miércoles, agosto 29, 2007

Sobre la depresión

Ensayo inconcluso, pero publicado en algunos medios electrónicos. Escrito en 1994 o 1995.





Uno se complace con el dolor del alma como con un buen trozo de chocolate amargo. Uno agarra esa bola llena de vellosidades y dientes y la mira fascinado, le da vuelta entre las manos, la besa, se acaricia la cara con ella hasta sacarse sangre. Y sonríe.
Uno está encantado con la sensación. No se trata de los disgustos o dolores de costumbre: éste tiene un sabor especial, una intensidad que desarma. Se puede comer de ello a cucharadas y no hay hartazgo. Después de mucho tiempo de rutina (peleas rutinarias, aburrimiento rutinario, deseos rutinarios, trabajo rutinario, pérdidas que se hacen cada vez más constantes y rutinarias) uno encuentra que esa vividez es maravillosa: puede sentir cada centímetro del cuerpo, cada milímetro del alma, cada latido del corazón. (El corazón late con irregularidad: Pom. Pom pom. Pausa. Pom.) Es, al menos, algo nuevo.
Uno puede sumergirse en la sensación aunque sabe que no es nada agradable, y que con el paso de los días será aun peor (¿realmente sabe uno que será peor?). Uno se mira los brazos y festeja la hiperestesia, la carne de gallina; las piernas, por las noches, están tan tensas que no dejan dormir; se pone la oreja en la almohada y el sonido del corazón desespera; pero la desesperación también es estimulante. (Pom. Pom pom. Pausa. Pom.) ¿Cuándo dejará de latir?, se pregunta uno. ¿Cuál será el último latido? (Pom. Pom pom.) Éste es el último latido, dice uno, y se incorpora agitado, aterrado, porque el cuerpo no quiere morir. Y uno se dice: Mi corazón no puede detenerse, no ahora que mis sensaciones son tan vívidas. (Pom.) Y desde ese día uno no puede dejar de pensar en los latidos del corazón, y el silencio es un enemigo siniestro porque hace que se escuchen en el momento menos deseado (todo momento es el menos deseado): POM. POM POM. Pausa. POM.
Entonces la gula de dolor, de sensaciones nuevas, se convierte en miedo, y allí es donde uno comienza a estar en problemas.
(Uno es incapaz de controlar la gula. Uno piensa en la bulimia: comer compulsivamente, vomitar compulsivamente, volver a comer y así en un ciclo terrible. Al principio habrá placer; después viene la angustia. Uno cree que aún se trata de placer, y sólo se da cuenta de que el placer desapareció hace mucho, cuando ya no hay regreso.
Una garganta destrozada de tanto vomitar: una imagen desagradable para comenzar.)
De pronto uno siente, con mayor frecuencia que nunca, que se le va la respiración en la madrugada, cuando apenas comienza a dormirse, y abre los ojos con terror. Sufre un constante nudo en la garganta, los ojos miran cada vez más tiempo hacia dentro y el exterior comienza a desdibujarse, el cuerpo se insensibiliza y también el alma. Es la muerte se va instalando. La cara de esamuerte es la misma que se ve todas las mañanas al afeitarse o lavarse los dientes. Una muerte personal, muy de uno mismo.
No se trata necesariamente de una muerte física. Hay un grado hasta el que uno tiene noción de que está mal pero, qué diablos, una pequeña crisis de vez en cuando es incluso saludable. Uno nunca deja de creer que puede controlar la situación, que de hecho la está controlando, aunque quisiera que ya todo hubiera terminado y que fuera el año 3000 y estar riéndose por lo estúpido que fue al dejarse vencer por un monstruo que no era para tanto. Pero la muerte ya se instaló, y toda muerte es irreversible. Uno, en el año 3000, si es que llega al año 3000, estará tan muerto como el primer día en que tuvo conciencia de que se sentía mal; pero ya se acostumbró, o cree que se acostumbró, o quisiera haberse acostumbrado a esa necrosis en el espíritu, un lugar junto al que uno pasa en los momentos de mayor soledad pero que evita pisar porque se ve mal y huele mal, y siempre se verá y olerá mal.
El dolor del alma, que en algún momento pudo resultar placentero, nunca desaparece. Uno llega a acostumbrarse a él, como a la bala enquistada junto al hueso, que no te matará, pero que te molestará un poco en las noches de frío.
¿Cómo no pensar en el psicoanálisis, ese remedio a medias? Es incapaz de curar las heridas, porque pueden ser tan profundas que nunca cerrarán. Sin embargo logras algo de paz: estarán abiertas, pero al menos anestesiadas. Tus fantasmas no desaparecerán: sólo te acostumbrarás a vivir con ellos, a tenerlos dentro de ti sin terror. Tampoco con gusto, pero no te matarán, como sí te mataría -el alma, el cuerpo, la inteligencia, qué más da- una buena neurosis de angustia o un delicioso delirio de persecución.
Pero uno huye del psicoanálisis o de las pastillas antidepresivas o de cualquier cosa -caricias, palabras de alivio- sobre la que no tenga control absoluto, como si hubiese algo sobre lo que se pudiera tener control. Uno -el héroe de su película particular- cree que por sí mismo podrá encender la luz y hacer que las sombras se vayan por arte de abracadabra. Entonces se escoge el mecanismo de sobrevivencia que encuentra más a mano, el que ha dado vida a refranes como "un clavo saca otro clavo" o "el fuego se combate con fuego": sustituir un dolor con otro dolor, como se sustituye una mujer por otra, un trabajo malo por otro peor, un golpe contra la pared por la muela que palpita y palpita y palpita y no deja dormir. El dolor viejo pasa a segundo plano y el nuevo, rozagante, fresco, joven, salvaje, se instala y roe y duele más, pero al menos es un cambio, y durante algún tiempo uno cree que la situación es manejable. El dolor envejecerá y se enquistará, y entonces uno se buscará otro que lo alivie. Y así sucesivamente.
De dolor viejo a dolor nuevo, uno va llenándose de agujeros que supuran aunque se hayan olvidado, que nunca dejan de supurar. Y de pronto, zaz, uno tiene tantas heridas pendientes que se encuentra con que está muerto. Camina, pero está muerto. Come, pero está muerto. Llora -si es que quedan fuerzas para llorar, si es que uno sabe llorar- pero está muerto. En el espejo, el rostro de la muerte goza de inmejorable salud.
(Se dice que uno vive sólo porque es capaz de despertar- actuar-dormir-despertar. Pero está muerto.)
William Styron habla de su proceso depresivo en Esa visible oscuridad. Lo hace lúcidamente, fríamente, como diseccionando. No muy en el fondo la frialdad oculta el miedo de tocar eso y reactivarlo: el dolor tan grande que inmoviliza, la parálisis que es convulsiva, la convulsión tan violenta que lo mantiene a uno quieto en el mismo lugar, a mil temblores por segundo, tantos que nadie es capaz de ver tanto movimiento, ni siquiera uno mismo. Uno se niega a darse cuenta de que esa quietud enferma está llena de desesperación.
(En estas cosas se es necesariamente vago. Uno no sabe cuáles son las palabras precisas para hablar de ese limbo, y no desea saber de tecnicismos porque las descripciones mienten ante el recuerdo de las sensaciones. Se puede pecar de incoherente. Pero uno ha estado dentro del pozo y, haya o no llegado al fondo, sabe lo que dice. Uno quisiera no saber lo que dice, pero lo sabe.)


¿Cómo se llega a una depresión? Los psiquiatras, psicólogos y neurólogos sabrán su oficio.
Styron se involucró en su propio caso, consultó textos, habló con especialistas; quizá su modo personal de salir del agujero pasó por la comprensión de lo que física y psíquicamente le estaba ocurriendo.
Uno carece de la lucidez necesaria para verse a sí mismo de reojo y decirse: Bueno, pues, así las cosas. Sólo queda el miedo de volver a ese lugar.
Un lugar: eso es. La depresión parece ser un lugar común en el sentido más literal del término: todos los que caen en ella llegan al mismo páramo, sufren los mismos ataque de impotencia y sienten las mismas punzadas de adrenalina y el mismo insomnio o el mismo sueño incontrolable.
Un lugar. Se puede pensar en Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes: el síndrome del amor es similar en todos los enamorados. Todos viven el mismo mundo de sensaciones, dudas y alegrías; sin embargo para cada uno el amor existe de un modo íntimo y único, y siempre es la primera vez, aun en una vida llena de amores.
Barthes descubrió que existe un código común a todos los enamorados: la ausencia desencadena las mismas dudas en cada uno de los que aman, una mirada a otro es capaz de crear celos incontrolados, todos suspiran del mismo modo y se preguntan si son amados casi con las mismas palabras. Existe, en algún lado, el lugar del amor en el que, a pesar de ser tan frecuentado, el enamorado se encuentra solo, en su propia nube, con la imagen de la persona amada -no con la persona amada- como único motivo para estar allí. Pero está solo.
Jorge Jufresa, historiador y músico, lleva un poco más allá la idea: partiendo de que el amor cambia los códigos, dice que existe música exclusiva para los enamorados; que esa música, en un estado normal del alma, puede ser rechazada por cursi o por fácil, pero allí, en el lugar del amor, se descubre su sentido más profundo. Se puede pensar en Agustín Lara sin ninguna vergüenza, se puede escuchar con placer.
(Lo anterior no está sujeto a un análisis racional; el raciocinio crea guerras, no idilios. Pero puede hacer un experimento: enamórese y, cuando comience a pensar como en el libro de Barthes, escuche Santa, Aventurera o Pervertida. Entonces sabrá. También puede intentar con Charles Aznavour o Perry Como.)
La depresión, pues, es un lugar muy recurrido. Pero uno llega y se encuentra solo, nada se mueve. Su música es un zumbido que crece y crece hasta que ya no se escucha más: uno se ha quedado sordo y está demasiado cansado para tratar de leer los labios.

Uno recuerda y parece que la depresión siempre se estuvo allí; que nació, creció, comió, hizo el amor, tuvo hijos, fue al baño y al cine, durmió, despertó y fue feliz sin haber estado en otro lugar que la depresión. Que ésta siempre estuvo como telón de fondo, como razón para que se hiciera todo lo que se hizo. Y uno está seguro de que no fue así, pero la tentación de creerlo es poderosa.
Uno recuerda The Wall, de Alan Parker, y piensa: Bueno, lo mío no fue para tanto. No estuvo la droga de por medio, no hubo un padre muerto en la guerra, uno no es una estrella de rock.
Pero la idea está allí: Pinky reescribe, recompone, reentiende toda su vida en función de la depresión. Desde que era un recién nacido vivió en la depresión. Adopta una rata que le transmite el tifus (pudo ser otra cosa), pero nunca hubiera adoptado a la rata ni la hubiera cuidado y querido si no hubiese sido por la depresión que lo atacaría veinte años después.