domingo, diciembre 31, 2006

Historia del traidor de Nunca Jamás. Fragmento.

Premio Latinoamericano de Narrativa EDUCA 1984, publicado por EDUCA, Costa Rica, en 1985, y por Cénomane, Le Mans, 1989, en traducción de Thierry Davo.




Había una vez un policía feo con cara de policía que apareció volando volando entre los postes y los parquímetros del bosque y aterrizó al lado de una tienda con viejita en el mostrador y caramelos de miel en tarros de vidrio; un policía feo con cara de policía que le preguntó a donde creés que vas, es con vos el asunto, caperucito rojo de cas¬taños cabellos y ojitos de colibrí asustado —¿has visto los colibríes, primor?—; un policía feo con cara de policía que después de volar volar volar por toda la ciudad tenía que verlo a él y a nadie más y decirle te me haces sospechoso, a ver qué traes en tu cestita de mimbre, cartapacio de cuero maletita café, y la abuelita tan lejos pero tan tan lejos que como la extrañaba para decirle cualquier cosa que fuera del corazón, pero el lobo feroz llegó —otro lobo feroz, invisible a los ojos y con nombre de cosa fea—, el leñador no apareció y la abuelita se murió, urió, rió, ió, ó, na nada se señor po policía, y él de verdad que no sabia de esas cosas. Y como por cambiar de tema le dijo: Qué ojos más grandes tenés, lobo. Lo más grande son las orejas, bobito: sirven para comerte mejor. Y el lobo siguió diciendo: Me caés bien, pero me parecés sospechoso, a lo mejor por eso me caés bien. Enseñame lo qué traés en tu maleti¬ta café, cartapacio de cuero, cestita de mimbre con cositas para la abuelita clandestina. Y Javier ya no supo qué ni cómo pasó y ya no importa, porque si importara se acabaría el cuento y sólo le quedaría la vida real, que es menos real que los cuentos y duele y a veces no deja dormir, de verdad, no deja. Te vamos a pegar si no cola¬borás, ya sabés que los animales grandes del bosque somos como si fuéramos los papis de los animalitos inconscientes como vos, le dijo entonces el lobo, no te pongas pálido porque me da tristeza triste y pobrecito yo, que sólo cumplo con mi deber de lobo; mejor dame el cartapacio y si estás armado cuidadito, mis amiguitos tan lindos te están apun¬tando a la cabeza y no les gusta los movimientos bruscos, se ponen nerviosos y cuidado, que yo tampoco soy man¬co, no es por nada que me dicen Tim MacCoy, Hopalong Cassidy, pasame la maletita por favor, no hagás que sufra de impa¬ciencia y de desesperación. Y cuando uno dice la primera palabra ya no se puede pensar en callarse las que siguen, aunque no se sepa de lo que se habla o no se crea en lo que le han dicho a uno hasta ese mismísimo día o no se viva tan en paz como se ha vivido o no sea o. No importa, de verdad que no importa. Y no te mo¬vás por favor que va a salir movida la foto, y cuidadi¬to que yo soy un lobo muy listo y sé dónde llevan la pistola los animalitos irres¬ponsables como vos: ni siquiera alcanzarías a llevarte la mano allí por donde haces pipí, arribita de la bragueta, donde guardan la pistola los animalitos que llevan pistola, y a veces hasta los que no llevan, porque una pistola es más que un arma, es un estado del alma, es el miedo que te corroe, corazón de conejo, corazón que palpita de miedo y terror. Y Javier no tenía intenciones de llevarse la mano a ninguna parte, porque el bosque lo había rodeado y estaba perdido en medio de ninguna parte, con los animalotes sonriéndole como de hambre. Qué orejas más grandes, señor policía vestido de civil, dijo para aliviar la tensión. Ésas no fueron las primeras palabras que dijo, pero sí las segundas, y des¬pués vinieron todas las demás, las terceras y las cuartas, como en cadenita cadenita, hasta que pasó lo que todos ya saben, da¬mas y caballeros, y que aquí se cuenta: una catarata de ora¬ciones en las que no faltó, en algún momento de soledad, el padrenuestro y los tres avemarías que el cura le ponía de penitencia a Javier cuando era niño, porque te portaste mal, hijo mío, y Dios quiere que sus ovejas irresponsables paguen sus culpas aunque sea con palabras, que son menos peores que el infierno y sus eternidades, tú tú, niño pequeñito y asustado producto de la creación. Y Javier no podía arriesgarse a que. ¿A que qué? Y allí se cortaba el pensamiento, porque el infierno sería poco, creía, aunque lo vio solamente de lejitos cuando se murieron todos. Todos muertos, te dijeron, los que no hablan se quedan todos muertos, como congelados, como las estatuas de marfil uno-dos-ytrés, así, se que¬dan congelados porque el que se mueva pierde. Uno-dos-ytrés, así. Y yo la verdad no nací para morirme. Todos nacimos para morirnos, corazón, pero a vos te va a doler más: te podes morir tantas veces, de tantas formas y tan a lo tonto que ya me empezás a dar lástima, porque yo sólo quiero que me digas dos o tres cositas, bobito, sólo dos o tres chiquitas, no seás bobito, a nadie le duele decir tres o cuatro cositas, o siete. Es que yo no sé. Entonces vas a tener lo que siem¬pre quisiste, amorcito tan lindo, o sea un entierro de lujo con escolta militar y disparos de fusilería directo a la nariz, que son los honores que se le dan a los animalitos como vos. Y por unos carteles que qué le importaban, de puro estúpi¬do, de puro animal —animalito, animalito—, de puro puro se le ocurrió hacerlos, y sólo porque su hermano se lo pidió, y siem¬pre su hermano, cómo no a su hermano, su hermano que se murió / porque él lo cantó / aó aó. Pero eso lo supo después, porque su hermano antes—o sea mucho antes, en los años sesenta de ese bosque sin fechas— lo llevaba a las manifestaciones y después iba él solo, animalito sin noción del peligro y de la mortalidad; también veía pasar, después—o sea mucho después, casi ahorita—, las manifestaciones del así llamado Bloque Popular Revolucionario, del Frente de Acción Popular Unificada, de las Ligas Populares, y vio también el último desfile bufo de los estudiantes universitarios que acabó en balacera, no como en los sesenta que los cuilios sólo tiraban gases lacrimógenos que después le dejaban los ojos resplandecientes de llorar, y él podía pensar —sólo pensar— en partirle la jeta a ladrillazos a los guardias y policías, rico sentía de sólo pensarlo. Vos traés algo, ¿verdad?, le dijo el policía feo con cara de policía, por eso es que no me que¬rés dar la maletita café, dámela por piedad, así está mejor. Ajajay, estos carteles los hiciste vos solito y sin ayuda de nadie, no me digás que no es cierto y me de¬cepcionés: vos sos el subversivo, ¿me oíste?, el que manda a todos los subversivos, y aunque parezcás un animalito inofensivo sos el que planea todas las cosas feas que pasan en el bosque, como bombas y lobos feroces ametrallados y manifestaciones con gritos de patria o muerte, como si los animalitos supieran de patria, cuantimenos de muerte, que son cosa de gente seria. Y vos creíste, Javier, que una guerra, tu batallita particular con los animales grandotes podía ser a tu imagen y semejanza tan pequeñita; que nada podía sobrevivir si vos no seguías vivo, pero fijate que no te culpo: los traidores a veces se van al cie¬lo y juegan con los angelitos y le besan los pies a Dios Nues¬tro Señor, qué lindo. Porque nadie en general —ni en capitán ni en soldado ni en nada— sale vivo, es verdad, de las manos rasposas de los guardias, y por esa maletita subver¬siva Javier iba a pagar el purgatorio en la tierra, y ni siquiera merecido se lo tenía. Y un colaborador chiquitito chiquitito se convirtió en los cuarteles de la Guardia en un dirigente grandotote grando¬tote y con voz de estruendo y condenación. Firmanos por favor este papelito, aquí donde está la rayita que sirve para firmar (“Yo, Javier Saladrigas...”), y después grabanos esto que estás leyendo con tus propios ojitos de colibrí asustado para que salgás en la tele, y después vas a hablar con unos seño¬res muy simpáticos que te van a hacer preguntitas. Y en¬tonces vino el único momento de rebeldía, tontito rebel¬de, tontito Javier: ¿Y si no quiero?, dijiste. Y una patadita en medio de sus pati¬tas rebeldes y una carcajadota del animal grandote lo conven¬ció de que él era el que iba a hacer el papel de muerto y ellos el de los eternos vi¬vos en su película particular. Y el dirigente grandotote grandotote —pero no tanto como los animalotes que lo tenían preso— se convirtió en estrella de cine en la televisión, aunque les falto el maquillaje para que se viera hecho una chulada, qué lástima porque se le veían un par de barritos en la frente y lunares y todas las imperfecciones de un cutis descuidado, descuidadito que sos. Y después, un día antes de que pasaran por la tele el videotape —o sea el día anterior a que los diarios publicaran sus fotos a muchas columnas y pasara a la fama, clap clap— vinieron todas las malcriadezas que de niño no se atrevía a hacer: no señalés con el dedo que es de mala educación, te decía tu mamá, pero vos señalaste; no te gustó, pero señalaste casas y señalaste a tus amiguitos, aunque a Carlos no, ¿te acordás?, porque era el único que ya estaba muerto desde antes, desde el mismo día en que nació, porque todos nacen para morirse, es cierto, y él más que nadie. Y el policía feo con cara de policía agarró la maleta, vio lo que había adentro y la volvió a cerrar, y a varios metros apa¬recieron policías apuntándote, un montón, millones, aunque no pasaran de tres. Agárrenme a éste. Clic. Clic. (Las esposas.) Zámpenlo en el carro. Y adiós.

sábado, diciembre 09, 2006

El momento de morir y otros momentos

Fragmentos de Cualquier forma de morir. Publicado por F&G Editores, Guatemala, 2006.




Los suicidas, cuando se dan un tiro, no siempre se disparan a la sien o en la boca. Ese año hubo dos que se dispararon en la boca. Uno fue mi comandante, aunque se reportó como asesinato. El otro fue el Coronel. El primero era zurdo natural. El segundo era zurdo porque no le quedaba de otra. No sé si tuviera algo que ver lo zurdo con la forma de morirse, pero ese tipo de detalles no se olvida.
Los demás se pusieron originales, a lo mejor porque era año electoral y querían quedar bien con el candidato, que también terminó con un tiro.
El primero de la serie, unos meses antes de mi comandante, fue un empresario de transporte. El tipo estaba para un anuncio de pasta de dientes: bien plantado, buena sonrisa, buena casa, esposa con mucho dinero, hijos modelo, todo el numerito. Se disparó en el corazón con un revólver.
Dos veces.
En ese entonces no sabía lo que sé ahora, pero tampoco era tonto. Con una pistola automática de gatillo sensible a lo mejor puedan irse dos tiros con un solo jalón. A lo mejor. Con un revólver se necesita fuerza para cada disparo, y los muertos se ponen débiles después del primero. Hace falta voluntad para pegarse el primer tiro, y un milagro para el segundo. Hasta ahora no he encontrado un cadáver con tanta voluntad. [...]
Hubo otro que tampoco se disparó en la sien ni en la boca, pero sólo lo consideraron suicida durante un par de días. Lo encontraron con un tiro en la nuca. [...]
Otro comandante se dio un tiro en el cuello frente a la escuela de su hijita, a la hora de la salida. Más desagradable que la clase de matemáticas. Hubo docenas de testigos que declararon lo que había ocurrido. No dejaba de ser raro, porque en esos casos nadie ve nada, así le caiga el muerto encima, y es la primera persona de la que se sabe que se mata disparándose en el cuello.




La gente se pasa toda la vida teniéndole miedo a la muerte, y a la hora de las horas se da cuenta de que no era para tanto. O ni siquiera se da cuenta y hasta se la pasa bien en lo que se va al carajo. Claro que uno no es un experto mientras no le toque por lo menos una vez, y con una es suficiente.
Todos se asombran cuando se enteran en los documentales de la segunda guerra mundial sobre los montones de judíos que se metían tranquilamente en la cámara de gas. Muchos hasta se sonreían y parecía que los estuvieran llevando a una fiesta. Y a lo mejor era una fiesta, pero a ellos les tocaba hacer de jamón de los sandwiches. Quizá hasta les habían dicho lo que les iba a pasar, pero se metían en la cámara de gas sin hacer drama. Y no porque quisieran que los asfixiaran y los convirtieran en lamparitas, sino porque uno sabe que se va a morir en algún momento, pero no cree que el momento sea ése.
Por ejemplo la abuela. Sabía que se estaba muriendo y se quejaba de que había desperdiciado la vida criando a un montón de hijos y nietos que la habían abandonado o que no servían para nada. Siempre se había quejado de lo mismo, y ni siquiera el primo se salvaba, pero en la época en que se estaba muriendo lo decía en serio.
Un día dijo “Voy a estornudar” y en vez de eso dio un suspiro y se quedó muerta. Seguro sintió los síntomas de la muerte, pero creyó que eran otra cosa y listo, adiós quejas, adiós abuela. [...]
Mamá no se suicidó. Nada más no creyó que se fuera a morir si el autobús le pasaba por encima, porque la muerte siempre está en el futuro, y el futuro nunca llega. Por eso se cuidaba tanto y tenía tanto miedo, para que el futuro no le llegara. Lo que le llegó fue el presente a ochenta kilómetros por hora, y el futuro se le quedó en el pasado, que es a lo que vamos todos.




–¿Has salido alguna vez a la calle sintiéndote contento porque todo lo que te pasa es bueno? Te atienden bien en el supermercado, te abren la puerta cuando entras al banco, no hay una pinche cola larga para llegar a la caja, y cuando llegas la cajera te sonríe y te dice buenos días. Llegas a tu casa y tu mujer te quiere y tus hijos no te chingan. Pones la televisión y están pasando una película que querías ver. Te acuestas y no tienes broncas para dormirte. ¿Te ha pasado?
–No tengo mujer.
–Digamos que te ha pasado. Ése va a ser un día que vas a recordar toda la vida. O a lo mejor no, porque uno es tonto y sólo se acuerda de lo malo. Pero todo el mundo tiene días así –había terminado de limpiar y armar la pistola–, y es por tener un día de ésos que todo el mundo hace cosas que no le gustan o que le aburren, se mete en líos, mata a otra gente o se enamora de la mujer equivocada. Sólo por la esperanza de que el día siguiente sea igual de bueno. Nunca hay dos días como ése, pero quién quita. Lo que tienes que preguntarte es cuánta gente necesita morirse para que tengas un día así.
–Que yo sepa, ninguna.
–Entonces no sabes ni madre. Nosotros somos los que nos morimos para que la gente tenga días así. El Ronco se murió para que alguien tuviera un día así. Se murió para que un pobre pendejo crea que lo mejor del mundo es que su pinche vieja lo quiera tantito. Tú eres de la misma raza, pero no estás obligado a entender. Tu papel es otro.
–¿Cuál es mi papel?
Puso el cargador y cortó cartucho. Lo siguiente era pegarse un tiro, y no quería que se muriera todavía. A lo mejor en su cerebro estaba algo que yo andaba buscando, y dentro de unos segundos ya no iba a tener cerebro. No me dio tiempo ni de respirar.
–Ser testigo –dijo, y se mató.