viernes, noviembre 24, 2006

La mujer esqueleto

Poema escrito en 1990, publicado alguna vez en alguna parte. Pertenece al poemario inédito Cosa personal. (Los poemas sí se han publicado en su mayoría, en revistas y lugares así.)





I
La mujer esqueleto se desnuda
con ansia vegetal

La mujer esqueleto

La mujer esqueleto dice gracias
por no llorar

Siembra esqueletos

La mujer esqueleto masca dientes
y goma de mascar

Sombra de un esqueleto

La mujer esqueleto se nos muere:
vocación de esqueleto


II
Boca sin boca:
esqueleto
Pasión de caderas
y hielo


III
El perro que te ladra buenas noches
tu perro personal

El sillón que se sienta a tus espaldas
tu sillón personal

El baño que te lame los sudores
tu baño personal

Tu furor tu leucemia tus vaginas
tu cara personal

Las sábanas que huelen siempre a siempre
tu cama personal

Los dolores de espalda los dolores mensuales
tu status personal

Tus libros tu diarrea tus impuestos
tu cuándo personal

Tu zapato tu dios tus vegetales
tu nada personal

Tu fémur esquelético tu sífilis
Tu náusea personal

Tu noche tus gruñidos tu carro tus pendientes
tu náusea personal

tu náusea personal

Tu máquina de mierdas y de lágrimas
tu idiotez personal

Tu hermana la que canta tu tío el que te viola
tu niñez personal

Tu cosa personal tus pocas ganas
tu cosa poca cosa personal

tu cosa personal


IV
Bagazo
anónimo sin dueño
sombra de un caballo triste
sueño de un mal espectro

Eclipse del cuerpo


V
La mujer esqueleto amor a solas
sombras y hueso
La mujer esqueleto casa aparte
el rubor a destiempo
La mujer esqueleto mala cosa
mala sangre y aliento
La mujer esqueleto que se moja y descose
y baila ante un espejo
La mujer de su casa y de sus dientes
La mujer de las piernas sin sustento
La mujer que se sangra y no se muere
los ojos de relleno
La mujer que se cansa a medio día
La mujer de las tripas y los gestos
La mujer sin embargo La mujer apellido
La mujer de su padre y de su dedo
La mujer poca vaca
La mujer sin su peso
La mujer de la bota y del canario
La del muslo desierto
La mujer que lloró toda una noche
La que se fue muy lejos
La que viene y se viene y se palpita y sangra
La que se peina el pelo
La mujer desvelada la mujer trapo en uso
la mujer que va al cielo
La que se antoja a ratos La que se entrega nunca
La que saca a pasear a su hijo muerto

Quién mujer cuando entonces
Quién campana o complejo
Cuándo bata y sostén
o niña o descontento

Largo su largo brazo
su brazo de esqueleto

domingo, noviembre 19, 2006

De vez en cuando la muerte

Fragmento. Publicada por la Dirección de Publicaciones e Impresos, San Salvador, 2002.




Un día apareció en una delegación una muchachita asustada. No tendría más de catorce años. Era flaca, pequeña y tenía la ropa desgarrada.
–Acabo de matar a mis tíos –le dijo al policía de la entrada–. Vengo para que me metan presa.
Cualquiera, en las mismas circunstancias, se hubiera revolcado de la risa, pero el policía la tomó en serio y la llevó con el agente del ministerio público: la muchacha estaba cubierta de sangre desde los pies, que llevaba descalzos, hasta el cabello, largo y lleno de nudos.
El agente del ministerio público la pasó con un médico antes de interrogarla. Después de los exámenes la bañaron y la revisaron minuciosamente. Había poco de su cuerpo que no tuviera cicatrices. Era un catálogo de golpes y heridas de todos los tamaños y colores.
No tenía uñas, ni en las manos ni en los pies. Se las habían arrancado y en su lugar había costras, la mitad infectadas. Las palmas de las manos estaban desgarradas, como si le hubieran arrancado tiras de piel. El pecho, el estómago, las nalgas, la espalda, estaban repletos de cicatrices de quemaduras y de heridas de todos los tamaños y formas. Le habían grabado a cuchillo un nombre debajo del ombligo: Graciela.
–¿Así te llamas? –le preguntó el médico.
–No –contestó–. Así me decían.
No hubo modo de sacarle su verdadero nombre.
Tampoco hubo modo, al principio, de sacarle mucho más, excepto que había matado a sus tíos porque no la dejaban salir a la calle desde hacía un año. Que la golpearan y todo eso estaba bien, pero ella quería ir al cine. Según el médico las cicatrices eran recientes, cinco o seis meses las más antiguas.
Graciela llevó a los policías a la casa donde supuestamente había matado a sus tíos. Era nueva y bien cuidada, con un jardín lleno de rosales. El interior estaba decorado con pompa y mal gusto: alfombras blancas de varios centímetros de espesor, muebles Luis XV, rebordes dorados, papel tapiz aterciopelado y muñequitos de porcelana por todas partes. El día anterior de seguro todo había estado arreglado y limpio. Lo que encontraron ese día fue mucho más que desorden y polvo: regados por la alfombra, sobre un piano Steinway, embarrados en las paredes, sobre las porcelanas, dentro de los trastos de cocina, debajo de las camas, en todas partes, había trozos de carne, vísceras y huesos que después se descubrió pertenecían a dos seres humanos y a un perro pequeño.
–Yo los maté –decía la niña con candidez–. Anoche los maté.
Encontraron las armas utilizadas para matar y descuartizar a sus tíos y al perro: un par de cuchillos de cocina, un hacha para picar carne, tres destornilladores, una cuchara afilada. Los legistas opinaron que la muerte se había producido mientras dormían, y que buena parte del descuartizamiento había ocurrido en la cama, pero no se atrevieron a especular sobre cómo pudo Graciela despedazarlos tan a conciencia en las diez o doce horas que dijo haber usado. Determinaron, y de eso no le quedó duda a nadie, que la niña no podía ser la asesina, a pesar de que todo estaba repleto de sus huellas. No tenía la fuerza suficiente para hacer toda esa carnicería. Ella insistía en que los había matado; un par de días después por fin explicó paso a paso cómo los había destazado, y el relato coincidió con la reconstrucción del forense.
También contó cómo le habían producido las cicatrices. Dijo que sus padres la habían enviado con sus tíos un par de años antes para que estudiara la secundaria, desde un pueblo de la Huasteca. Pero nunca la mandaron a la escuela: la usaron para que ayudara a la sirvienta con los quehaceres y mandados. Lo verdaderamente malo empezó cuando la sirvienta resultó embarazada, fue despedida y Graciela se quedó sola con ellos.
Al principio le daban un par de bofetadas si rompía una taza o si no limpiaba bien los anaqueles repletos de muñequitos; después empezaron a usar un fuete y al final ya no hacía falta ningún pretexto para que la desnudaran y, sobre la mesa del comedor, la quemaran con cera de velas o con cigarros, la marcaran con un abrecartas o le arrancaran las uñas. La tía, según Graciela, disfrutaba viéndola sangrar; el tío solamente cumplía los caprichos de su esposa.
Buscaron a los padres de la niña, pero no dieron señales de vida; simplemente no existía el pueblo de donde decía provenir. Se buscó al verdadero asesino que, según la policía, no podía ser Graciela, pero no apareció. Los amigos y vecinos dijeron que los asesinados no tenían hijos, que vivían solos con su perro, que eran gente de bien –él era dueño de una ferretería, ella era ama de casa– y que no tenían idea de quién diablos fuera Graciela. En la casa no apareció una sola referencia a ella, ni un papel, ni una foto, ni una carta. Nada. Ni ropa, ni el colchón donde dijo que dormía, debajo de la escalera.
El juez mandó a la niña a un hospital psiquiátrico; le encontraron todo un catálogo de desajustes. Como a los seis meses escapó y no se volvió a saber de ella.
Con ese caso me había estrenado como reportero de nota roja unos veinte años atrás. Por ese entonces todavía creía que podía llegarse al fondo de las cosas. Mi jefe seguramente quiso darme una lección y lo logró: todo en ese caso era imposible, como si lo hubiera escrito un mal guionista.
Entrevisté dos veces a Graciela, una en los separos (donde no podían consignarla por ser menor de edad) y otra en el psiquiátrico. Era una niña tierna y tímida, que lo único que quería era que alguien la invitara al cine y le comprara palomitas de maíz. Sin embargo, aun ahora estoy seguro de que era una criminal tan terrible como inocente.
Nunca he olvidado el cuadro que todos los periodistas vimos, y que nadie mencionó en sus notas, en la casa donde se habían producido los asesinatos. Era la prueba de que Graciela era la culpable, si es que podía ser culpable de algo: en el suelo, tan llena de sangre como todo lo demás, sentada ante la televisión apagada, estaba una muñeca. Frente a ella había un platito lleno de dientes y muelas que, de lejos, parecían palomitas de maíz. Sobre la pantalla de la televisión colgaban unos objetos sanguinolentos por los que no me atreví a preguntar.
Después de ese caso viví durante semanas con la sensación de que todo era absurdo, de que las cosas jamás serían lo que aparentaban ser. Tenía miedo de las personas que me sonreían y, sobre todo, de los niños.
A veces, en mis frecuentes insomnios, me ponía a pensar en lo que yo era y en lo que debía ser. Un periodista, en ambos casos. Alguien que sale a la calle, mira lo que pasa allí y luego se lo cuenta a quien quiera saberlo.
Ésa era la palabra clave: saber. Cuando era adolescente quise saber todo sobre el caso de Mauro C. El diario decía esto y lo otro, y debía ser verdad; alguien se había tomado el trabajo de ir e investigarlo para que yo lo supiera. Pero no sabía: únicamente leía lo que otro creía saber, lo que le habían contado a otra persona o lo que esa persona había visto. Sólo viendo las cosas por uno mismo se puede saber.
No creo que lo pensara con esas palabras, pero en el fondo era lo que estaba latente cuando decidí ser periodista: quería saber, estar allí, donde ocurrían las cosas, y asegurarme de que lo que se escribía en los diarios –al menos lo que escribía yo– fuera tan cierto como la pared con la que uno se rompe la nariz. Mi primer caso importante, el de la niña, me enseñó que todo es relativo: era imposible que ella hubiera matado a sus tíos, pero no podía ser de otro modo. Y era inocente aunque fuera culpable. En mi nota sólo dije lo que dijo la policía. Con un poco de color, de acuerdo, o lo que a los editores les gusta llamar color. Pero no pude escribir la verdad. Yo mismo no creía en la verdad. Nadie creía en la verdad. Nadie podía creer en la verdad. Y, a final de cuentas, ¿quién quería creer en la verdad?
Yo.
Lo de Mauro C. y todo lo demás me habían dado la oportunidad de buscar un poco de verdad en alguna parte. ¿Por qué no? Quizá publicaba lo que la policía quería, pero no recibía un centavo aparte de mi sueldo. Todavía había algo por allí que no se me había roto y todavía tenía derecho de buscar un pedazo de verdad, daba igual si se trataba del asesino de las mujeres que se suponía que Mauro C. había matado o el texto íntegro de los acuerdos secretos de Yalta. Una verdad es una verdad. Lo de Mauro C. no iba a cambiar el mundo, pero había que empezar por algún lado.

martes, noviembre 07, 2006

Cualquier forma de morir.
Capítulo 1

Publicado por F&G Editores, Guatemala, noviembre de 2006.




–Pero la luna no grita –dijo el Ciego.
Serían las tres de la mañana y la música sonaba a orquesta de locos en el bloque de los Celis. Era la segunda fiesta de marzo, y apenas estábamos a mediados del mes. En febrero habían sido tres, y en enero ninguna, porque los habían encarcelado el día treinta. Cada una era más ruidosa que la anterior, y ponía cada vez más nerviosos a los presos y a los guardias.
–¿Qué sabes de la luna, Ciego pendejo? –dijo el Cura desde su litera.
Todo estaba oscuro. Se estaban gastando la electricidad del reclusorio. Había luna llena, pero no llegaba a alumbrar la celda. Apenas alcanzaba a ver al Cura frotándose la cabeza, justo en la coronilla. El cuero cabelludo le brillaba aunque hubiera poca luz, y en el resto de la cabeza le crecía un pelo ralo y desordenado. Parecía fraile de película hasta en el modo de reírse.
–No sabré nada, pero no está gritando.
–Y con ese relajo nadie va a oír –dijo el Cura.
–Uno oye.
Los invitados de los Celis sí gritaban. Las carcajadas más fuertes eran de las mujeres. Muchas carcajadas. Muchas mujeres. También habría guardias, presos importantes, a lo mejor hasta el director del reclusorio.
–¿Y el sol?
–El sol es como yo –dijo el Ciego.
–¿Pendejo?
–Ciego.
Las carcajadas no podían ser de mujeres, porque a las fiestas de los Celis iba de todo, pero no tan de todo. Eran los maricas de la sección norte. Había presos que tenían mujeres durante el día, y con un poco de dinero durante la noche. Los Celis tenían su terreno de caza en la sección norte, y si los invitados y los guardias querían hacer algo más que emborracharse y meterse cosas por la nariz, tenían que hacerle con los maricas de la sección norte.
Decían que ésa era maña de Santiago Celis, el mayor, que Francisco tenía todo en su sitio. La fama era que los Celis sólo hacían negocio con los que le entraban a todo y al parejo, y que podían ponerse violentos si los despreciaban.
–¿Y tú? –me preguntó el Cura.
–Aquí.
–¿No te invitaron a la fiesta?
Se tiró una carcajada boba. También me reí. Un trago no me hubiera caído mal. Se me ocurrió que podía ir al bloque de los Celis por lo menos para tomarme un trago. Pero no me habían invitado, el trago no es lo que más me emociona y tenía cuentas pendientes con ellos.
–Hoy hay luna –dijo el Ciego.
–Deja en paz a la pinche luna –dijo el Cura–. No hablas de otra cosa.
–No se puede hablar de otra cosa cuando hay luna.
–De tu hermana.
Ahora el Cura estaba mirando el techo, con las manos en el estómago y las piernas dobladas. A veces me despertaba en las madrugadas y lo veía así, con los ojos abiertos. Nunca dormía. Si el Ciego se movía, el Cura le clavaba una mirada asesina. Si me movía yo, se sonreía. Le caía bien y me caía bien. Cuando llegué no traté de hacerme el duro ni el inteligente. Él era el más antiguo, él mandaba. Mandar lo obliga a uno a tomar decisiones, y yo no estaba para tomar decisiones, sino para esperar que todo volviera a ser lo que era y pudiera irme de allí.
El Cura era feliz encarcelado. Decía que no entendía cómo la gente soportaba vivir afuera. Parecía que siempre había estado entre esas paredes, pero había llegado unos días antes que yo. Yo llevaba cuatro meses y ya quería irme. Al Ciego lo habían llevado a la celda dos meses después que a mí, la semana en que encarcelaron a los Celis, y era el que peor se lo tomaba.
–A mi hermana le gustaba la luna –dijo el Ciego después de un rato–. Cuando había luna llena nos subíamos a la azotea y veíamos el cielo.
–De las lunas la de octubre es más hermosa –dijo el Cura sin cantar.
Se oyeron unos gritos en el bloque de los Celis. Un par de locas peleándose, seguro. Más carcajadas. Alguien se puso a llorar y a dar alaridos.
–Es cierto. La de octubre es la mejor.
–¿Por qué la mataste? –le preguntó el Cura como cada vez que quería enojarlo.
La música se acabó de golpe y los gritos se hicieron más fuertes. También se oyeron voces roncas y vidrios que se quebraban. Nunca se habían divertido tanto. En la siguiente a lo mejor hasta hubiera muertos.
–Ese día no había luna –contestó el Ciego.
–Si vas a enojar quítate los lentes –le dije al Ciego–. La otra vez te pasaste dos semanas sin lentes.
–No conoció a mi hermana.
–Era puta –dijo el Cura.
–Todas son putas –dijo el Ciego.
Los gritos también se callaron. El silencio era peor que el ruido. Me zumbaban los oídos.
–Ya era hora –dijo el Ciego–. No dejan dormir.
–Tu hermana era puta –dijo el Cura–. Tú eres puta.
Salí de la celda. Sabía lo que seguía y preferí ahorrármelo. No había nadie en el pasillo. Hasta el guardia de turno andaría en la fiesta. Al día siguiente los guardias iban a estar de mal humor y se iban a poner más pendejos que de costumbre.
Encendí un cigarro. Me quedaban tres, pero podían durarme una semana. Oí cómo se rompía un plato dentro de la celda. El Cura le pegó al Ciego, pensé. Después siguió un grito, como si a alguien le hubieran arrancado una pierna. Después nada.
–Ya duérmanse –gritó alguien al fondo.
Desde las ventanas del pasillo se veía el bloque de los Celis. Todo estaba encendido. Me pregunté si habría comandantes de narcóticos. El mío, por ejemplo. En cuatro meses no había sabido de él, y hubiera sido una buena oportunidad para preguntarle cómo iba mi asunto.
El que llegaba una vez a la semana era el abogado. Ponía cara seria, me veía a los ojos y me decía “Esto va muy bien” o “Van a terminar pidiéndote perdón”. Después se iba.
No quería que me pidieran perdón. Quería que me sacaran. Hacía falta que alguien cargara la culpa, y me tocó. Hasta allí todo bien. No me iban a dar de baja, mi sueldo seguiría corriendo y me tocaba una compensación por cada mes en el reclusorio. Se iba a arreglar antes del juicio, me dijeron. Después un ascenso a teniente o algo así. Todo hubiera estado bien de no ser por el Cura y el Ciego con sus pleitos. Bien podían haberme tocado unos compañeros mudos. O muertos.
–Mi hermana era puta, pero sólo yo lo digo –gritó el Ciego detrás de mí.
Me volví. Los ojos se le veían más pequeños detrás de los lentes. Decía que antes de llegar a los cuarenta ya no iba a ver nada. Tenía veintiséis
o veintisiete. Le daba terror que le dijeran que tenía que operarse y lo enojaba que hablaran de su hermana, para bien o para mal.
–¿Qué pasó?
–Maté al Cura –me enseñó un cuchillo lleno de sangre.
–¿De dónde sacaste el cuchillo?
–Lo cambié por mis otros zapatos.
–Pendejo –le dije, y entré corriendo.
Lo último que necesitaba era un acuchillado en la celda. Estaba acusado de matar a la mujer a cuchilladas y eso no me iba a ayudar. Yo no la había matado, pero allí estaba la confesión, con firma y todo. Hay gente que se toma en serio las confesiones firmadas.
En la celda me tropecé con un pedazo de vidrio y me golpeé la rodilla contra la estufa. Pendejo, pensé. Pinche pendejo.
El Cura estaba tirado junto al catre. El zumbido de los oídos no me dejaba oír, pero vi que se movía. Respiraba como motor descompuesto. Al menos estaba vivo.
Me arrodillé. Un pedazo de algo roto se me clavó en la misma rodilla que acababa de golpearme. Con gusto lo hubiera pateado. Tarde o temprano el Ciego tenía que cansarse de lo mal que lo trataba. Si hubieran estado casados, hubiera conseguido el divorcio por crueldad innecesaria.
Tenía una mancha en el estómago. Le aparté la chamarra y la camisa. Olía a mierda. Seguro tenía perforado el intestino. La muerte será lo que quieran, pero siempre hay mierda de por medio.
Dio un brinco cuando lo toqué. Parecía que lloraba y que se convulsionaba, pero el zumbido en los oídos no me dejaba distinguir.
–Pendejo Cura –le dije.
Sin apartarme, metí la mano debajo de mi colchón y saqué la lámpara. Tenía bajas las pilas. Alcanzaron para darme cuenta de que se estaba riendo. Le di una cachetada.
–Lo enojé –dijo–. Por fin lo enojé.
Oí murmullos en el pasillo. Todas las luces se encendieron y varios presos protestaron.
–Mierda –grité, y le di otra cachetada.
En la puerta estaba un guardia borracho
apuntándome con una pistola. Junto a él estaba el Ciego con el cuchillo en la mano y me señalaba.
–Él fue –dijo–. Yo lo vi.
Me paré. El Cura seguía riéndose. O quizá sólo tenía una manera cómica de morirse. El Ciego se apartó de la puerta y aparecieron otros dos guardias. No estaban borrachos, sino asustados. No me gustan los guardias asustados. No me gusta la gente asustada cuando tiene armas y yo no.
–Este cabrón está vivo –les dije–. Llévenselo a la enfermería.
–Sal despacito –dijo el guardia borracho–.
Pon las manos en la nuca y sal despacito.
Hice caso.
–Contra la pared –dijo otro.
Obedecí.
–El Cura está vivo –les dije–. Él les va a contar qué pasó.
–Fue él –dijo el Ciego, y me dobló de una patada la misma rodilla que me había golpeado–. Yo lo vi. Se puso como loco. Si no le quito el cuchillo, se sigue conmigo.
La cara se me estrelló contra la pared y alguien me pateó la cabeza.
Cuando desperté era de día. Estaba solo, en una celda pequeña, fría y sucia. Había una jarra de plástico cerca de la puerta. El agua sabía a cloro puro. La escupí. La rodilla me dolía, pero no era para tanto. No era peor que la sed ni peor que no saber qué había pasado. Sabía lo que iba a pasar: el Ciego tenía un problema conmigo.
La puerta se abrió y entró el carcelero, un tipo con cara de violador de niños. Usaba la camisa de reglamento, pero los pantalones eran de mezclilla y llevaba sandalias en lugar de botas. Detrás venía un viejo con una gabardina corta.
–Párate –me dijo el guardia.
El olor de su boca era peor que su mirada, y su mirada bastaba para ponerse a gritar. Me paré rápido para que no tuviera que hablarme otra vez.
Antes de llegar al estacionamiento tuve arcadas. El viejo de la gabardina esperó a que se me pasaran y me tomó del brazo. No me gustó su mano. No creo que le gustara a él. Era una mano fea.
–Camina despacio –me dijo y me llevó a un Mustang verde, igual de viejo–. Respira hondo y después entra.
Las arcadas se detuvieron y entré en el carro, en el asiento de atrás. El viejo se sentó a mi lado.
–Vamos –le dijo al chofer.

lunes, noviembre 06, 2006

Las puertas

Del libro Terceras personas. UAM, colección Molinos de Viento, México, 1996, y Cénomane, Le Mans, 2005, en traducción de Thierry Davo.





¿Dónde están realmente los ciegos?
¿Dónde estamos nosotros, su terrible pesadilla?

J. M. Basil

La ciudad está como antes de que pasen los camiones de la basura, en la madrugada, cuando aún se duerme. Sin embargo anochece.

La ciega.

Aquí tampoco hay nadie... (Suenan seis campa­nadas.) Ya son las seis y no he comido nada. ¿Viejo? ¿Estás por allí, viejo? Anda, contesta. ¡Viejo! ¡Déjate de cosas o me voy a enojar! ¡Tú no te fuiste porque no tienes dónde ir! (Sale.) (Suenan seis campanadas.) (Entra.) Aquí tampoco hay nadie y no he comido. Ay, mis pies... (Se quita los zapatos y farfulla cualquier cosa.) Si no fuera por el hambre. (Se amasa los pies.) Mejor sigo buscando; debe haber alguien en algún lado. (Se pone los zapatos.) ¡Ey, ustedes, los de por aquí! ¡Salgan y ya déjense de bromas! ¡Viejo! ¿Viejo? Si supiera cómo se hace para mirar... ¡Una limosna por el amor de Dios! ¡Una limosna...! ¿Por qué se habrán ido? A nadie le importa si ya comí. Ese maldito viejo también se fue. Una limosnita por la salvación de su alma. Una limosni­ta para esta pobre ciega.
(Forcejea con dos puertas.)
Alguien que se apiade de esta pobre ciega.
¡Condenadas puertas, ninguna se abre!
¡Ábrete, puta! ¡Ábrete! ¡Puta! ¡Puta!
Nunca había dicho así... El viejo se va a enojar...
Putas... ¡Ey, putas! ¡Puertas putas! ¿Ya me oíste, viejo? ¡Dije puertas putas! ¡Viejo! ¡Una limosna por el amor de Dios!
Me dejó sola.
¡Me dejó sola...!
(Música de circo.)
¡Pasen y vean, señoras y señores, el espectáculo más grande del mundo! ¡Aquí los payasos haciendo sus gracias! ¡Allá los elefantes caminando en dos patas! ¡De aquel lado los acróbatas acompañados por las lindas señoritas! ¡Pasen y vean a los mabala... malala... balama... blamala...!
(Se corta la música.)
Nunca he estado en un circo.
Para qué, si no puedo ver todas las cosas que hay. El viejo dice que las mujeres del circo tienen el pelo amarillo... Debe ser así como rasposo... ¿Viejo? ¿Ya llegas­te
(Tantea una cerradura.)
Dicen que en el circo hay pulgas que bailan.
Una limosnita...
Para qué quieren que bailen, digo yo.
Una limosnita por el amor de Dios... Una limosni­ta... ¡Una limosnita! ¡Se abrió!
(Entra.)
¿Señora? ¿Está la señora de la casa? ¿No me darían una limosnita de comida? ¿Señor? ¿Y esto? Qué raro... Tiene forma de... (Lo tira, asqueada.) Tengo ham­bre. (Suenan seis campanadas.) Son las seis y no he comido. Siempre como a las tres. ¿Dónde estará la comi­da en esta cochina casa? (Enciende la radio casi por error. Suena una pieza instrumental.) ¡Hay música! ¡Eso quiere decir que no todos se fueron! (Tararea y sigue el ritmo; busca.) ¡Aquí sí debe haber comida! (Se acaba la música. La radio queda en silencio.) ¿Y ahora? A lo mejor se desconectó la radio... Sí, se desconectó... ¡Uf! ¡Esto apesta! (Trata de tragar. Escupe. Contiene las arcadas.) Debería darle vergüenza, señora; dejar que la comida se descomponga y huela tan feo. no ponga esa cara, ¿me oyó? Ji, ji. Es una vergüenza, no tiene otro nombre. (Risitas. Oye algo.) ¿Señora? ¿Es usted? Si hay alguien, que conteste. ¿Viejo? (Sale de la casa, tropezán­dose.)
Una limosnita por el amor de Dios. Una limosnita por la salvación de su alma.
Ya perdí la cuenta de cuándo se fue la gente. La gente no se va así porque así. Debe pasar algo grave, como un terremoto. Dejaron hasta los coches. (En la ventanilla de un coche:) ¿Señor? ¿Hay algún señor aquí? (Se dobla de hambre.) ¡Ay...! (Suenan seis campanadas.) Ya son las seis y no he comido.
(Saca su campanita de ciega.) Lo peor es que aquí nadie me va a ayudar a cruzar la calle. Pero si los carros están muertos... (Camina entre los coches, tocando la campanita.) No se muevan, malditos... No se muevan... No se muevan... ¿Y si cambia el semáforo? (Regresa corriendo.) Los semáforos deben ser horribles. Del otro lado está mi casa, pero no tengo nada para comer. ¿Y si viene alguien y me ayuda a cruzar? (Esconde la campa­nita.)
Lo peor es que nadie me da limosna. Pero tampo­co hay qué comprar.
Cuando era pequeña el viejo me decía que yo tenía cara bonita, como de artista. Después ya nunca me dijo. Si le hubiera abierto la puerta él estaría conmigo.
(Suena un teléfono.)
¡Hay gente! ¡Sí queda gente!
¡Abra, señor, por favor! ¡Le digo que abra! ¡Contes­te el teléfono, que le están hablando! ¡Abra! ¡Ábrame, por el amor de Dios! (Deja de sonar el teléfono.) ¡Ábrame! ¡Señor, por Dios...! ¡Señor...!
Tengo hambre. (Suenan seis campanadas.) Ya son las seis y no he comido nada. (Se sienta.) No debí pelear­me con el viejo, pero él me obligó. Las cosas son como son, y ni modo que le abriera la puerta. Y menos borra­cho.
Cuando era niña me decía que tenía piernas de bailarina. El sí sabe cómo son las piernas de las bailari­nas. (Vals. Sigue el ritmo con la cabeza. Con las manos. Con el cuerpo.) El me enseñó a bailar sin moverme de mi lugar. Aflójate y siente la música, me decía... (Baila.) Las luces... Los ojos que me miran... Los ojos viéndome a mí... a mí... a mí... (Cesa la música. Baila y tararea. Choca contra una puerta.) Está cerrada. (Camina.)
Deben ser bonitas las piernas de las bailarinas. (Tropieza sin caer. Sale. Se apaga la luz. Suena su cam­panita de ciega.)
Una limosnita por el amor de Dios... Una limosnita por la salvación de su alma... Una caridad para esta pobre ciega...
Hola, viejo... Una limosnita por la caridad... Sabía que te iba a encontrar, como cuando jugábamos a las escondidas... Una caridad... No te oigo... Una caridad... Habla más fuerte... (Suenan seis campanadas.) Son las seis y no he comido, viejo... Sí, ya te perdoné... ¿Eh? ¿Vie­jo? Habla más fuerte, que no te oigo... Más fuerte, te digo... ¿Dónde se fueron todos? Ah... Te estuve buscan­do... No; todas las puertas están cerradas, menos una... Una limosnita por la salvación de su alma...
(Se enciende la luz. La ciega camina, desfallecida.)
Dime otra vez como me decías antes... Anda... Cuéntame de las muchachas de pelo amarillo... Estás muy frío, viejo; mejor no me toques... ¿Dónde se fueron todos, entonces? Anda, dime como me decías antes... ¡Ah...! (Se oye un teléfono.) ¿Oyes? Nos están hablando... Estás muy frío, no... ¡¡Estás muy frío!! (Va cayendo al suelo, sentada. Llora.) Estás muy frío... Estás muy frío... Estás muy frío... Frío...
Una limosnita por el amor de Dios. Una limosnita para esta pobre ciega. Una limosnita por la salvación de su alma.
(Sigue sonando el teléfono. Fade‑in: ruido de automóviles y conversaciones de calle. Música de circo.)