domingo, julio 31, 2005

Ripio

Del libro Terceras personas, Universidad Autónoma Metropolitana, colección Molinos de Viento No. 96, México, 1996. La traducción de este texto al francés por Thierry Davo aparece en este mismo blog bajo el título "Reliquat".



Dios: un ente harto de vida que roba los segundos perdidos y los coloca, sin delicadeza, en un buche inmenso.



Un animal sabe cuándo debe morir.



No importa que deba morir, sino la certeza de que la muerte tiene una fecha.
El deseo de ser fantasma: el horror de la esperanza. El sufrimiento en la muerte, pero al menos subsiste la conciencia.



Un Auschwitz repleto de ancianos.
Son la víctimas perfectas: se aferran con desesperación a los meses que aún les quedan, se retuercen.
La hora de la muerte: una mancha en el pantalón.



¿Cuál puede ser, realmente, el último pensamiento?
Nadie vive su último segundo.



Las ancianas cierran los ojos de los ancianos muertos. Noche de aullidos, siempre que la noche signifique tristeza.



El olor de un viejo triste, una uña enterrada, ojos llorosos que los remordimientos hacen considerar bellos.



¿Quién recuerda la voz de un anciano?



Un ángel anciano es una herejía. El infierno está lleno de viejos.



“Aún no estoy lo suficientemente loca para hablar sola. A mi edad rezar ya no sirve de nada, pero me gusta pensar que todavía no se me olvidan las palabras para llamar a Dios”.



¿Cómo no odiar la mirada de un perro a punto de recibir un golpe? Y sin embargo el placer de descargar el golpe.



Tener un gato sólo para envidiar su gracia.



“No es un paso en falso. Es la forma más fácil de llegar al fondo de las cosas”.

sábado, julio 30, 2005

Trece (Fragmento)

Publicado por el Instituto Mexiquense de la Cultura, Colección Confines, Toluca, México, 2003. En proceso de traducción para su publicación por Cénomane, de Le Mans, en traducción de Thierry Davo.



VIII
Me he pasado horas y horas frente a este cuaderno y lo disfruto. En las épocas en que quería ser escritor me tomaba muy a la tremenda lo de la escritura: cuidaba cada coma y cada frase como si la historia de la humanidad dependiera de las palabras. Quemé todo lo que había escrito (¡ah, los rituales!) y nada ocurrió. Ahora escribo por placer, no por angustia, y porque ya no tengo que responder ante nadie de mis palabras ni de mis actos.
Fijé un plazo y de pronto todo estuvo bien. Todo ha caído en su lugar y todo lo de la vida comienza a tener sentido. Veo colores, veo caras, oigo voces, siento el sabor de lo que pasa por mi boca. “Trece”, dije, y la magia de un número mágico –es decir definitivo– me dio una nueva visión de las cosas. “Ocho”, digo ahora.
Han pasado cinco días. Hojeo el cuaderno y he escrito en cinco días más de lo que escribí en años. No me importa si vale la pena gastarme así lo que me queda de vida. Sé que no, y allí encuentro buena parte del placer que siento al escribir y de esta lucidez que me emociona.
Aun así no puedo evitar el pensamiento de que, en efecto, estoy perdiendo un tiempo valioso que podría ocupar en… ¿qué? Me entra una prisa indefinible por hacer algo más que estar aquí sentado y escribir cosas que no tienen finalidad. Dentro de una semana, me consuelo, nada tendrá finalidad.
“Vivir la vida”. Así se le llama a hacer cosas desesperadas que tampoco tienen finalidad: ruido en las discotecas, drogas para ser inmortal, alcohol para no sentir ni la borrachera, velocidad en la carretera para tomar conciencia del poder que da la fragilidad ajena, que es la propia. Escribir puede ser menos emocionante que todo lo demás, pero dentro de nueve días dará igual que haya ido a todos los museos o que haya poseído a todas las mujeres: me quedan ocho días, y en la existencia del plazo encuentro la intensidad que había perdido.
Me doy cuenta, y paradójicamente me preocupa, de que no alcanzaré a corregir lo que he escrito; es un prurito que me queda de la época en que creí que tenía algún talento: uno por ciento de talento, noventa y nueve por ciento de sudor. ¿Quién lo dijo? Alguien que tenía el talento suficiente para crear frases humillantes. Dice el manual que uno debe escribir con locura, dejar que el texto repose y se asiente, retomarlo y corregirlo como si otro lo hubiera escrito, y seguir corrigiendo, y reescribir, y otra vez el cajón, y otra vez el reposo… Es un trabajo de paciencia, y tengo paciencia; lo que no me queda es tiempo. Tampoco quiero posponer lo que ya está decidido: perdería la lucidez y entraría nuevamente en el cauce de la vida, volvería a importarme el estilo, la distribución de las comas, ciertos énfasis, y no tendría nada de qué escribir.
Quizá decida morir sobre este cuaderno, sobre la última hoja que escriba. Quedarán muchas páginas en blanco: hay quinientas, y mi letra es pequeña. Mi sangre, si se lo ve de un modo perverso, sería una firma interesante. Que la última imagen que me lleve sea la de este cuaderno, de las tachaduras, de la s que se confunde con la r, de la mezcla de letra cursiva con letra de imprenta, la a que se parece tanto a la e
No, no sería una buena imagen. Si uno está consciente de su último segundo, sería triste preguntarse si el que lea estas notas entenderá la letra, si comprenderá esa palabra que le da sentido a absolutamente todo, y de la que yo mismo no tengo noción. Quizá debí comprar una computadora portátil, escribir a gusto en un procesador de textos, cuya letra será necesariamente legible, corregir al final del día lo que haya escrito, imprimir. O dejar la computadora encendida para que quien la encuentre –quien me encuentre– vea que allí está la inútil memoria de un tipo que se la pasó escribiendo porque, a lo mejor, escribir era lo más importante para él.
No deja de haber algo de Werther en el cuaderno azul y la tinta negra. La computadora está bien, pero las tachaduras tienen un cierto calor y son, en sí mismas, parte de la nostalgia por la vida. Puede ser que esa persona llamada A Quien Corresponda trate de ver si en la frase tachada hay una pista que indique claramente el porqué de lo que hice, o intente interpretar los glifos o los dibujos y notas al margen para buscar mis motivos. Y no los encontrará, porque no los hay. ¿Qué más claridad que la que dan los hechos simples y llanos? Un cadáver sobre un cuaderno basta para que cualquier razón, más allá del hecho, sea insuficiente o superflua. Pero que busquen en mi letra; talvez encuentren algo que se me pasó por alto.
Me gustaría saber para quién escribo. Le estoy dedicando mucho del tiempo que me queda. Quizá sea para alguno de mis amigos, digamos M. Quizá, si él me encuentra, tire el cuaderno a la basura con horror y ni siquiera piense en leerlo; ¿quién puede creer que todas estas hojas garabateadas son un modo de decir “no se culpe a nadie de mi muerte”? Sí, M. sería capaz de tirarlo o, peor aún, de guardarlo sin leer. Sería un modo de negar mi muerte o los motivos probables de mi muerte.
¿Qué diría mamá? Posiblemente se pondría furiosa; posiblemente se pusiera a llorar porque es lo que se espera de una madre. Pero ella sabría qué es lo que está pasando desde la primera hoja. Mamá sabe más de lo que supongo, y de lo que ella misma supone. También papá sabe, y mi hermana, aunque tratarán de no pensar en eso, es decir en esto. Que no se culpe a nadie de mi muerte, pues, pero que nadie trate de ignorarla o de fingir inocencia. O que la ignoren y que finjan, qué diablos: por algo he de morir. Porque todo lo que escribo aquí no explicará nada. No es un manifiesto, como debe serlo una nota de suicidio. Apenas son palabras de alguien en proceso de convertirse en la carne que la da sentido a una tumba.
(Pienso en una tumba y pienso en El entierro prematuro, de Poe. Quemen mi cadáver. Por favor. No quiero que mi cuerpo se pudra aunque yo no esté en él. Que no quede nada de mí. Por favor. Los cementerios son museos perversos. No quiero ser una de las piezas de exhibición. Hasta ahora sólo he llegado al umbral, a la parte bonita, adornada por grandes monumentos, lápidas con faltas de redacción. No quiero pasar de allí: detrás de esa belleza se encuentra el horror. No quiero que siete años después, si vence el contrato, el enterrador haga su faena y alguien –quizá mi hermana– sienta que algo se le desgarra cada vez que la pala se clave en la tierra, que mi cadáver haga el camino de regreso y ella vea, me vea, se vea en lo que queda de mí. No quiero que reciba un saco con huesos, algo de pelo quemado, unos jirones de la camisa de cuadros que tanto me gustaba. ¿Hay algo más impúdico que ser desenterrado? No me gusta la idea de que todos sepan lo que me ocurrió allá abajo, lo que les pasa a todos mis compañeros de muerte: la galería de los horrores. La cara que recuerden de mí no será la misma, ni mi cabello, ni mis manos que alguna vez acariciaron a la mujer de la ventana. Mi boca ya no tendrá boca, y ellos lo sabrán, y el hecho de que lo imaginen será peor que si lo vieran. Saber, aun sin ver –especialmente sin ver–, será dolor, miedo, angustia. No quiero que piensen en mí, en algún momento, como el ser corrupto que puede abandonar la tumba, no quiero ser el cadáver doliente que se niega a morir. Pienso en los ataúdes de aluminio como el símbolo de la perversidad: no permitir que los muertos escapen, quererlos allí, disponibles, cada grano de materia atrapado en un cajón hermético, caluroso, intolerable. No eres mío, pero no escaparás. Siempre que venga estarás allí, todo, sólo para mí, irrevocable, irreconocible, te extraño. ¿Cómo sería tu cara si me oyeras? ¿Responderías con la misma voz de antes? Mamá me encerraría en un ataúd de aluminio. Por favor, que me quemen.)
Pierdo el tiempo, pero no porque escriba, sino porque no estoy siguiendo las reglas de este juego sin reglas. He gastado un par de páginas del cuaderno en vano porque no quiero hablar del escenario de mi muerte, ni de los cementerios, sino de lo que ocurrió anoche, hoy en la madrugada. (Que el ciclo de sueño sea la división entre un día y otro.)

miércoles, julio 20, 2005

Los bárbaros se van en febrero

Texto escrito en abril de 2000. Publicado en El ojo de Adrián No. 2.



Los bárbaros terminaron de irse hoy. No se llevaron más que su sombra.
Cuando llegaron éramos pobres; ahora también. Nada ha cambiado, ni siquiera la sonrisa confiada del Alcalde. No hay una silla más, un florero de menos. No rompieron nada ni construyeron nada. No violaron a nuestras mujeres.
Llegaron un 29 de febrero; hoy, 29 de febrero, han terminado de irse.
Si vuelven no será antes de cuatro años; los bárbaros sólo llegan en año bisiesto. Ahora deberán vagar cuatro años antes de llegar a ninguna parte.
¿Por qué vagarán durante tanto tiempo, si pudieron quedarse?, preguntan los más jóvenes.
Para purificar su alma, contestan los sacerdotes. Para llegar más lejos, dicen los científicos. Para que valga la pena, dicen los que en otro lugar serían descubridores de ríos y exploradores de desiertos. (Aquí sólo son gente.)
No dejaron nada, ni siquiera sus huellas. Diez de entre los más fuertes y valientes cerraban la marcha y caminaban de espaldas a las legiones, emparejaban la tierra con los pies, con movimientos complejos y sincronizados, como si bailaran.
Ahora somos libres y nadie sueña.

martes, julio 19, 2005

Reliquat

De Tierces Personnes, Cénomame, Le Mans, Francia, 2005. Traducción de Thierry Davo.




Dieu : un être débordant de vie qui vole les secondes perdues et les place, brutalement, dans un énorme gosier.



Un animal sait quand il doit mourir.



L’important n’est pas qu’il doive mourir, l’important c’est d’être certain que la mort a une date. Le désir d’être un fantôme : l’horreur de l’espoir. La souffrance de la mort, mais au moins la conscience subsiste.



Un Auschwitz rempli de vieillards.
Ce sont les victimes parfaites : ils s’accrochent désespérément aux mois qui leur restent, ils se tordent.
L’heure de la mort : une tache sur le pantalon.



Quelle peut être, réellement, la dernière pensée ?
Personne ne vit sa dernière seconde.



Les vieillardes ferment les paupières des vieillards quand ils meurent. Nuit de hurlements, pour autant que la nuit soit synonyme de tristesse.



L’odeur d’un vieux triste, un ongle incarné, des yeux larmoyants que les remords rendent beaux.



Un vieil ange est une hérésie. L’enfer est plein de vieux.



"Je ne suis pas encore suffisamment folle pour parler toute seule. À mon âge, prier ne sert plus à rien, mais j’aime me dire que je n’ai pas encore oublié les mots avec lesquels on appelle Dieu."



Comment ne pas haïr le regard d’un chien sur le point d’être frappé ? Et pourtant le plaisir de frapper.



Avoir un chat rien que pour envier sa grâce.



"Ce n’est pas un faux pas. C’est la manière la plus facile d’arriver au fond des choses."

viernes, julio 15, 2005

Espejos

Texto publicado en el volumen Los mejores cuentos mexicanos 2004, en compilación de Eduardo Antonio Parra. Editorial Joaquín Mortiz.

I
—La locura es siempre una opción —dice después de un rato largo.
Espero que sus ojos muestren algo más que la tristeza habitual, pero siguen impasibles, verdes y equívocos.
—En algún momento hay que decidir —continúa—. Siempre hay que decidir. Te colocas en el marco de la puerta y te preguntas: ¿Me vuelvo loco o salgo y pretendo que nada diferente a lo de ayer estuvo a punto de pasar? O enciendes el carro, pisas el clutch, le das un par de golpes al acelerador y te dices: Pues bien, cierro los ojos y me lanzo calle abajo, a ver qué ocurre, y después de lo que ocurra me vuelvo loco. Pero agitas la cabeza, sonríes, ves por el retrovisor, sacas el clutch con prudencia, arrancas. Olvidas que estuviste a punto de ser tú mismo por última vez, y lo olvidas porque decidiste que ser tú mismo era otra cosa, no volverte loco, y volverte loco quizá le hubiera dado sentido a todas las dudas que hubieras tenido alguna vez. ¿Entiendes ahora?
Muevo la cabeza de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, y así sucesivamente. Él hace lo mismo desde el otro lado del cristal, tres, cuatro, seis veces, cada vez con mayor lentitud, con menor rapidez, y al final sonríe. Sonrío también, muevo los labios y él habla:
—Pero todo tiene una trampa. Si te vuelves loco, es ya otra persona la que ocupa tu cuerpo, alguien que no tiene noción de su locura, que no es tú aunque sea esencialmente tú. Se te acaban las opciones, te moriste, así el psiquiatra navegue dentro de ti con sus químicos y sus palabras y te traiga de regreso y seas lo mismo que eres ahora.
Me río sin abrir la boca y hace lo mismo. Sus ojos siguen verdes.
—Si eliges una locura a medias, a lo sumo se te pondrá agrio el carácter, o creerás alucinar, esperarás oír voces, pero sólo oirás ecos. Por eso los neuróticos son patéticos: están en una zona intermedia entre la razón y la necesidad de no perder la razón. Son locos mediocres.
—Entonces ­—leo en sus labios mientras hablo— la locura no es una opción, sino una excepción.
Baja la mirada y miro sus zapatos.
—Claro que es una opción. Si te vuelves loco, literalmente te mueres y ni siquiera lo sabes. Un loco es un loco porque cree que está sano. Un loco que se sabe loco no está enfermo, es otra cosa: un santo, un poeta, un iluminado, un tipo cualquiera. Pero tú no quieres eso.
Sé lo que piensa y lo que responderá, y aun así pregunto:
—¿Cuál es la tercera opción?
—El miedo —dice antes de que termine la frase, y sus ojos son ahora soles que queman mis ojos verdes—. La locura te mata; la neurosis te vuelve ciego, o impotente, o mal padre, o inútil. Sólo el miedo te hace vivir y te da motivos para seguir viviendo.
—Sabes que no es cierto —me digo—. El miedo también te inutiliza o te enloquece o te vuelve impotente. No hay neurosis sin miedo.
Nos rascamos la cabeza, uno zurdo, el otro diestro. Nos mostramos los dientes fingiendo que eso es una sonrisa.
—Confundes el miedo con el dolor. Tú sabes lo que es el miedo.
Los dientes se convierten en una carcajada.
—No me duele hablar con el espejo, ni me asusta —me seco una lágrima—. Tampoco veo miedo cuando te veo.
—Entonces estás loco —dice con falsa lástima—. Pero eso ya lo sabías, aunque sea contradictorio.
No lo sabía, y no veo la contradicción, pero río de nuevo.


II
Morder un espejo, desde luego, y seguir mordiéndolo hasta que sea polvo. Cada grano de ese polvo reflejará tu paladar, tus dientes sangrantes y tu lengua, pero nadie podrá verlo si no abres la boca. (No abrirás la boca.) Mientras más pequeños los trozos, mayor la cantidad de reflejos y mayor la cantidad de laberintos de ésos que se crean al enfrentar espejos. (La verdad del laberinto es el laberinto.)
Cuando uno está en medio de del laberinto no hay miedo, sino una conveniente simulación del miedo: siempre existe la esperanza de salir. Lo de Teseo se ha magnificado más allá de toda proporción; era apenas cuestión de tiempo.
No hay nada, pues, dentro de un espejo, excepto reflejos, vidrio, azogue. Y el miedo, pero sólo cuando el espejo está en un cuarto a oscuras, o en trozos dentro de la boca y uno siente la urgente necesidad de tragar.


III
—¿Por qué no hay sonido en los espejos? —pregunto.
Alza los hombros y los baja con rapidez. Mis músculos, sin embargo, no se han movido.
Después habla y sigue hablando, pero no escucho: el espejo, por fin, guarda silencio.


IV
Inténtalo. Pon un espejo de frente a un desierto y después vete: seguirá reflejando con vida propia lo que haya frente a él, sin juzgarlo ni temerlo.
Regresa, o dile a tu nieto que regrese, y serás lo más importante que haya dentro del espejo, o tu nieto lo será, si es el caso: el desierto será sólo desierto.
Cuando te hayas hartado de ti mismo, quiébralo y muerde los pedazos. No te olvides de escupirlos; que tu nieto no lo olvide.


V
1. Un espejo permanece en un recinto vacío y absolutamente oscuro durante poco menos del término natural de la vida de quien lo creó a su imagen y semejanza.
Responder:
a) Si su creador vive, ¿por qué lo condenó a la tortura de las sombras, siendo el espejo un ser de luz?
b) Un espejo ¿refleja la oscuridad? ¿Qué refleja cuando se encuentra a solas en medio de los miedos de su creador?
c) ¿Cómo enloquece un espejo? ¿Qué refleja cuando enloquece? ¿Cómo recuperará la cordura? ¿Qué cicatrices le quedan?

2. El mismo espejo, la misma situación. La puerta se abre. Aparece su creador en el marco de la puerta.
Responder:
a) ¿Se deshace el espejo en moléculas de polvo? ¿Por qué?
b) ¿Puede negarse a reflejar a su creador? ¿Ignorarlo? ¿Mostrarle sin contemplaciones su verdadero rostro?
c) ¿Le mostrará la imagen de la última vez que lo vio para convencerlo de que en la oscuridad del tiempo no transcurre?
d) ¿A qué velocidad pasa el tiempo en la oscuridad?


VI
—En la locura no hay sueños —insiste—. Todo es verdad, y palpable. Todo es vigilia. Si estás cuerdo y sueñas, sientes que tocas tus visiones; si estás loco, las tocas, simplemente. En términos prácticos da lo mismo una cosa que la otra, estar loco o cuerdo: no hay diferencia entre tocar las visiones y sentir que las tocas.
Nos rascamos una oreja. Dejamos de respirar durante siete, diez, quince, veinticuatro segundos. Me tapo la boca con fuerza, para permanecer callado, y él continúa:
—Sólo en el miedo lo que tocas es diferente de lo que sientes que tocas. Si no sientes miedo, si tocar es tan natural como seguir respirando (en el miedo hasta la respiración está en duda), nunca sabrás si estás cuerdo.
—La razón, entonces, es el miedo —intento—. Sin miedo no hay razón. No sé.
—Nadie sabe —contesta a través del cristal—. Es decir: tú no lo sabes.
—Esa es una respuesta barata —lo desprecio.
—Los espejos no mienten —se entristece—. A ningún precio.


VII
a) ¿Por qué mienten los espejos cuando mienten?
b) ¿Cómo mienten?
c) ¿Qué buscan cuando mienten, si algo buscan? ¿Qué encuentran?
d) ¿Qué provoca en un ser humano la mentira de su espejo?
e) ¿Cuál es la mayor cantidad de personas a las que un espejo es capaz de reflejar por pulgada cuadrada? ¿A cuántas es capaz de decirles simultáneamente la verdad? ¿Secuencialmente? ¿Individualmente?
f) ¿Qué reflejará un espejo al que se ha tapado con una manta como castigo por mentir de manera persistente?


VIII
¿Y si fuéramos las imágenes de lo que ocurre del otro lado del espejo?
No tendríamos —no tenemos— noción de que nuestros actos son inútiles, porque son una repetición mecánica e insustancial de actos verdaderos, y dolerse o alegrarse por el futuro o el pasado sería —es— simulación de cosas que no entendemos: somos sólo la imitación de formas, de movimientos y modos, pero los procesamos como si tuvieran valor por sí mismos. Quizá del otro lado del espejo —del lado verdadero— la risa signifique indiferencia, y el llanto sea el método más anodino para limpiarse los ojos, nada más.
¿Qué pasa si estamos en un cuarto sin un espejo que nos refleje, es decir: del que no seamos el reflejo? No importaría —no importa—, y nada cambiaría —nada cambia—: siempre hay rincones ocultos en los espejos, puertas cerradas, puntos oscuros, formas equívocas. Eso somos en un cuarto sin espejos: sombras equívocas.
Entonces el miedo ya no tiene sentido, ni la locura, ni la razón; todo sería simulación, incluso la muerte: no sabemos qué es un cadáver del otro lado del espejo; no sabemos por qué lo entierran, por qué lo lloran, por qué lo abandonan, qué le está ocurriendo mientras se pudre.
Es inútil, pues, sumergirse en la locura, abandonar a los locos en asilos, ir los martes al psicoanalista, alucinar los miércoles por la noche: no elegimos nuestro destino ni el ajeno.
Un baile de simulacros en un cuarto sin espejos: ésa sería la clave si no fuéramos la sustancia de lo que se refleja en los espejos, si fuéramos sólo lo que se revela y se esconde en los espejos.


IX
Un ciego ante un espejo: un espejo ante un ciego.
Para un ciego el espejo no es una revelación, sino una superficie fría que le impide el paso.


X
1. Tezcatlipoca cojea: uno de sus pies es un espejo de obsidiana.
Todo lo que se refleja en ese espejo es oscuro y difuso. El reflejo es la caricatura de un reflejo, la caricatura de una simulación. Una de sus piernas se asienta directamente sobre la tierra; la otra, sobre una mentira. (Para verse el rostro en ese espejo es necesario postrarse ante el dios: un acto simple y terrible.)
En el tiempo humano, Huémac, sacerdote de Tezcatlipoca, emborracha con pulque a Ce Acatl Topiltzin, sacerdote de Quetzalcóatl, y lo orilla al incesto. El golpe maestro es ponerle ante el rostro un espejo de obsidiana. Topiltzin, avergonzado, abandona Tollán y huye de sí mismo. Llega al Golfo de México y se inmola con fuego: lo que vio en el espejo lo mató; quemar su cuerpo fue cuestión de trámite.
Sólo mediante el fuego se escapa del frío del espejo.

2. Los espejos de azogue no reflejan a los vampiros. Está escrito. (Trachtmann (Tratado de las cosas..., II: 27) asegura que los espejos son ventanas hacia Dios. Ningún ser demoniaco puede acceder a la Gloria, y por eso los vampiros son despreciados por los espejos: reflejarlos sería manchar lo sagrado, y lo sagrado no puede sufrir mácula. (Pensar que un vampiro es suficiente para provocar la menor alteración en el mundo de lo sagrado es una herejía, pero Trachtmann no parece notarlo.)
El vampiro no es un ser impuro por su carácter infrahumano o ultrahumano, sino precisamente porque es esencialmente humano: es puro. No sufre de deseos carnales, pero su lujuria es extrema. Eso es un extremo: no precisar de la carne ni de la irracionalidad de la pasión para ejercer la lujuria, porque la lujuria no está en el cuerpo, sino en los pilares mismos del alma.
A un vampiro no le interesa reflejarse en un espejo: no necesita de la confrontación constante consigo mismo ni de confirmaciones solitarias periódicas para saber que existe. Para un espejo es inútil reflejar a un vampiro: es un ser inmortal, inmune al miedo.
Pero un espejo puede reflejar el sol y matar a un vampiro con el reflejo. Lo mataría sin juzgarlo, incluso sin intención, sin sentir remordimientos, sólo porque en la naturaleza de la luz está reflejarse en los espejos, y en la de los espejos matar a los vampiros sin darles el consuelo de reflejarlos mientras se queman.
Los vampiros se reflejan sólo en los espejos que no son de azogue y estaño, y cada vez quedan menos.

3. Un espejo en el techo de una habitación de cualquier hotel de paso es testigo, a cada instante, de lo más esencial que hay en los humanos: la desnudez y la mecánica del instinto.
Si los espejos fueran puertas, ¿qué se escaparía a través de ellos?

4. Masticar el espejo de una casa de locos. Y luego escupirlo.

5. Medusa se convierte en piedra al reflejarse en un espejo. ¿En qué se convierte el espejo, si no lo es ya desde antes? ¿Qué ocurrirá con la siguiente persona que se coloque ante él para, digamos, arreglarse el cabello, y por descuido se mire a los ojos?6. Los mayas colocaban frente a frente a dos niños y les decían: “Ése eres tú.” Los niños quizá no comprendieran el significado profundo del ritual, pero al menos no estaban obligados a mirar de frente su propio rostro.
(¿Cuál es el tema recurrente de las pesadillas de un hombre que nunca ha visto su cara?)

7. Narciso ve su cara en el espejo y nota que se le llena de vellos: cree que su perfección se acaba —en realidad comienza— y decide matarse.
Un hombre cualquiera se rasura ante el espejo y se corta por accidente. Se lava la herida, la cubre con un trozo mínimo de papel higiénico y se va a la oficina. Treinta años después se pega un tiro para huir de la vejez. En la muerte encuentra la perfección sin pasar por las etapas más penosas del proceso. Por eso no puede enterrarse a los suicidas en tierra santa: saben algo que los muertos comunes y corrientes descubrieron por azar, por accidente, por edad, y el conocimiento ofende a Dios.

8. Adán y Eva, de pronto, se ven mutuamente desnudos y sienten vergüenza.
Ante un espejo se hubiesen dado cuenta de que no había de qué avergonzarse; no tenían puntos de comparación, y su grasa, sus vellos, sus manchas lunares, sus sexos, eran perfectos.
La fealdad no nació con los humanos, sino con los espejos.

XI
—No es la locura lo que temes —dice, y voy repitiendo sus palabras—: es la imagen de la locura. Ves a un loco en la calle y piensas: no quiero verme así. Sólo mucho tiempo después tienes la noción de que estar loco no es verte de cierta manera, sino procesar de cierta manera tu relación con la gente, con los lugares y las ideas.
—Eso —me emociono—: estar loco es una idea.
—Sólo si no estás loco —responde el espejo.
Hablo conmigo mismo —noto de pronto— y no sé qué me diré, qué contestaré, que cambiará en mí cada vez que escuche mis propias palabras. Y está bien, pero no deja de parecerme sospechoso.
—No estás loco —dice previsiblemente el del espejo—. No podrías hablar de la locura si estuvieras loco, excepto para negarla. Así pasa.
Si fuera sordomudo, pienso, y si fuera también ciego, la locura no sería una posibilidad, pero la cordura no valdría más que el hecho de respirar, defecar y estar triste. (¿Triste? ¿Con respecto a qué?)
—No se le puede dar la espalda a un espejo —oigo detrás de mí—. No sabes lo que va a reflejar. No sabes lo que pasa dentro de él mientras no lo ves, y la incertidumbre es peor que la certeza de verte de frente con todos tus tics y tus cicatrices y tus dientes torcidos.
Siento escalofríos, pero abro la puerta.
—Te lo advierto —dice, pero mis labios ya no se mueven—. ¿Sientes el dolor en el pecho? ¿Sientes que morirás en cualquier momento? ¿Sientes que nadie te llorará, y que sólo se puede morir si hay alguien que llore por uno? O que ría, es igual, pero son muy pocos los que ríen ante los cadáveres de los que murieron de miedo.
Me giro y lo veo a los ojos: llora. Toco mis ojos y están secos. “Así que esto es todo —me digo—. Así que la locura es sólo esto.”
Salir a la calle es ahora innecesario. Entrar en el espejo es imposible: ya estoy allí.
—Elige el miedo —me dice en voz muy baja.
Me miro los pies. Son los mismos pies de siempre. Miro las paredes. No han cambiado. No cambiarán.
—¿Hace cuánto llegué? —le pregunto.
—Sólo el miedo —responde.
Apago la luz y nos sentamos a esperar.


XII
El olor de un espejo: nada. El sabor de un espejo: vidrio.
No puede castigarse un acto de justicia con siete años de mala suerte.