mapa.

3. El funcionario contrata guardaespaldas y pasa el recibo al erario público: el pueblo lo necesita y por eso debe protegerse. ¿Y quién va a pagar, sino el pueblo?

4. Los guardaespaldas no pueden ir —al menos no todos— en el mismo automóvil del funcionario: tiene Cosas Muy Importantes y Secretas que debe tratar por el teléfono celular (que también paga el erario, al igual que el automóvil, que será blindado y carísimo, y el bar del automóvil blindado y carísimo) o en persona con otros igual de transas que él. Entonces hay que comprarle un par de coches a los guardaespaldas (¿adivinó de dónde sale el dinero?), pero no puede ser cualquier automóvil. Tiene que ser uno que:

a) Cuente con medidas avanzadas en caso de ataque, que sea rápido para una fuga o una persecución y que reaccione al instante. Es decir: de los que cuestan muchísimo dinero.

b) Que vaya de acuerdo con la categoría del funcionario. Y, como todos creen que su categoría es muy elevada, los automóviles de los guardaespaldas serán de lo más lujoso que el erario pueda pagar (y ya vimos que el erario da para bastante).

6. Los guardaespaldas necesitan armas para cumplir con su tarea. (Otro pellizco al erario.)

7. Los guardaespaldas deben comer (otro pellizco) y necesitan instalaciones en la casa del funcionario para vivir (una tarascada).

8. Y así sucesivamente.

Lo curioso es que en ninguna parte encontrará usted una partida presupuestal en la que se diga: “Sueldo para guardaespaldas: Tantosmil pesos.” Porque una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, y en la ley no se prevé que el erario público le pague a los guardaespaldas, a menos que sea usted presidente o algo igual de elevado. Y los funcionarios públicos de alto nivel serán transas, pero respetan la ley, y jamás pondrían la fea palabra “guardaespaldas” en su lista de gastos.

Entonces ¿cómo es que viven los guardaespaldas del presupuesto nacional?

Si va a la Cámara de Diputados, la de Senadores y otros lugares donde se reúnen nuestros representantes ciudadanos, verá que muchos de los que andan por allí tienen uno o dos o tres o muchos guardaespaldas. Si logra obtener su reporte de gastos y lo revisa, llegará a la conclusión de que:

a) Los guardaespaldas que está viendo son producto de su imaginación.

b) Los propios diputados, contrario a lo que dice este libro, pagan con sus sueldos a quien los protege.

c) Las dos anteriores.

Falso. Los guardaespaldas son demasiado concretos para que usted se los esté imaginando (¿quién tiene la imaginación suficiente para inventarse algo así?) Y los diputados, que después de todo son nuestros representantes ciudadanos, cuidan cada centavo del dinero de los contribuyentes… al menos en el rubro que corresponde a su salario, bonos, viáticos y, fundamentalmente, gastos en los que debe incurrir para cumplir con la delicada tarea que le ha asignado la ciudadanía. Lo único que hallará será que se le paga una cierta cantidad a dos o tres o siete “ayudantes” o a un montón de personas que caen en la categoría de “personal secretarial”. Un guardaespaldas es entonces una especie de secretaria ejecutora (también las hay ejecutivas) demasiado grande y fea para que el patrón se atreva a dictarle cartas sobre sus rodillas.

Los señores feudales del Oriente podían llevar un séquito de miles personas no sólo porque el presupuesto público era de su propiedad privada, sino porque los señores feudales eran muy pocos y todo el presupuesto era para ellos. Ahora hay muchos séquitos alrededor de muchos señores, pero entre todos se gastan más de lo que se gastaba el señor feudal en sus épocas de mayor derroche. ¿Las cosas cambiaron? ¡Por supuesto! Ahora la riqueza se reparte entre más. Y, al ritmo al que va mejorando la distribución de la riqueza, quizá dentro de otros dos millones de años todos podremos tener nuestro propio guardaespaldas (los Guar Urahs se reproducen a un nivel aceptable, y para ese entonces de seguro alcanzarán), y ya no necesitaremos de gobernantes ni representantes ni nada. Por ahora es privilegio de muy pocos, pero es un ejemplo de cómo las personas de tipo intelectual (licenciados en su mayoría) hacen un interesante equipo con las personas de acción (los descendientes directos de los antiguos Guar Urahs), y de cómo en ese feliz encuentro florece la transa.

2 comentarios:

Walo dijo...

Me pregunto qué tipo de protección merecen aquellos periodistas demagogos, los cambian de expectativa cada vez que se presenta una oportunidad no sólo política, de todo tipo, aquellos que se inventan cruzadas, cacerías –autocacerías– nuevas religiones y, obviamente, nuevos héroes.
Conozco algunos “periodistas” que gozan de la protección de uno o varios guardespaldas. El “rating” los lleva a ser símbolos y ejemplos de la sociedad y, desde luego, deben cuidarse de ella.
Qué chusma, no.
Ahora, con las o los amantes, habría qué ver los gustos del “periodista” en cuestión.
Como algunos funcionarios, muchos tienen feas mañas. :D

Denise Phé-Funchal dijo...

jajajaja.....agggggggggg.... me quiero cambiar de planetaaaaa......